Los gobiernos juegan un papel muy importante en la protección ambiental, para lograrlo cuentan con una amplia gama de instrumentos como programas de información y educación, regulaciones legales y campañas de comunicación. Hasta antes de la intervención del Estado los mercados no tenían incentivos para internalizar los costos ambientales, resultado de algunas de sus actividades. Con la implementación de instrumentos fiscales (impuestos y subsidios) se ha logrado que los contaminadores o depredadores de los recursos paguen esos costos, ya sea en la producción o en el consumo.
A lo largo de enero publicaremos una serie sobre impuestos y subsidios ambientales: qué son, cómo funcionan, qué papel juegan en el sistema tributario y en los compromisos ambientales de distintos países.
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“La ciudad de Nueva York, capital industrial y cultural del mundo. Entre sus rascacielos, la civilización es conducida por hombres de progreso y por las maravillas de la tecnología. Pero hay un precio a pagar por todo este desarrollo industrial: la contaminación, el inevitable daño colateral para la sociedad contemporánea. Cada año millones de galones de desperdicios venenosos, basura y químicos radioactivos son depositados en pueblos aledaños, como Tromaville, la capital mundial de desperdicios químicos tóxicos”
Así comienza El Vengador Tóxico (The Toxic Avenger, 1985), película ignorada en su tiempo pero que hoy es considerada de culto como muestra del cine de bajo presupuesto y pocas aspiraciones estéticas. La película cuenta la historia de un nerd llamado Melvin Ferd residente de Tromaville, Nueva Jersey y cuya vida sufre una drástica transformación al caer en un tambo lleno de residuos químicos tóxicos. Además de quedar irremediablemente desfigurado, Melvin adquiere poderes y termina por convertirse en un superhéroe ambientalista. La historia de El Vengador ha dado para novelas, comics, dibujos animados y hasta un musical off-Broadway.
Y si bien la película de “Toxi” -como le decimos los fans – encarna lo peor de los ochenta: violencia extrema, desnudos gratuitos, humor basado en estereotipos y payasadas; me gustaría aventurar una nueva lectura sobre el tema nodal de El Vengador Tóxico: el medioambiente.
Hoy día encontrarse con un tiradero de residuos tóxicos no es tema de ficción. En México están los ejemplos de en Zimapán, una comunidad de Hidalgo en la que se construyó un basurero para las sustancias químicas utilizadas en la minería y cuyo caso ha sido documentado ampliamente en Bienvenidos a Zimapán: Cementerio Tóxicodel Canal 6 de Julio (2006). Están también, en Sonora, la contaminación por plaguicidas en Huatabampo y los polvos mineros en Nacozari. En Perú el agua de la ciudad de Oroya está contaminada con plomo y otros metales pesados. La Amazonia del Ecuador sufrió grandes pérdidas en su biodiversidad producto de la contaminación petrolera que dejó la compañía Chevron-Texaco. En Agbogbloshie, Ghana existe un gigantesco vertedero de basura electrónica y el desastre ecológico que ha ocasionado la introducción de perca del Nilo en el Lago Victoria (en la zona centro-oriental de África) ha sido también documentado en La Pesadilla de Darwin (2004). Estos son tan solo unos pocos ejemplos de actividades industriales que perturban la biosfera, contaminan los recursos hídricos, alteran las actividades productivas básicas como agricultura, la ganadería y la pesca; y afectan a las comunidades aledañas.
Nuestra relación económica con el planeta, sus sistemas y sus recursos se ha ido transformando bajo un esquema de complicada codependencia. Bajo la visión clásico-cristiana, la naturaleza está ahí para que la domemos y subyuguemos. La Ilustración y el racionalismo del siglo XVIII cristalizaron esta idea contraponiendo la civilización –limpia y ordenada- a lo “natural” –salvaje y sucio-. En el siglo XVIII surgió la fisiocracia, escuela francesa de pensamiento económico, que consideraba a la agricultura como la actividad productiva más digna y a los recursos naturales como fuente de todas las riquezas, tanto para los Estados como para sus ciudadanos. Sin embargo, Thomas Malthus y David Ricardo alertaron que las necesidades de producción pronto superarían la capacidad de la tierra para proveerlas. Más tarde, durante la Revolución Industrial apareció la idea de que la tecnología podría sustituir a la naturaleza, pero aparecieron también las voces de alarma de los llamados “ingenieros economistas”, quienes observaron que la producción desmesurada estaba trastornando los ciclos biogeoquímicos del planeta. Finalmente, en la segunda mitad del siglo pasado los economistas neoclásicos retomaron las teorías de Arthur Pigou y Ronald Coase para crear la economía ambiental, la cual propone hacer una valoración monetaria del medio ambiente.
Hoy día hay dos cosas que tenemos claras:
- En tanto que no somos entidades aparte del orden natural, nuestras actividades económicas tienen su principio y su fin en el planeta (por lo menos hasta que encontremos el modo de explotar los recursos extraterrestres y tirar basura de manera sistemática en el espacio).
- El aumento en la producción de bienes y servicios de las últimas décadas ha ocasionado que los problemas ambientales dejen de ser locales y se conviertan en globales.
La economía ambiental se basa en la premisa de que tratamos muchos de nuestros recursos naturales como si no fueran bienes económicos, es decir como si no fueran escasos y no tuvieran un horizonte de agotamiento previsible. La degradación y desperdicio de recursos –dice la teoría- es la consecuencia de que no tengan precio, ni dueño. No hay incentivos para cuidarlos. Pero, si los convertimos en bienes económicos, esto es, si les ponemos un valor y los incorporamos al mercado, podrían ser mejor gestionados.
Uno de los inconvenientes de la economía ambiental es que los mercados suelen tener fallas y con frecuencia no funcionan adecuadamente a la hora de suministrar bienes y servicios. Un tipo de fallo es el que se conoce como externalidad, pues de acuerdo con Joseph Stiglitz: “existen muchos casos en los que los actos de una persona o empresa afectan a otras personas o a otras empresas, en los que una empresa impone un coste a otras pero no las compensa, o en los que una empresa genera beneficios a otras, pero no recibe ninguna retribución a cambio.” Una vez más, de acuerdo con la teoría, esto sucede porque ni los costos ni los beneficios están incorporados al precio de esa actividad determinada.
Vuelvo ahora a El Vengador Tóxico, Melvin ha sido víctima de una externalidad, pues se ha visto afectado por la basura tóxica que produjo alguien más. Los costos –sociales y económicos- de haber quedado desfigurado son una externalidad negativa, aunque podría decirse que recibir superpoderes es una externalidad positiva. Además, con toda seguridad no solo Melvin ha resultado afectado por los residuos tóxicos sino toda su localidad.
Así pues, lo que una externalidad genera son costos privados que se transfieren a la sociedad. No hay duda de que alguien pagará por ellos, la pregunta es quién y bajo qué mecanismo. ¿Las compañías contaminantes? ¿Los clientes que compran sus productos? ¿El gobierno? ¿El pueblo contaminado? El asunto puede parecer trivial aplicado a Tromaville, sin embargo es la misma pregunta que está en el fondo de los casos a los que me referí antes, en los que comunidades enteras han sufrido daños a la salud, degradación de recursos aledaños y baja en su productividad.
La teoría propone que es necesario que los costos se integren al proceso de producción y consumo. No es la única forma, pero una de las más comunes es que el gobierno aplique un impuesto que corresponda al valor del costo social o ambiental infringido a la comunidad. En principio, la idea es que quien ocasione el daño, pague; las industrias de la costa Este y el Midwest de Estados Unidos pagarían al gobierno y este usaría el dinero para compensar a Tromaville. Eventualmente la derrama económica y los beneficios sociales alcanzarían también a Melvin en forma de mejores servicios de salud, empleos y, claro, un medio ambiente más sano. De este modo las compañías las mineras, por ejemplo, pagarían el costo de los daños que ocasiona su material de desecho. Pero no se trata solo de compensar, el objetivo final de los impuestos ambientales es reducir la producción de cualquier bien o servicio involucrado en el deterioro. Uno de los malentendidos más comunes con respecto a estos impuestos es que se trata de una especie de castigo a las empresas. Nada más lejano de la verdad, pues si bien es cierto que las empresas pueden reducir su margen de ganancia, la realidad es que mientras puedan transferir el costo a sus consumidores aumentando el precio, lo harán. De cualquier modo, si los precios aumentan, los consumidores comprarán menos y el resultado será el mismo: menos producción.
En el fondo lo importante para este esquema no es quién pague, sino que alguien pague para que el problema se solucione. Es cierto que este sistema tiene sus limitaciones. Por un lado, asignar valor monetario a un costo social tiene un fuerte componente de subjetividad: ¿cuánto dinero compensaría haber quedado incapacitado de por vida? ¿Cuánto cuesta perder un bebé debido a malformaciones genéticas? El otro gran problema está en lo que se conoce como “elasticidad” o la falta de la misma. Esto quiere decir que existen bienes que no importa cuánto suban de precio, la gente seguirá pagando por consumirlos en la misma cantidad. De ser esto cierto, el efecto de los impuestos reduciría el poder adquisitivo de la población sin solucionar el problema que les dio origen.
El problema del costo social medioambiental es recíproco, pues corresponde tanto a los que producen, como a los que consumen. Pero hay problemas con un trasfondo social y político tan complejo que no se pueden resolver simplemente con impuestos.
(ciudad de México, 1973) es autor de la novela No tengo tiempo (Alfaguara, 2009) premio Caza de Letras y Animales que ya no están (El Arca, 2012).