Desmantelando el efecto de verdad del arte

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1. Pintura y cristianismo

 

En sus “prolegómenos para una historia de la mentira”, Derrida invitaba a iniciar el análisis de los regímenes de creencia que disfrutan los objetos que comparecen en las prácticas culturales –narrativas, simbólicas o de representación. Podríamos pensar que en cierta forma eso –un estudio de los regímenes de creencia– es lo que viene a tener lugar en los análisis de la visualidad occidental moderna que desde enfoques relativamente cercanos han desarrollado Jonathan Crary y Martin Jay, cada uno por su lado. Pero, y sin infravalorar la importancia de ambos intentos de historizar y hacer la arqueología de las construcciones socio-culturales de la visión, del ver, me atrevería a decir que la tarea de genealogizar la fuerza de creencia que reside en las imágenes está todavía por hacer. Siendo innecesario señalar que esa tarea desborda con mucho lo posible en este contexto, mi propósito es al menos hacer un apunte rápido para situar ese origen de la fuerza de creencia que se asienta en la imagen en su inscripción principal –para nuestra tradición occidental– en sus remotos usos religiosos, de los que arrastra una fuerza que, con Benjamin, me atrevería a caracterizar como de un cierto orden teológico, o acaso y como poco cultural.

Diría más: que es característico de la forma religiosa que va a constituirse en dominante en el seno de esa tradición occidental –la cristiana– el darse justamente bajo el patrón de lo figural, en el dominio de lo icónico. Tanto su contenido de revelación teológica más específico como su modelo de transmisión de enseñanza –recuerdo su lema “el que tenga ojos que vea”– fijan su expectativa de éxito en la elección de la imagen como dispositivo, mediación y operador de verdad. Lo icónico-jeroglífico será incluso utilizado como herramienta de reconocimiento de la pertenencia a la comunidad y la iniciación ritual: en todo el tiempo de la propagación y persecuciones los usos de la emblemática resultaron claves para la supervivencia y constitución de la comunidad de creyentes, de hermanados en una misma fe. El lenguaje de las imágenes, cargadas entonces de potencial alegórico, operaba al mismo tiempo como un lenguaje de subversión política desde la clandestinidad y como el lenguaje mismo de la revelación constitutiva del saber de la comunidad: ese saber es de un orden que se trasmite y propaga propiamente a través de un tipo de discurso figural que, aún estando perfectamente a la vista –de quien sabe ver– permanece sin embargo oculto a la vista del poder que vigila, como la carta robada de Poe.

De hecho, podríamos afirmar que todo el saber que constituye el conocimiento religioso en la tradición cristiana tiende efectivamente a formularse en un orden visual: incluso la narrativa de la vida del cristo y sus enseñanzas se prefigura en forma parabólica (acaso el tropo más figural del discurso oratorio) siendo por tanto mostrada a través de “escenas”.

A diferencia de la tradición hebrea –pensemos en la cabalística o la hermenéutica y su tipificación escritural, totalmente centrada en la lectura e interpretación de las escrituras–, cuyo contenido de verdad se presenta en un formato más literario, más intensamente narratológico, el propio de la tradición cristiana es en cambio mucho más pictorial. Su hermanamiento con el desarrollo de la pintura –como práctica dominante de la organización de la visualidad y sus representaciones– en occidente no es entonces, ni podría nunca ser considerado, anecdótico o circunstancial.

Diría entonces que existe un lazo muy estrecho, una alianza muy fuerte, entre el asentamiento de la religión cristiana como relato de verdad dominante y el de la pintura como práctica dominante de organización y regulación de los imaginarios públicos –que tienen en las iglesias el escenario (la esfera pública, diríamos ahora) principal, si no único, en que se prefiguran y conforman como tales los imaginarios colectivos, socializados. Es posible que en esa apropiación de los recursos escópicos y figurales resida no sólo toda la modernidad del cristianismo (y no olvidemos que las comunidades cristianas fueron las primeras en designarse a sí mismas como modernas, tal y como Jauss nos ha recordado en su reconstrucción de la misma genealogía de la idea de modernidad), sino incluso toda su fuerza política, el potencial que le permite llegar a constituirse como discurso hegemónico en la historia de la humanidad con tanta fuerza, persistente a lo largo de tantos siglos. Resumiendo en epigrama la tesis: que es el cristianismo –y no la modernidad, como sugiere Martin Jay– el que es ocularcéntrico.

Que provenimos de una tradición que carga de fuerza de creencia –diría, de poder teológico– a las imágenes, porque el núcleo de fe de la que tanto tiempo ha constituido su narrativa de saber central, el cristianismo, tiene puesto el corazón secreto de su dogma principal de definición de lo verdadero del lado del más alto valor del orden de lo visible, más allá de lo decible, del logos (y esto, por ejemplo, contra el canon platónico-kantiano). La fuerza de la asociación entre cristianismo y pintura tomaría entonces toda su potencia de ello (y habría que reconocer entonces que la historia del arte es por tanto una tradición radicalmente inseparable de la de la religión cristiana y su proyecto civilizatorio, colonizador, ecuménico). Acaso tomar consciencia de ello nos ayudaría a hacer a la vez transparente con todas sus consecuencias la intuición que Benjamin nos transmitió como hallazgo fundamental en su reflexión sobre el impacto de lo técnico: que el modo de nuestra experiencia de lo artístico podría entonces empezar a perder lo que hasta ese momento le era más consustancial, el darse bajo la prefiguración de la forma de una experiencia de culto, dogmático-aurática.

De ello se seguirá también la tremenda fuerza de desestabilización que para nuestra noción de arte conlleva no sólo el impacto de lo tecnológico, sino también, y por otro lado, el encontronazo postcolonial, el descentramiento etnográfico, a favor de algo que para esas otras culturas –la cultura visual– no viene ya cargado de similar fuerza dogmática, teológica.

 

 

2. Los estudios visuales: la incomplicidad con el dogma en los estudios sobre arte

 

Me gustaría a partir de ello valorar comparativamente la relación en que se encuentra un campo de prácticas sociales de naturaleza en última instancia cultural (en el ejemplo que propongo –ver tabla– el campo de comparación sería la religión) con su adscripción en el edificio de los saberes a una disciplina dogmática (en el ejemplo ésta es, obviamente, la Teología) y la emergencia final de un nuevo campo disciplinar aspirante a su estudio bajo una perspectiva crítica y, digámoslo así, “desmantelada” (de nuevo en el ejemplo los “estudios de religión”). Quizás incluso sería más preciso describirlos como “estudios (culturales) sobre religión” para acentuar que se trata no tanto de actuar cognitivamente desde dentro de las presuposiciones y creencias a que ellos se refieren, sino más bien de analizar cómo ellas –esas presuposiciones y creencias– efectivamente se constituyen en hechos socialmente relevantes, y hasta a veces en su ámbito en dominantes o hegemónicos.

Si comparamos esa lógica con la de otro campo, el de las prácticas de visualidad que generan significado cultural, podemos trazar un cuadro parecido. La práctica social (como práctica dominada por creencias y resultante en prácticas, ceremonias, ritos y valores simbólicos) sería en este caso el arte. La disciplina que procura su adscripción dogmática al edificio de los saberes se cumpliría en disciplinas como la Estética (en tanto que fundamentalmente Teoría del Arte) o la Historia del Arte.

La emergencia de los estudios culturales de arte, o acaso de visualidad (sobre esta “extensión del campo” tendré que justificarme, lo haré inmediatamente), apuntaría, consiguientemente, no tanto a “intervenir cognitivamente desde dentro de las presuposiciones y creencias” a que tales prácticas (las artísticas) se refieren, sino más bien a analizar críticamente –desde una perspectiva por lo tanto desmantelada, alejada del dogma y las fes implícitas a la práctica– cómo sus presuposiciones y pactos fiduciarios se constituyen, efectivamente, en hechos socialmente relevantes, y hasta a veces en su ámbito en dominantes o hegemónicos.

De este modo, podríamos distinguir bien claramente el objeto (y sobre todo la dinámica de relación analítico-crítica con él) de, por un lado, la Estética y la Historia del Arte, y por otro unos Estudios Artísticos que, como tales, se constituirían básicamente entonces como “estudios (culturales) sobre lo artístico”, es decir como estudios orientados al análisis y desmantelamiento crítico de todo el proceso de articulación social y cognitiva del que se sigue el asentamiento efectivo de las prácticas artísticas como prácticas socialmente relevantes.

Además, y en tanto dejamos caer el telón del dogma del valor ontologico-cognitivo de tales prácticas, o digamos, en tanto la tensión iniciática de los estudios que se organizan a su propósito se estructura no tanto en vistas al sostenimiento implícito de una fe asentada en los valores específicos de ese conjunto de prácticas y sus resultados materializados, sino más bien alrededor de la vocación de un análisis “no cómplice” del conjunto de procesos mediante el que se efectúa socialmente la cristalización efectiva de tales “valores”, necesariamente se produce un desbordamiento de la circunscripción tradicionalmente delimitada del campo.

Efectivamente, la puesta en suspenso de la complicidad fiduciaria de la disciplina con los dogmas varios que constituyen el presupuesto del valor social de las prácticas a que se refieren supone la inmediata ampliación del campo de sus objetos a la totalidad de aquellos mediante los que se hace posible la transferencia social de conocimiento y simbolicidad por medio de la circulación pública de “efectores culturales” promovida a través de canales en los que la visualidad constituye el soporte preferente de comunicación. Dicho de otra manera: tan pronto como tales “estudios culturales sobre lo artístico” se constituyen sobre bases críticas, se derrumba el muro infranqueable que en las disciplinas dogmáticamente asociadas a sus objetos separaba a los artísticos del resto de los objetos promotores de procesos de comunicación y producción de simbolicidad soportada en una circulación social de carácter predominantemente visual. De tal manera que entonces, y necesariamente, tales estudios críticos sobre lo artístico habrán de constituirse, en efecto y simplemente, como “estudios visuales” –o si se quiere, y valga esta perífrasis como la mejor descripción que en mi opinión puede darse, estudios sobre la producción de significado cultural a través de la visualidad.

