Don Luis

Si mi padre no volvió a su país, si él se ahorró el trastorno del regreso, ¿por qué yo regreso endeudada con él, sus silencios y su envejecimiento? Pero ya es demasiado tarde para no volver.
AÑADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

 

El café va saltando de la taza hacia mis piernas, por el movimiento del auto, es bajo y mi padre cruza los topes en diagonal y a menor velocidad. Limpio el café que me cae en las manos con la lengua. Descendemos por la avenida Cinco de Mayo, como una lancha que navega a través un río agitado; las lluvias desbaratan el asfalto y los baches resanados simulan una suerte de oleaje pavimentado.

Aprieto los botones del tablero para cambiar la estación de radio. Confío en Universal Estéreo, al menos por ahora. Suena Another saturday night, de Sam Cooke. Mi padre no reconoce la canción pero apenas empiezo a mover la cabeza de un lado a otro, él mueve los pulgares a destiempo en el volante.

“¿Estás segura de que no quieres quedarte en casa?”, me pregunta. Esta vez le respondo solo asintiendo. Sé que todavía estamos a tiempo de regresar. Vamoshacia el que será mi nuevo departamento, un espacio recién desocupado en la colonia Narvarte que alguien más ha dejado para comenzar un proceso inverso: irse de la ciudad.

En la barranca, al otro lado del camino, hay decenas de casas de colores apretadas sobre la montaña que contiene la ciudad, brotes urbanos intercambiables con cualquier paisaje latinoamericano que, entre la opulencia y la miseria, se expanden desordenadamente.

Sigue Another one bites the dust –que no ensambla de ninguna manera con la canción precedente–, y él le baja al volumen. Queen ya está muy lejos de Serge Reggiani.

Hace unos meses escribí el único relato que he logrado terminar en mi vida y ahora me encuentro con que no estoy segura sobre qué historia escribir el siguiente. Le digo a mi padre que tengo un problema e intento describirlo para iniciar la conversación: antes de salir de la casa, estuve platicando con un amigo con el que tengo poca vergüenza. Ayer en la noche le di a leer un borrador y esta mañana me dijo que, a diferencia del cuento anterior, los personajes no se atreven a actuar y el texto termina por ser un relato predecible. No solo los personajes no se arriesgan sino que el lenguaje parece una trampa más que una herramienta, me dijo. Mi padre me interrumpe para decirme con su acento gallego que el problema no es que yo escriba bien o mal, sino que no debo compararme con los escritores de mi edad, que tienen mucha más experiencia. Con una determinación alineada por el volumen de su voz, insiste en que no me preocupe, en que tal vez en muchos años sea una buena escritora. Contesto para mis adentros que no, que el problema es más pequeño: tengo que empezar de nuevo el relato.

“¿Leíste el cuento?”, le pregunto. “Te lo mandé por mail.” “El de ‘Cecilia’, ¿no?” “No, papá”, me achico en el asiento: “Carolina”.

Mi padre respira por la boca como si estuviese haciendo ejercicio o tal vez recordando el método más correcto para respirar, como si sus pulmones demandaran instrucciones y el aire que entra por su nariz, por la que se asoman algunas canas, debiera ser guiado a conciencia por su cuerpo y exhalado entre sus labios pálidos, siempre resecos.

Coloco la taza de café vacía en el portavasos que está entre nosotros, “Mira, cabe muy bien”, le digo. Él extiende su brazo derecho, sin mirarme, y remueve la taza en el hueco circular.

Nos vamos acercando en silencio a la avenida Centenario, comprimida por los puestos del mercado sabatino. A lo lejos se ven las esquinas de algunos toldos amarillos y azules donde la gente se arremolina para comprar e impedir que avancemos más rápido.

“¿Sabes cómo empecé a ir al mercado?”, me pregunta. Sin que yo responda, me cuenta que cuando Tita, la abuela mexicana, estaba viva, él pasaba a dejarle dinero antes de ir al trabajo. Ella hacía la compra que mi padre recogía en el camino de vuelta a casa. Vivía en esa zona de la ciudad de México donde las calles tienen nombres de playas y nosotros vivíamos en un pequeño departamento frente a los viveros de Coyoacán, que mi mamá compró antes de conocer a mi padre, antes de cumplir mi edad.

Mientras lo escucho, imagino un mercado mucho más grande que este que nos mantiene en el tráfico, un mercado del tamaño de una calle entera o varias, tal vez una avenida, de tres o cuatro pasillos, con secciones, en el que los inexpertos nos perderíamos. A Tita no puedo imaginarla, murió de cáncer de páncreas cuando tenía tres años. Dicen que cuando nací, a Tita le gustó que fuera niña, la primera entre los primos, pero que no le gustó que fuera morena. Mi padre describe a la abuela racista como la estrella del mercado, respetada por los marchantes y compradora selectiva de frutas, verduras y carnes. Por si fuera poco, “su cocina era impecable”, no como los textos que escribo, “y en los restaurantes adivinaba todos los ingredientes de un buen platillo para replicarlo después”. Mientras mi padre fantasea en voz alta con la comida de Tita, nos rebasa la internacional musiquita del camión de los helados.

Hace mucho tiempo, antes de que me fuera de México, mi padre pasaba casi todas las noches por mí al trabajo y me invitaba un café en Coyoacán, antes de llevarme a mi casa en la colonia Cuauhtémoc. Mi turno terminaba a las diez de la noche, cuando quedaban pocos rastros de la rutina del día. A esas horas casi todo estaba cerrado, incluyendo el mercado de la colonia, por donde solíamos estacionarnos para caminar un par de cuadras por otra calle que también se llama Centenario. Mi padre le tiene un cariño insípido al capuchino del Jarocho. Un cariño que más bien tiene que ver con saborear el recuerdo de sus primeros años en México, cuando todavía era un fuereño. Algunas noches pedía un té, algunas otras una torta de milanesa, lo que a él le provocaba un minúsculo espasmo desaprobador. Nos sentábamos unos veinte minutos en las bancas verdes de metal que llevan el escudo mexicano grabado en el respaldo, y lo escuchaba ponerme al tanto, a su ritmo pausado, de las novedades globales.

Más que el café, lo que a él le gustaba era hacer un paseo nocturno; extrañaba la vida de barrio a la que hace muchos años renunció, cuando mi familia se mudó a uno de aquellos condominios horizontales, en los que se acomodó la clase media que pasó de los departamentos a las casas en las afueras de la ciudad, zonas que ahora están muy lejos de los límites del Distrito Federal.

Mi padre también comentaba mi programa de radio, “es mejor no hablar de las noticias, la política no es lo tuyo”, si acaso comentaba al aire algo ajeno a mi corralito temático. A mi padre le habría gustado que estudiara alguna licenciatura relacionada con los números o al servicio público, sin embargo, estudié entre resacas la licenciatura de filosofía. Pero se enorgulleció de mí cuando muchos años después le di clases de español al director del departamento de economía de la universidad del estado de Nueva York. El profesor y yo nos reuníamos en un café cerca de su casa en Fort Greene, en Brooklyn. Leíamos las noticias sobre economía mundial en español y comentábamos el contenido y la gramática. Para sorpresa de mi padre, y también mía, comprendía la crisis económica de Occidente, las operaciones del Banco Mundial, por qué España nunca debió entrar a la Comunidad Económica Europea, cuántas reservas tenía México en el Fondo Monetario Internacional y cuál era su tasa de interés. Mi padre sabe que lo he olvidado todo porque nuestras conversaciones se han disuelto en otros asuntos y porque la última Navidad me regaló el primer tomo de Introducción a la economía, de Raymond Barre, sin haberlo envuelto. “Se lee muy fácil”, me dijo.

