Lo más misterioso, lo más seductor de todo es que cada uno de ellos sea distinto, pese a formar en un ejército de siete mil, que cada uno inspire su propia gesta, su propia leyenda. Ahí están, dos mil guerreros muertos y felices (dos mil son los ya desenterrados, pero se cree que hay otros cinco mil y hasta muchos más bajo tierra), marchando en formación de batalla hacia no se sabe muy bien qué. ¿La búsqueda del Paraíso? Y sin embargo, por alguna razón que sin duda tiene que ver con los dioses y el más allá, ese orden militar no les iguala sino que a todos les permite conservar su propia alma. Un prodigio, sin duda.
El siguiente portento es que todos esos muertos de la misma edad, 2,200 años, combinen fortaleza y dulzura. Que no contentos con ser distintos logren el milagro de ser al tiempo guerreros y poetas. Pues eso es lo que proclama su extraordinario aspecto con ropa china de abrigo, bufanda y moño, en el que destacan, siempre, dos rasgos decisivos: la marcialidad y la imaginación. Está claro que son guerreros, tipos de más de un metro ochenta de los que es mejor no encontrar en un campo de batalla, y está claro también, por la sonrisa y en general una mirada de frente, sin equívoco, que se trata de gente noble, capaz de reconocer y saludar el valor ajeno. Es decir, verdaderos caballeros. Pero hay algo más, en su aspecto, que sugiere algo superior a los habituales trazos de las pinturas de soldados, trátese de Velázquez y sus lanceros también alineados, o del renacentista Ucello, que pintaba las batallas en colores y en dorados para resaltar los cadáveres en escorzo y proclamar el nuevo hallazgo de la perspectiva. (Goya en cambio pintaba el lado bestia de la guerra, y quizá por eso sus animales ocupan bastante sitio).
¿Qué miran? ¿Por qué parecen felices?… ¿Qué están esperando? Los misterios se suceden y crecen en la contemplación de los guerreros de terracota de Xi’an, y empiezan nada más llegar al pabellón central de los tres que exhiben las excavaciones de la tumba del primer emperador de China. Uno entra en un edificio discreto pero construido con los amplios espacios de la elegancia china, sube unas escaleras, cruza una gran puerta como si fuese a visitar a alguien importante, se asoma a una barandilla y se los encuentra de frente: dos mil soldados sonrientes, en formación de batalla en dirección a los pies del visitante, congelados en tierra desde hace veintidós siglos. Créanme: es una visión inaudita y, si es primera hora de la mañana y el sol entra por el Levante e ilumina al ejército con la luz con que, en efecto, comenzaban las batallas, entonces es una de las más extraordinarias que este peatón ha presenciado nunca.
Entre otras cosas porque, si el viajero no se deja atrapar en los ritmos de la rentabilidad turística (el chofer de nuestro taxi no acertaba a entender que quisiésemos pasar un día entero en una visita “que dura dos horas”), el recorrido del sol, y sobre todo un inteligente sistema de iluminación por los lados, van entregando un ejército renovado de hora en hora por muy diversas emociones.
Y que terminan imponiéndose, incluso, a las barandillas para impedir el paso, o a la cantidad de espectadores. El lugar es tan grande (casi 15,000 metros cuadrados, 38 filas de guerreros) y sobre todo el espectáculo tan poderoso que lo que no puedo sino llamar dignidad de los soldados termina impregnando incluso a los visitantes, y eso que como es sabido el turismo correoso es quizá el fenómeno de masas más difícil de domesticar del mundo. Con el paso del día la elegancia de los guerreros de terracota se había trasladado incluso a una mujer que les limpiaba el polvo. Y otra cosa: en todo el enorme galpón se había terminado por instalar lo cual no deja de ser natural, tratándose de muertos una paz desafiante en estos tiempos casi post racionalistas, que una vez vivida y vista a distancia, resulta que era una paz metafísica: sólo eso puede explicar las sonrisas, la unidad, la calma de toda esa tropa de guerreros poetas mientras acompañan a un muerto. Un muerto, por cierto, que aún no hemos visto.
Se trata de Ying Zheng, que subió al poder siendo niño y reinó en Qin Xiaogong, antecedente de lo que hoy llamamos China, desde el 259 al 210 antes de Cristo. En el año 221 conquistó los seis estados rivales, eliminó el poder feudal y unificó el país bajo un primer poder central que dura hasta hoy, en una extensión que equivale a la mitad de la actual China: algo descomunal para la época. Entonces adoptó el nombre de Huang Di, “soberano supremo”, o emperador, si se prefiere.
Y aparte de medidas de unificación de enorme trascendencia, por ejemplo en la caligrafía, que simplificó, ese primer emperador mandó construir la Gran Muralla 2,200 kilómetros de muro para defenderse de las incursiones mongolas, que entre otras cosas esquilmaban las cosechas y varias docenas de palacios. El monumentalismo iba asociado a la idea de inmortalidad, y en la búsqueda de su fórmula definitiva Ying Zheng organizó varias expediciones. Todo ello ayuda a comprender que dispusiera la construcción de una tumba en la cual zarpar con ciertas garantías en el viaje hacia el Paraíso, o lo que fuera que les esperase al otro lado.
Se ha pensado que el emperador y su ejército buscan el Paraíso entre otras cosas porque el mausoleo se orienta hacia el Este, donde se supone que está, lo que también ha permitido especular sobre las eventuales creencias taoístas del monarca. Pero aunque todo en la tumba tiene una intención, como cualquier cosa en China, hoy nada está tan claro en un mausoleo que reproduce, literalmente, el mundo: no sólo palacios y empalizadas y sistemas de autodefensa con flechas automáticas que condenaban a muerte a los ladrones, sino también el sistema fluvial chino, incluidos el río Amarillo y el Yang-Tse que desembocan en un océano en miniatura, y todo ello con el uso de mercurio, que también en aquella época era muy valioso: en los alrededores se han encontrado abundantes restos. El suelo intenta reproducir una orografía exacta, y el cielo está lleno de estrellas, lo que, entre otras cosas, recuerda la invariable vocación china de explicarse la vida a la luz del cosmos. Además, un séquito funerario de muchos miles de hombres cuyo número exacto nadie conoce hoy pero que, en la variedad de sus rasgos y expresiones los cuerpos sí están hechos con pocos moldes sugieren que se trataba de una reproducción reconocible de la Corte y el ejército del emperador, incluidos los escalafones de las diversas armas, y carros y caballos también magníficos.
Para darse cuenta de hasta qué punto es extraordinaria esta tumba excavada a 60 kilómetros al este de Xi’an en una colina de 170 metros de alto y 2,5 kilómetros de circunferencia (la extensión total del mausoleo abarcaría 56 kilómetros cuadrados), baste pensar que, aunque en 1974 se produjo el hallazgo casual de varios cuerpos de guerreros en las excavaciones para un pozo de agua, desde mucho tiempo atrás circulaban todo tipo de historias sobre el mausoleo: pero lo que contaban era de tal calibre que todo el mundo lo escuchaba como leyendas. En los Anales de Primavera y Otoño de Lu, el mausoleo estaba descrito como “una tumba alta como una montaña cubierta por un bosque y con una casa de invitados tan grande como una ciudad”, en el convencimiento, muy de la etiqueta china (Lu), de que se debe tratar a los muertos exactamente igual que los trataríamos si estuviesen vivos.
Una de esas historias es la que habla de unas 170,000 personas participando en la construcción del mausoleo (hay quien maneja cifras mucho mayores), con toda probabilidad prisioneros. Visto que también se han encontrado restos humanos, es más que probable el exterminio de los artesanos que participaron en la construcción de la tumba propiamente dicha, para evitar en lo posible, como en Egipto, que los ladrones averiguasen sus secretos. No sabemos si lo consiguieron porque las excavaciones no han resucitado aún al emperador. Lo descubierto en tres grandes excavaciones cubre unos 20,000 metros cuadrados.
Sin más autoridad que la intuición (aunque esa es poderosa), dudo que el hallazgo final de la tumba pueda superar el espectáculo único del ejército de los muertos caminando sonrientes hacia el Paraíso. Mezcla de documento histórico digno del cuento en el que Borges creó un mapa tan exacto que se superponía al original; de instalación que ilumina cierto arte contemporáneo, como el del fallecido Juan Muñoz; de conversión del marrón-gris en el color del universo, una vez los guerreros desteñidos de los abundantes colores que los vestían como al Partenón de Atenas; de alarde de escultura, aunque no se pueda comparar con los kuros griegos: es otra cosa; de teatro, sin duda, aunque sea teatro de la inmovilidad y sean la luz y el tiempo los que hagan avanzar la obra; y en todo caso de tragedia así es la épica, le podríamos explicar a un chico, el ejército de los guerreros muertos de Xi’an habla de un mundo remoto y quizá desaparecido, en el que a juzgar por las caras de los guerreros los valores estaban claros y se sabía por qué valía la pena morir. Y a la vez se abre, sin que se sepa muy bien cómo ni por qué, hacia esa capacidad de sugerencia que sólo produce el gran arte. Más aún, la capacidad de sugerencia es una pista infalible para reconocerlo. –
Pedro Sorela es periodista.