Georg Brandes, el danés errante (3 de 9)
Volvamos, una última vez, a la infancia de Brandes. No era Copenhague un mal sitio para vivir, una pequeña ciudad letrada y liberal no demasiado a disgusto con el esplendor perdido de Dinamarca y liada en pequeñas disputas con sus ingratos vecinos del norte, Suecia y Noruega. Un par de guerras limítrofes con Prusia (en 1842 y 1864), por la posesión de Schleswig–Holstein lastimaron la vida de los daneses, pero la narración del barullo bélico en las propias memorias de Brandes, se confunde con las aventuras de sus soldaditos de plomo. Nada grave aquejó a Dinamarca que se pareciera a las guerra de Crimea o a la franco–prusiana, horrores del siglo XIX que anunciaron al XX, como lo supo Brandes, quien puso en 1914 todo su prestigio a cuenta del pacifismo y de la neutralidad, causas entonces equívocas e impopulares.
Brandes, como es natural y casi obligatorio en un hombre de letras, habló mal de su país y lo abandonó varias veces dando un portazo, espantado por los obispos luteranos que lo maldecían en el púlpito por ateo o declarándose harto de la envidia de sus colegas y de las dificultades que le pusieron en la universidad. Pero murió en la ciudad donde nació, quizá convencido de que su destino de archieuropeo no se le hubiera cumplido de no haber sido danés, el danés errante.
La primera juventud de Brandes no fue distinta a la de muchos otros escritores: el primer ensayo, dedicado a un admirado poeta contemporáneo (Frederik Paludan–Müller) en 1865; un año después la muerte brutal y formativa de uno de sus mejores amigos (la de Ludvig David en Roma); la tesis doctoral (French Esteticism in Our Day); el primer viaje a París en 1866 y el primer beso, a una joven brasileña, cuando el crítico tenía la insólita (a nuestros ojos) edad de 24 años. Ese retardo emotivo –como él mismo lo calificaba– se acompañó de la búsqueda de mujeres mayores como amantes de iniciación. Tal fue el caso de la libre pensadora Caroline David (hermana de su amigo muerto) y de Magdalen Thorensen (1855–1890), quien lo introdujo a la endogamia escandinava, pues, como lo fue de Brandes, había sido íntima amiga de los escritores noruegos Bjørnson e Ibsen.
El primer encuentro entre Ibsen y Brandes fue en Dresde el 14 de julio de 1871. El joven escritor venía de pasar seis meses desastrosos en Roma, donde cayó enfermo, primero de tifoidea y luego de flebitis, quedando al cuidado del consulado danés y de algunos conocidos caritativos y desinteresados. En ese trance, las cartas de Ibsen, quien se tomaba muy a pecho su papel como la conciencia errante de Escandinavia en Europa, fueron decisivas para mantener en alto el ánimo de Brandes.
El encuentro de Dresde transcurrió a la sombra de la derrota de Francia ante los prusianos, derrota que a afrancesados como Ibsen y Brandes les sentó pésimo. Menos claro era lo que pensaba Ibsen (en la rara medida en que se le podía considerar liberal a quien fue llamado “neorreaccionario” por Ganivet) de la derrota de la Comuna de París. En una carta a Brandes, Ibsen se dijo mortificado porque aquella revuelta invalidaba su “excelente teoría del Estado, o mejor dicho, del no–Estado.”(1)
Ante Ibsen, Brandes es un joven exaltado (exaltado por Ibsen, sobre todo), ya aborrecido en Dinamarca por su celo anticlerical y un crítico en la víspera de publicar la primera entrega, dedicada a los emigrados de la Revolución francesa de lo que será su obra cumbre, Las grandes corrientes de la literatura del siglo XIX (1872–1890). Y ante Brandes, Ibsen aparece sometido a las irregularidades propias de un momento de transición (para usar un pleonasmo como concepto). Está enfrascado, como autor teatral, en el duelo entre el verso, que lo había presentado en sociedad, y la prosa, que le colocará entre los genios: abandonó el drama rimado en favor de la poesía. Peer Gynt está versificado en dos métricas diferentes, una de las cuales imita las baladas medievales noruegas.
El Ibsen al que Brandes trata ya es el autor de Brand (1866) y de Peer Gynt (1867) y en aquellas fechas se demora en César y Galileo (1873), la obra sobre la elección que hubo de hacer el emperador Juliano el Apóstata entre el paganismo y el cristianismo, oscilación que para Brandes es más actoral que religiosa, un duelo de temperamentos entre lo místico y lo racional, pues el crítico, al retratar a Ibsen, lo presenta como un hombre dueño de su tiempo en la medida en que divide y al hacerlo abarca el pasado y el futuro.
Tan pronto se encontraron ambos escritores se pusieron a hablar mal de un colega, Bjørnstjerne Bjørnson (1832–1910), cuyo nombre completo suena en noruego como si dijésemos el señor dos veces oso, según leo en Hombres del norte (1898) del enterado Ganivet. Bjørnson fue el poeta nacional noruego que tuvo la desgracia de ser contemporáneo de Henryk Ibsen (1828–1906) y por ello, fue víctima de un fatal equívoco en el cual Brandes tuvo mucho que ver. En el tercero de los ensayos dedicados a Ibsen, el de 1898, Brandes no se aguantó las ganas de recordar aquellos años en que el conservador Bjørnson calificaba como rival de Ibsen. Pese a haber sido Premio Nobel en 1903, este escritor desapareció de la escena internacional. A diferencia de Ibsen, Bjørnson nació grande y no teniendo que luchar por nada, se extinguió pacíficamente, según leemos en Eminent Authors of the Nineteenth Century (1886), una de las colecciones de retratos literarios de Brandes.
De su entrevista con Ibsen a Brandes sólo le perturbó la flor que el dramaturgo llevaba en el ojal y hablaron mucho de teatro, de la temporada parisina, sobre todo y del gran papel de Sarah Bernhardt, entonces una jovencita, en El otro, de George Sand. Las diferencias brotaron con naturalidad porque a Ibsen le disgustaba John Stuart Mill (y Brandes ya era entonces el traductor de La esclavitud de la mujer) cuya filosofía calificaba de sofística y farisea.
Se repite con arrogancia disfrazada de modestia, que los libros no cambian al mundo y contra esa inexactitud están obras de Ibsen (como Casa de muñecas, Hedda Gabler, etc.) que tornaron irrefrenable la libertad de la mujer en Occidente. De hecho y de derecho, un libertador de las mujeres, Ibsen toleraba muy mal las opiniones feministas difundidas por publicistas radicales como el joven Brandes. Cuando emprendió otra traducción de Mill (Utilitarismo en 1873), Ibsen le hacía saber que estaba perdiendo su tiempo con un filósofo inferior a Séneca o Cicerón.
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(1)Michael Meyer, Ibsen. A biography, Doubleday, New York, 1971, p. 143.
(Una versión anterior de esta serie se ha venido publicando en el suplemento El Ángel de Reforma a partir de febrero de 2008)
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile