Los escritores y artistas que no menosprecian al común de los mortales, pero tampoco aceptan ceñirse a los gustos de la masa, tratan de influir en la opinión pública para orientar a los lectores que necesitan una brújula para abrirse camino entre la maleza editorial. Quienes lo consiguen pueden convertir la crítica en una herramienta de combate muy eficaz. Sin embargo, cuando este liderazgo se ejerce con talante autoritario, entraña el riesgo de anular el criterio del lector, justamente la cualidad que busca desarrollar cualquier tarea educativa, desde los tiempos de Sócrates hasta hoy. El principal defecto de los esnobs es su débil capacidad para el juicio personal, que los supedita en exceso a los enfoques de la minoría privilegiada o culta. Un maestro fracasa cuando su alumno lo respeta tanto que solo puede repetir como un loro lo que le ha enseñado, sin apartarse un milímetro de la lección aprendida. La misión de las minorías que no buscan encerrarse en guetos excluyentes no solo debe consistir, por lo tanto, en afinar la apreciación intelectual y estética del público, sino en incitarlo a poner en tela de juicio los cánones de la tradición, las modas literarias y artísticas, los sellos de prestigio que parecen irrefutables, no con el fin de predisponerlo a la descalificación fácil, sino para forzarlo a pensar y juzgar por su cuenta.
Los clásicos han pasado la prueba del tiempo y por lo tanto, su valor no está sujeto a grandes fluctuaciones, pero un lector sagaz puede contravenir incluso los veredictos de la tradición. Hay escuelas literarias o corrientes de pensamiento que logran revolucionar los gustos y las ideas dominantes, ya sea desenterrando autores olvidados o condenando al olvido a celebridades marchitas. En el ámbito de la literatura española, la revaloración de Góngora por parte de la Generación del 27 demuestra que un menosprecio injusto mantenido durante dos siglos, puede revertirse cuando los críticos de un canon enmohecido han sabido conquistar la confianza y el respeto de los lectores. En los juicios sumarios de un genio como Borges siempre hay un ingrediente de arbitrariedad que nos obliga a tomarlos con pinzas, pues menospreciaba géneros en bloque, por ejemplo, la novela realista del siglo XIX. Quien admire a Borges al extremo de tomar sus opiniones como dogmas, pero al mismo tiempo respete a Ortega y Gasset y al caudillo del surrealismo André Breton, descubrirá con perplejidad que estos tres árbitros del gusto juzgaban la literatura de su época y el legado de la tradición con raseros diametralmente opuestos. Ortega y Gasset, por ejemplo, creía que, bajo el reinado del monólogo interior, la fabulación caería en desuso y la narrativa del futuro solo buscaría reflejar estados de conciencia. Borges lo refutó en el prólogo a La invención de Morel, la gran novela fantástica de su amigo Bioy Casares, quien demostró, por si hiciera falta, que la fabulación gozaba de perfecta salud. A su vez, André Bretón creía que la novela era un género caduco y condenó toda la poesía contaminada por el espíritu crítico (es decir, casi toda la poesía universal). En represalia por esa arbitrariedad, ni Borges ni Ortega concedieron valor alguno a la poesía surrealista. ¿Quién tenía la razón en estas polémicas? ¿Todos o ninguno?
Puesto que los sellos de prestigio son a menudo contradictorios y beligerantes, un lector que se guíe demasiado por ellos puede quedar atrapado en un callejón sin salida. Como las minorías más calificadas libran una guerra permanente por la rectoría del gusto, sus juicios tienen siempre un valor relativo. Para tomar partido en estas querellas, o adoptar una posición ecléctica (lo más recomendable, a mi juicio), el individuo abierto a todas las influencias solo puede confiar en su propio criterio, procurando, eso sí, conocer las obras y los argumentos de todos los bandos involucrados en la polémica literaria. Con más razón debemos estar alertas contra las trampas de la mercadotecnia editorial, que ha logrado uniformar el gusto de su clientela cautiva y año tras año lanza al mercado decenas de libros avalados por una autoridad más o menos respetable (el jurado de un premio, el prologuista famoso) a la que se utiliza para intimidar al lector esnob, presentando el libro como “cosa juzgada”. Existen muchos interesados en presionar al público para que renuncie a sus propios gustos y opiniones (lo que equivale a renunciar a la propia personalidad), o en restringir la oferta editorial para restarle elementos de juicio, pues cuanto más dócil sea el lector, más ingenuamente consumirá las baratijas prestigiosas que abarrotan las mesas de novedades. ¿Cómo impedir esta epidemia de credulidad inducida si la autoridad intelectual busca siempre acatamiento y respeto? ¿Se puede predicar al mismo tiempo la obediencia y la insumisión? ¿Cómo hacer valer el prestigio bien ganado sin fomentar el esnobismo? ~
(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio.