Escuché hoy en la mañana una entrevista de Carmen Aristegui con Guillermo Arriaga a propósito de su nominación al Óscar por el guión de Babel. Más allá de los lugares comunes propios de la entrevista telefónica en directo, que demanda improvisación por todas partes, encontré prácticamente doloroso que le preguntara sobre su rompimiento con González Iñárritu, un asunto que no podría ser más privado. Arriaga esquivó como pudo el gancho y llevó la conversación al territorio que le interesa, que es la pregunta sobre la autoría de una película.
En términos muy generales, piensa que un guión de cine es equivalente a una partitura que el director interpreta con su propio genio. Lo que deduzco del asunto –entre otras cosas seguramente más importantes, como la distribución de los dividendos o el control de los derechos- es que Arriaga preferiría que los pósters de las películas se parecieran a las portadas de los discos: Ravel arriba y en tipografía de 30 puntos, y André Previn abajo, a unos 18.
La verdad es que el cine no me ocupa tanto espacio mental como para desvelarme pensando en las consecuencias legales o culturales del asunto, pero hay un filón de la disputa que me interesa: lo que de primera impresión parece un argumento montado en la soberbia –figurar en primera línea y en letra gorda en los pósters—es en realidad una teoría extrema de la recepción, una propuesta anarquista y brava, que de ser llevada a sus últimas consecuencias terminaría produciendo una idea más realista y humilde del oficio literario.
Si el autor de un guión es en realidad el creador de una película y quien la dirige un intérprete con sus propias virtudes, en el caso de los libros, el autor sería el creador y el lector otro artista, que interpreta virtuosamente una línea de signos. Si éste fuera el caso, podríamos decir, entre aliviados y plenos, que, por ejemplo, Guerra y paz es de Tolstói y González y Pedro Páramo de Juan Rulfo y el señor Torres. Las novelas, después de todo, también son de quien las trabaja.
Habría de entrada, por supuesto, un desorden general. Tendríamos semanas terribles en las que La cartuja de Parma fuera de Stendhal y Carlos Cuauhtémoc Sánchez y otras fabulosas en que Los marranos del patíbulo fuera de Tijuana Urrutia y Mario Vargas Llosa. Luego el escándalo se diluiría, nos acostumbraríamos y haríamos el descubrimiento de que ya estamos en el futuro: el momento premonido por Breton en que el arte fuera hecho por todos. No sólo sería vindicada la idea del lector –verdadero y solitario héroe de la historia de la literatura-: se acabarían los Grandes Autores, los Intérpretes del Alma Nacional, los Dueños de Escrituras Totales. Dedicarse a escribir libros quedaría en lo que en realidad siempre ha sido: un oficio de clase media.
– Álvaro Enrigue