Hace ya dos años del estallido de la primavera árabe. Cada país ha tomado un camino distinto. Ninguno es un éxito, pero si hay uno que es un desastre, es Siria. El 15 de marzo de 2010 hubo una pequeña manifestación en una ciudad del sur, Daraa, porque el régimen había detenido y torturado a unos niños que habían pintado grafitis en apoyo a la caída de otros regímenes.
Parece que aquello fue en otra época. Siria pasó por unas primeras manifestaciones pacíficas. Luego vinieron los primeros disparos del régimen, que con los meses se convirtieron en represión y luego en masacres en ciudades determinadas. Cada vez había más muertos. Cuando se vio que el gobierno no iba a ceder nada, los civiles y desertores se unieron en grupos que formaron un variado Ejército Libre de Siria. Llegaron también desde el extranjero –sobre todo Irak– grupos de islamistas que formaron la organización Jabat al-Nusra junto con locales. Hacía ya tiempo que en Siria no solo había una revolución o revuelta, sino una guerra. La única ciudad que no ha visto combates en el centro es Damasco. Es difícil saber cuánto aguantará.
Los esfuerzos internacionales han pasado por varias etapas. Las ayudas del Golfo y Turquía al bando rebelde, y las de Irán y Rusia al gobierno son las que se han mantenido más constantes. Pero nadie ha conseguido doblegar al rival. La ONU envió primero a Kofi Annan y luego a Lakhdar Brahimi, que va ya por su plan C. En la presentación de ese plan, Brahimi dijo: "No hay una solución militar en este conflicto, al menos no una que no destruya Siria del todo". Es verdad. Ninguno de los dos bandos parece capaz de acabar con el enemigo en seguida. Tras una victoria militar la reconciliación sería imposible.
La dificultad es que tampoco hay alguna salida política que parezca razonable. La primera condición es que el presidente Asad, su familia y sus aliados más próximos se retiraran del panorama. Es difícil; sin presión de sus aliados no lo harán, y por ahora no siente ninguna. Tampoco nadie con peso –la OTAN o Estados Unidos– parece dispuesto a implicarse del todo y ayudar a los rebeldes hasta el final. Si no hay algún gran golpe, Siria parece destinada a más meses de caos, muerte y refugiados.
Egipto tiene un camino menos sangriento, pero también complicado. La revolución la hicieron sobre todo jóvenes laicos egipcios en Tahrir, ayudados en momentos clave por jóvenes islamistas. Fueron días de unión y grandeza. Pero tras la salida de Mubarak la lucha por el poder ha sido dura. Los Hermanos Musulmanes han ganado todas las elecciones: dos referéndums, dos elecciones para órganos legislativos y dos rondas en las presidenciales.
Los problemas del país seguían siendo los mismos que con Mubarak: estabilidad, empleo, seguridad. El gobierno necesita un crédito del Fondo Monetario Internacional, que solo logrará si corta subsidios que rebajan artificialmente el precio del combustible y alimentos. Si lo cumple, habrá más rabia en la calle. Estos días se han juntado las manifestaciones por el segundo aniversario con las protestas por un juicio que condenó a 21 jóvenes en Port Said por la muerte de 74 aficionados en un partido de fútbol hace un año. Es una situación que impide estabilidad para reformar, atraer inversión extranjera, turismo. No augura nada bueno.
El gobierno de los Hermanos Musulmanes gobierna sin mejorar el país y acusa a la oposición de la violencia y de no colaborar (incluso los salafistas se han vuelto en su contra). La oposición laica acusa a los Hermanos de no ceder poder en momentos claves de una transición, sobre todo en la Asamblea Constituyente. El ejército, mientras, vigila y advierte desde atrás que no quiere perder sus privilegios. En abril debería haber legislativas. La oposición sigue sin una estructura política que le permita ganar una mayoría, pero esperan reducir la mayoría de los Hermanos. No ha habido grandes gestos ni figuras en Egipto para pilotar la transición. Avanzan tan mal como saben. El leve consuelo es que no son Siria y los tanques no están en la calle, y que dos años son pocos para una transición a un sistema nuevo.
(Barcelona, 1976) es periodista, licenciado en filología italiana. Su libro más reciente es 'Cómo escribir claro' (2011).