Que reaparezca en su vida no me devuelve los privilegios que tenía antes de irme. Ahora, lo que mi padre logra contarme es que los vendedores del mercado ya lo conocen y le apartan los mandados, que ya ha aprendido a elegir las frutas y verduras y que un tal Capitán Barragán, de quien no tengo ningún recuerdo, bajó veinticinco kilos desde que no hace la compra en las tiendas; mi padre siempre exagera los ejemplos, especialmente los ejemplos inventados. Por si fuera poco, me cuenta que, además de comer mejor, puede nadar más kilómetros que nunca. Lo imagino de veras nadando y me pregunto si tiene hecho el testamento.

Es muy tarde para reclamos, decir por qué no me mira o por qué me fui y sacrifiqué aquella intimidad, además de la oportunidad de constatar las pruebas que hoy componen su vejez, no tiene caso. Cuando ya he decidido no tener hijos, tengo que ocuparme de mi padre; acortar la distancia entre la nueva infancia que se apropia de él y mi nueva adultez en la que tengo que aprender a ser su madre. Y, también, porque he terminado por creerme el cuento aquel de que deben ordenarse todos los libros en un mismo librero, hacerme de un librero grande que por fin sea mío; y, por otra parte, que finalmente llegué a la edad de comprometerme con una sola ciudad, conservar un trabajo y ahorrar.

Dejamos atrás los toldos de colores, los hombres y las mujeres que visten delantales y atienden gustosos a una Tita fantasma que conversa con ellos mientras llena de compras una bolsa de red de plástico.

Mi padre conduce por un túnel que más adelante se convierte en un puente que desemboca en el Periférico y ahora tiene un segundo piso futurista, ensamblado con enormes bloques de cemento cuyas divisiones se distinguen desde abajo y espero que estén bien sostenidos. Hay un proceso urbano irreversible del que tampoco he sido testigo.

“¿Sabes quién va al mercado, a su edad? Marcelita. Se alimenta muy bien”, continúa. “La acompañé al mercado la última vez que la visité. Cocina todos los días, ¿no la viste?” “¿Ah, sí?”, le pregunto, forzándome a reorganizar el silencio. “Sí, ¿la llamaste? Cumple noventa años en estos días?” “Sí”, miento. “La escuché bien, padeciendo el invierno en sus huesos desgastados, pero de buenos ánimos.” Marcelita es la abuela francesa. Tuve tres abuelas: cuando mi padre se fue de España a París a los veintitrés años para estudiar matemáticas –y así librar el franquismo–, fue simbólicamente adoptado por sus vecinos, Marcelita y Ricardo. Marcelita era parisina y Ricardo era refugiado gallego. Mi padre desempleado y Ricardo expatriado caminaban por un París democrático y con seguridad social, pero que les quitaba lo más importante: “Nosotros no votamos”, le decía Ricardo. Alguna vez le advirtió a mi padre que si se casaba con la mexicana, lo primero que tenía que hacer era nacionalizarse para poder votar.

Mi padre es, hace más de cuarenta años, un mexicano que no entiende por qué el plomero le pide dinero para comprar un tubo y nunca regresa, pero que cena nopales del mercado de su localidad.

Marcelita siempre me ha llamado nieta y yo siempre la he llamado abuela. Recuerdo que me parecía especial que mi padre la llamara Marcelita y durante la infancia nunca me pregunté por qué tenía una abuela extra, en todo caso era un beneficio de tener un extranjero en la familia. No fue sino hasta que murió Ricardo que mi padre empezó a contarme las historias sobre sus padres falsos, historias que hasta ahora forman un homenaje inagotable.

De la abuela española no dice nada, supongo que ella no iba al mercado. De la familia española dice poco, en realidad. Le pregunto por ellos como espiando entre sus pensamientos y me da un informe dudoso: Alberto y Lolina están viejos y este año ambos se encogieron dos y cuatro centímetros. Julián, hijo de los que están empequeñeciendo, está aislado en un cuarto en la azotea de su casa en Coruña porque trabajó unas semanas en Sierra Leona sanando, palabra que mi padre casi grita mientras señala con el dedo índice ante un público inexistente, pacientes sospechosos de ébola. Lydia y María, hijas de mi primo, están bien. “¿Hace cuánto que no los ves?”, insisto. “No lo sé, harán unos diez o quince años.”

Cuando era niña, pegaba la oreja a la puerta de su estudio y lo escuché varias veces decirle en ese idioma suyo a su familia que sí, que uno de estos días volvería a España. Conforme pasó el tiempo, el pretexto para postergar el regreso, no necesariamente conjugado en nosotros, cambiaba por la jubilación de mi madre o la salud de mi hermana. A pesar de que ya ninguno de ellos le crea, mi hermana haya muerto y desde hace mucho que mi madre no viva con él, rutinariamente le siguen preguntando si piensa volver, como si él hubiera partido hace apenas unos años y su estadía en un país tan lejano –al otro lado del Atlántico y que se percibe temible por los noticieros–, fuera todavía una suerte de exploración en la que, de pronto, pudiera decidir que ya estuvo bueno de jugar al extranjero.

Transitamos la ciudad de México alienada por la ausencia de gente; es el último sábado de las vacaciones de invierno. Esquivar los hoyos en las calles requiere la destreza de un jugador de videos, cada vez que caemos en uno, y caemos bastante, perdemos vidas.

Voy mirando los anuncios de departamentos en renta colgados de las ventanas y balcones, tratando de adivinar los precios. En el semáforo de Barranca del Muerto e Insurgentes, mi padre baja el cristal y el señor que desde hace tantos años vende el periódico en esa esquina se apresura y le dice, “buenos días, don Luis.” Mi padre compra un ejemplar por diez pesos y le responde, “qué hiciste para que aumentara así el frío, ¿eh?” El vendedor le sonríe a su cliente entre jadeos, desviando la mirada hacia el ancho de la calle para seguir trabajando. Mi padre avienta el periódico hacia el asiento trasero del auto y cambia a la única estación de radio que tiene grabada, que da las noticias todo el día. Avanzamos hacia el centro de la ciudad con el discurso de un locutor mustio con la voz educada, que no logro reconocer. Un locutor experto, de largas intervenciones, con quien mi padre parece ir discutiendo entre murmullos.

Siempre ha hablado solo, eso no es nuevo. Cuando uno le preguntaba, decía que estaba cantando, sin embargo, las únicas canciones que conozco que le gustan son en francés o en gallego, si acaso algunas viejas canciones de protesta en castellano, parecería que la única función de la música para él fuera la rearticulación de lo perdido de aquellas otras cotidianidades a las que se aferra en susurros. También ha silenciado el gallego, como si fuera algo que los otros podríamos quitarle; lo ha guardado como una reliquia de aquello que no es una nacionalidad ni un campo verde sobre el que llueve todo el año, y que nosotras, mujeres malcriadas por las grandes ciudades, no habríamos podido imaginar como vida diaria, sino como lo que él era antes de los cambios de vivienda geográficos. Mi padre se relaciona consigo mismo en gallego, antes de las transformaciones; antes de que extrañara lo que después idealizaría como su forma más pura; antes de las fragmentaciones. Ha hecho del gallego un testimonio privado de sí. Una arma de conservación propia, como si esa parte de su vida ya estuviese ocupada; un lugar por el que tampoco yo he luchado: no he imitado su acento y jamás me discipliné para aprender su lengua, porque, de cualquier manera, su pasado es intransitable para mí. Mi padre antes de la soledad de las mudanzas. La soledad no como problema sino como la condición de posibilidad. La posibilidad de hablar sin que lo entendamos.

Pasamos un camión de basura que avanza por el carril de baja velocidad, al que se le desbordan algunas bolsas de plástico y que deja a su paso un caminito de desechos.

“¡Ya sé quién es!”, le digo, “Zabludovsky”.“Calla, calla”, me dice con un movimiento autoritario de la mano. La esposa del gobernador de Iguala ha sido encarcelada. “Joder, vaya”, exclama hacia la ciudad que se ve desde su ventana. Mi padre cree en la curación de México. Ya no es el hombre que ahora saldría a las calles para repetir a coro los nombres de los 43 normalistas desaparecidos, pero le tiene una fe ciega a cierta restauración del país. Su mexicanidad adquirida no le permite imaginar que nuestro país tendría, tal vez, que empezar también de nuevo.

Espero los cortes comerciales para preguntarle cómo es que sigue vivo. “¿Quién?” “Zabludovsky”. “Ah, yo qué sé, Elviriña”, responde, mientras encorva la espalda y se frota las manos. Y cuando me llama así, Elviriña, lo disfruto hasta que él sube el volumen de las noticias. El goce se crea y se transforma cuando volvemos a la costumbre suya de dividir su vida como una ciudad diseccionada por calles y avenidas, un territorio de compartimentos que segrega a sus residentes, todos ellos personajes temporales, pasajeros en tránsito.

Mi padre siempre ha venido de lejos, pertenece a un lugar donde los sentimientos no son paridos por el lenguaje, se conservan desarticulados dentro de capas de vejez acumulada a pesar de las más saludables estrategias.

Pasamos el hospital de gobierno que tantas veces reinventé desde Nueva York cuando escribía una novela de doctores y enfermeras –sobre la que estoy sentada, desde luego, para que nadie lea nunca–. Hay muchos familiares afuera, esperando preocupados a mis pacientes imaginarios.

“Ese suéter, te lo regalé yo, ¿no?”, le pregunto. No me escucha, pero no le doy el gusto de repetir lo que he dicho a un volumen más fuerte. Lo digo aún más bajo pero solo consigo que se olvide. Me molesta que no me escuche, que no me pregunte qué le quiero decir, me molesta que además de la memoria también esté perdiendo el oído sin avisarme, que pretenda reservarse su vejez sin deteriorarnos a todos, que se la guarde con la desvergüenza con la que nos esconde la vida que tuvo antes de nosotros. Me encabrona que conduzca un auto bajo y no logre mantenerlo en un carril, que me aleccione con sabiduría barata, a mí, que estoy vieja a mi manera y cansada de las separaciones propias. Que su memoria selectiva le permita interesarse por las noticias pero no por su hija. Si él no volvió a su país, si él se ahorró el trastorno del regreso, ¿por qué yo regreso endeudada con él, sus silencios y su envejecimiento? Pero ya es demasiado tarde para no volver.

“Ese suéter te lo regalé yo, ¿no?”, le pregunto, fingiendo una voz más fuerte. Es un suéter de lana gris claro, que lleva sobre una camisa blanca que se muestra por el cuello fajada en unos pantalones de pana. “Creo que sí”, dice. “Es muy bonito”, presumo mi buen gusto. “Es calientito”, responde mirándose la barriga. Una barriga blanca envuelta con piel agrietada, cuyos pliegues caen sobre una maraña de los únicos pelos de color en su cuerpo, que esconden un miembro marchito.

Lo observo con detenimiento, como cuando leo más lento un libro para que no se termine. Trato de acostumbrarme a las manchas de sol que han ensuciado su rostro, a sus cejas grises despeinadas y sus párpados colgando. Durante los últimos años, mi padre había sido una voz que se alegraba de responder el teléfono los domingos por la noche. Era el proveedor de testimonios con los que a la distancia imaginaba una nueva tradición de la muerte, entramada por los cuerpos sin vida que aparecen todas las mañanas en las noticias. Era mi reportero oficial de la inseguridad a la cual he decidido regresar. Observo su calma, pero no la reconozco. Lo miro y no me importa que se dé cuenta. Él no me mira, no se apiada de mí. No hay manera de que no duela. Tal vez lo que está escondido en él no es más que una lógica del abandono incompatible con la mía.

