De algún modo la hija del tendero supo lo que iba a pasar. Primero fue esa frialdad en el rostro cuando vio a Pedro volverse hacia la izquierda y luego la parsimonia con que guardó el costal, y la manera confiada en que revisó sus armas. Me cuentan que quiso advertirle a su padre, que había salido a la trastienda a contarle a su esposa lo que acababa de suceder. La niña guardó silencio, solo camino sigilosamente hacia la puerta y se asomó.
Pedro estaba a unos cien metros de su objetivo y disparó. A casi todos los había matado de cerca, con la pistola o con la escopeta. Y nunca había fallado. A veces estaban dormidos o borrachos. Desde hacía una semana la búsqueda de aquellos se había hecho más difícil porque se andaban escondiendo y no dormían en el mismo lugar. Quedarían unos siete, o seis si lograba matar a este, y eso sería todo.
Los primeros dos muertos le habían dado miedo. Aunque cuando los mató sentía una cólera voraz y cada detonación le abría los ojos hacia el pasado y hacia los gritos de su propia familia, la carne rota y toda esa sangre, además de la angustia petrificada en los rostros de aquellos cadáveres, le habían hecho pensar que no podría matar al resto. Cuando volvió a su escondite en el monte, comparó las sensaciones: sufrir por la matanza de su familia, agonizar lentamente por ese dolor; o la tensión brava y angustiante de la espera por otro asesinato. Revisó lo que sentía luego de haber matado a los dos primeros, y sintió algún tipo de satisfacción cuando imaginó la noticia desperdigada. Gozó con el rapto inicial de temor de aquellos.
Me cuentan, claro está, que todo esto son especulaciones porque Pedro Bernardino, ni siquiera al final, le dijo a nadie lo que sentía ni por la matanza de su familia ni por su venganza. Pero, también me cuentan, que por aquella zona de la Costa Chica todos comparten más o menos el mismo espíritu. Y los pensamientos de Pedro Bernardino en esas noches eran tejidos por los viejos desde sus mecedoras, o por los jóvenes maduros que ya habían matado a alguien.
Me cuentan que luego de esos dos muertos, Pedro tardó una semana en volver a matar. Y luego no se detuvo. Casi todos los días llegaba la noticia de uno más. El pueblo se quejó un poco cuando las mujeres o los niños también amanecían balaceados. Pero entonces alguien recordaba aquella fiesta de sangre que los de la otra familia habían iniciado y la razón prevalecía. Era justo, pues. Terrible pero justo.
Cuando la detonación retumbó en medio de la tranquilidad de esa calle, que estaba a dos del zócalo, todo mundo se quedó quieto. Me cuentan que hasta los dos gendarmes que pasaban por ahí y que vieron, antes que todos, a Pedro acercarse a su objetivo, se detuvieron para comentar la acción pero sin esfuerzo visible en apurar las carabinas para estar preparados. “Qué flaco está”, me cuentan que alguien dijo cuando Pedro apuntaba su escopeta.
La niña, hija del tendero, se asustó con el escopetazo, y se metió a la tienda a esperar a su padre que seguramente saldría corriendo.
Pedro se quedó sorprendido cuando vio que había fallado. Imaginó los perdigones perdidos en alguna pared o en el suelo. Su mente no podía registrar el error. No era tanta la distancia, creía, y llevaba catorce aciertos. Y esa vez ni siquiera estaba nervioso. Era, ya casi, un acto mecánico. Pero había fallado. Entonces apresuró la segunda carga y volvió a fallar. Vio cómo aquél corría hacia una de las casas sin darle la espalda, y a los demás a su alrededor que desaparecían. Sintió como si estuvieran solos. Pedro Bernardino, me cuentan, aventó la escopeta y preparó la pistola. Volvió a disparar de manera apresurada y le dio al caballo negro que por más que jalaba no lograba desprenderse de su atadura a la herrería de una de las ventanas cercanas. Pedro no escuchó el balazo de vuelta pero sintió un mazazo que casi lo derribó. Lo sintió en la boca del estómago aunque la bala le había entrado por el costado derecho. No era un piquete frío como tantas veces imaginó. Y aunque de alguna forma se preparó para recibir una bala en algún momento, aquel golpe expansivo, como una piedra chocando con él lo aterró y lo hizo temblar. Sin detenerse a revisar la herida corrió para acercarse al otro. En cámara lenta vio cómo le volvía a apuntar y esta vez sí escuchó la detonación. Me cuentan que cuando los gendarmes vieron que Pedro se tambaleaba corrieron hacia él. La segunda bala le había dado en la espinilla derecha y lo había derribado. El tipo de la otra familia, asustado, salió al encuentro de los gendarmes y comenzó a dispararles. Aunque se había defendido, la visión de sus catorce muertos y la angustia agridulce de haber sobrevivido a ese atentado lo hizo estar demasiado alerta y pensar que todo, entonces, era una amenaza. Vio a Pedro tirado en el suelo y trató de acordarse de cuántas balas le quedaban. Quizá dos o tres. Pensó en rematar a Pedro Bernardino pero se acobardó cuando a lo lejos las detonaciones de las carabinas anunciaron que de nuevo venían por él. Había gritos pero su rostro, me cuentan, advertía que estaba como escuchando más que observando. Era un animal asustado y, en efecto, me cuentan que en la calle, por un momento, no hubo más que silencio. Pero el hombre aún tenía balas en la pistola.
Estos fueron los resultados de las votaciones. Muchas gracias a todos los que participaron.