Si quisiéramos llevar hasta el extremo nuestra comparativa, podríamos entonces tomar en consideración la posible sugerencia que frente a este panorama alguien podría proponer: que a tenor de lo dicho cabría entender que los “artísticos” podrían constituir una rama de los “visuales” –aquella que se fijara en elucidar de qué modo y en qué procesos y articulaciones sociales se apoya la construcción específica del valor artístico, como una fábrica social diferenciable tanto en sus mecánicas de circulación pública como en las formas de su incidencia simbólica (en su recepción). Aún sin considerar tal sugerencia por completo desechable, habría en todo caso que extremar la exigencia de incomplicidad iniciática, la renuncia a la participación implícita en el dogma cuya fenomenología social se trata en última instancia de elucidar críticamente (de “desmantelar”): hablar así de los “artísticos” como rama de los “visuales” podría resultar tan equívoco como considerar los “islámicos” o los “católicos” como rama de los “estudios culturales sobre religión”. La rama de tales “estudios culturales sobre religión” que auténticamente trataría de forma crítica la cosa católica serían los “estudios culturales sobre la religión católica” (o musulmana, o de aquella que se considere el caso), cuyo objeto no sería en ningún caso útil a la propagación de sus dogmas sino antes bien al contrario a la elucidación crítica de las dinámicas concretas y efectivas mediante las que se cumple su asentamiento como configuraciones hegemónicas de la conciencia, social e históricamente relevantes (en determinados contextos culturales y epocales, por supuesto –dicho sea de paso).

Trasladado ello al campo de los visuales, nos pediría esta vez hablar de unos “estudios cultural-visuales sobre lo artístico” con el mismo rango y empeño crítico que podrían desarrollar otros “estudios cultural-visuales sobre lo publicitario” o sobre “lo televisivo”, “lo cinematográfico”, la arquitectura como productora de visualidad e imaginario material…., como diversificaciones diferenciales de unos bien asentados críticamente (y seguramente homologables en método y tono analítico) “estudios culturales visuales”. En ellos no se trataría nunca de educar en el conocimiento del dogma iniciático constitutivo del campo, ni mucho menos de preparar para el ejercicio practicante de sus sacerdocios –no se trataría dicho de otra forma de formar ni artistas, ni publicistas, ni productores televisivos, ni diseñadores o arquitectos de imaginario, por ejemplo– sino más bien de favorecer el crecimiento de un campo elucidado de comprensión crítica de su diferencial funcionamiento como prácticas sociales efectivas –soportadas en la comunidad de un repertorio implícito y compartido de creencias y valores, en la acumulación cumplida de unos montantes circulantes de capital simbólico– y más o menos estabilizadas, y más o menos hegemónicas (dependiendo ello siempre, desde luego, de en qué contextos locales, sociales y epocales las analicemos).

Decir todo esto significaría en última instancia dar por más o menos buena la descripción que les propone Appadurai, como estudios de “la vida social de los objetos visibles”, pero eso sí añadiéndole el recordatorio de que esta vida social no es nunca ajena a su inscripción en unas u otras constelaciones epocales, en unos u otros ordenamientos simbólicos y discursivos, ni tampoco obviamente a su pertenencia a unas u otras “formaciones culturales”: a unos específicos entornos cognitivo-disciplinares y los campos socialmente regulados de prácticas comunicacionales que se asocian a ellos.

Me permitiría concluir entonces diciendo que esta postura incómplice, despojada de cualquier impulso proselitista en relación a cualesquiera prácticas artísticas o simbólicas, constituye la mejor herencia posible, no ya, y no sólo, de una teoría crítica empeñada en profundizar en el proceso de secularización de los saberes y las prácticas que se les asocian, sino también de aquella tradición que de Nietzsche a Adorno nos conminaba a abandonar la “loca ilusión de la verdad”. Para quienes con Nietzsche abrazamos la convicción de que si para algo necesitábamos el arte, era fundamentalmente, para “no morir a causa de la verdad”, hoy, en unos tiempos cuya religión se llama secretamente ideología estética, lo que necesitamos es una herramienta que nos permita retirarnos de esa precisa fe, para observar los procesos de simbolización con la mirada crítica capaz de reconocer en ellos un campo de promoción interesada de creencias, valores y prácticas sociales.

Un escenario de falsificaciones –un territorio de fantasmagorías– cuya vocación de producir efectos de verdad responde siempre a las lógicas en conflicto de una u otra voluntad de poder. Digamos que es a elucidar los intereses que desde esa voluntad de poder promueven sus efectos de verdad que los “estudios visuales” deben desarrollarse. Y hacerlo abandonando la denominación de “estudios artísticos” porque justamente el concederles esa condición supondría aceptar de principio la presuposición de verdad implícita a la misma denominación de arte, por ello mismo la práctica más promotora de falsedad que en nuestros tiempo podríamos encontrar. ~

 

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