Llegamos a la colonia Narvarte. Algunas calles siguen como las dejé. Esta es una ciudad que muta caprichosamente. De un balcón cuelga un letrero que dice: “esta casa no se vende”. Mañana es Día de Reyes y los vendedores que caminan entre los autos sostienen ramos de globos de colores. Damos algunas vueltas para encontrar estacionamiento. Dejamos el auto frente a una pequeña farmacia que tiene un par de bocinas que emiten música electrónica a un volumen ensordecedor, y ruego por que esta no sea la banda sonora de mis próximos sábados. Bajamos las últimas dos maletas que quedaban en casa de mi padre y tocamos el timbre del edificio. La portera tiene mal la cadera y camina despacio hasta la puerta, apoyándose en su bastón. Sabemos que se acerca porque su llavero suena. “Buenos días, el departamento está abierto”, nos dice mientras jala la puerta con esfuerzo. Subimos cada uno con una maleta al primer piso, maletas llenas de ropa que no tuve la paciencia de doblar cuidadosamente por salir pronto de esa casa de mi padre que ahora parece un hogar para ancianos, con numerosas libretas abiertas donde toma nota de los achaques que recuerda y con un cajón entero de la cocina dividido en pequeños espacios designados para diferentes medicinas.

Empujo la puerta del departamento número tres, en la puerta espero a mi padre, que todavía no llega. No hay cortinas, por las ventanas se ve la ropa colgando de los tendederos de los edificios vecinos.

La música electrónica se cuela hasta donde estamos. Arrastramos las maletas hacia la que será mi habitación, donde no hay más que un colchón envuelto en plástico, más caro que la renta mensual de este departamento vacío.

Aprovecho para darle a mi padre una copia del contrato del departamento en el que fungió como aval. Lo enrolla con las dos manos. Cuando me entregaron el documento, noté que su firma, que antes terminaba en una curvatura que casi daba la vuelta al garabato que la antecede, cambió. Ese último gesto elegante desapareció. Ahora firma con un dibujo breve, más sobrio que el que aparece en su identificación oficial y a veces tiene que ensayar la versión original de su propia firma. Debe recrear una identidad que al final de sus años resulta artificiosa.

Le pregunto si quiere quedarse un rato, podemos encargar una pizza o lo que a él se le antoje. Responde que no, está cansado. Me toca arremangarme y habitar México. Me corresponde lo que él no hizo, regresar: acomodarme en las nuevas versiones de la ciudad y de sus personas, sobre todo la de este viejo que en mi ausencia se tragó a mi padre. Me corresponde andar rutas y familiarizarme con los letreros y los olores de las calles; repetir los caminos trazados hasta que llegar aquí sea llegar a casa; perderme en sus barrios hasta sacudirme la incómoda sensación de novedad; encontrar los mercados para comprar; tocar puertas para recopilar los retazos de mis historias, dedicarme a ordenarlos y empezar a confeccionar memorias nuevas con recuerdos desvencijados, para reparar el origen, aunque ya no para desdoblarme, porque el desbordamiento de la carne duele, más bien para expandir mi personalidad en una sola ideología.

Lo acompaño a la puerta. “Bueno, hijita…” Termina la frase con un abrazo. “Más fuerte”, digo en un tono un poco berrinchudo. Suelta una risa suave y me estruja débilmente. Escucho de cerca el aire que exhalan sus pulmones e imagino sus labios cuarteados al lado de mi oído. ~

 

Este relato fue publicado en la versión para iPad de julio 2015

 

 

+ posts

Ciudad de México


    ×

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: