El delfín de Fidel. Dos visiones sobre la era post-castrista

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1. Cuba seguirá enloqueciendo

a Estados Unidos–

Mientras el bloqueo estadounidense siga impidiendo prácticamente cualquier interacción con Cuba, Estados Unidos no tendrá ninguna influencia real en la isla y Hugo Chávez seguirá siendo el personaje más influyente en ese país. Sí: aún más influyente que Raúl Castro. Quien controla el presupuesto controla el Estado. Y de Chávez depende que la economía cubana siga artificialmente viva.

Hay países que enloquecen a otros. Los llevan a actuar irracionalmente y con torpeza. A veces hasta los hacen actuar de maneras que van en contra de sus propios intereses. Éste es el caso de la cuba de Fidel, la cual lleva décadas haciendo que los gobernantes estadounidenses actúen irracionalmente. Nada le habría hecho más daño a Fidel que una Cuba sin obstáculos para interactuar con Estados Unidos, por ejemplo. ¿Cómo explicaría Fidel la bancarrota de su paraíso socialista sin la excusa que le han dado los gringos con su bloqueo económico? Y no es el único ejemplo. Los ha hecho equivocarse con frecuencia: piénsese en incidentes como el de Bahía de Cochinos o en la subcontratación del asesinato de Fidel a la mafia, la emigración de Mariel, el caso de Elián y un sinfín de otros ejemplos. Pero el problema no es sólo que Fidel tiene una brillante habilidad para poner a Estados Unidos en situación de hacer idioteces; también induce en los políticos de ese país un caso agudo de amnesia, que los hace olvidar todo lo que el mundo ha aprendido dolorosamente sobre las transiciones desde el comunismo.

Este conocimiento se puede destilar en cinco máximas bastante simples:

Primera lección: El fracaso es más común que el éxito en la transición a una economía de mercado democrática.

Segunda lección: Mientras más aislado, más centralista y más personal haya sido un régimen comunista, su transición va a ser más traumática y va a tender más al fracaso.

Tercera lección: Desmantelar un Estado comunista es mucho más fácil que construir su reemplazo funcional.

Cuarta lección: Los brutales métodos de un partido comunista monopólico y su criminal captura de las instituciones públicas tienden a ser suplantados por los igualmente brutales métodos de una nueva oligarquía empresarial, que también logra la captura de las instituciones públicas y también las usa para sus propios intereses.

Quinta lección: Introducir una economía de mercado sin un Estado fuerte y eficaz, capaz de actuar con relativa autonomía de los grupos de interés más poderosos (que son usualmente delincuentes) estimula a los empresarios con imaginación y audacia a crear empresas más parecidas a las de Al Capone que a las de Bill Gates. En las economías en transición, el delito paga; los negocios honestos, mucho menos.

De modo que, cuando finalmente Fidel salga del proscenio, y tarde o temprano ocurra la inevitable confrontación por el control del poder entre sus sucesores, y cuando se dé algún tipo de apertura, Cuba va a parecerse más a Albania que a las Bahamas. Los líderes del narcotráfico, del lavado de dinero, del trafico de personas y de armas, añadirán a La Habana –idealmente localizada– a su red de centros operativos. Esto por supuesto tardará más si los precios del petróleo siguen altos. Mientras Chávez siga sosteniendo con sus petrodólares a la economía cubana, será menos necesario para los sucesores de Fidel enfrentar la realidad de que su modelo se debe revisar drásticamente.

A pesar de estas lecciones obvias, los gobernantes estadounidenses suponen, como hicieron en Iraq, que la democracia emergerá por arte de magia y que los exiliados serán la cabeza de una ola de inversionistas que transformará el país en un paraíso capitalista.

Pero, si hay apertura, es más probable que a Estados Unidos le llegue un tsunami de refugiados cubanos que a Cuba una oleada de inversiones productivas. ¿Casinos, drogas, prostitución, turismo y especulación en bienes raíces? Sí, y casi instantáneamente. ¿Fábricas, tecnología, agricultura moderna y empleo para todos? No tanto y no muy pronto.

Políticamente, las fricciones entre los cubanos de Cuba y los de Miami van a hacer de la política en la isla una actividad tensa, brutal y fragmentada. Y gobernar el país no va a ser fácil. Debido a que el sector público cubano está irremediablemente entrelazado con el Partido Comunista, su eventual rompimiento de filas va a paralizar el gobierno.

Inverosímilmente, el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo y el Fondo Monetario Internacional tienen prohibido por Estados Unidos gastar un solo dólar en preparación del caos venidero en Cuba, y evitar o atenuar algunos de estos escenarios.

Es este el vacío que el presidente de Venezuela va a ocupar. Chávez –forrado de petrodólares– le va a extender inmediatamente la mano franca y generosa a Raúl Castro. Las entregas de petróleo barato van a continuar, y Venezuela va a seguir siendo el patrocinador oficial de la economía cubana. La primera prioridad de la política exterior de Chávez va a ser robustecer la alianza con la Cuba post Fidel. En contraste, Bush estará rebasadísimo –por decirlo amablemente– con la situación en Medio Oriente. ¿Y el embargo estadounidense? Bien gracias: va a seguir. Hugo Chávez aprovechará felizmente esta circunstancia, influyendo en Cuba, para así seguir sacando de quicio a Estados Unidos. ~

– Moisés Naím

Traducción de Álvaro Enrigue

 

2. Chávez: ¿Relevo de Castro?

La oposición democrática dentro y fuera de Cuba llama “transición” al periodo abierto por la incapacidad de Fidel Castro para ocupar sus cargos de Comandante del Ejército, Jefe Máximo del Partido y Jefe del Gobierno. En cambio, Fidel Castro y la nomenklatura cubana han preferido hablar de “sucesión”, como si de una monarquía se tratase.

Esa escogencia de palabras es triste y genuinamente hispanoamericana, y deja ver mucho del fracaso de la democracia liberal en nuestras naciones, a casi doscientos años de haber logrado la independencia de España.

En una región caracterizada por haber dado al mundo una significativa cantidad de novelas de altísima calidad que versan sobre dictadores longevos y sobre los extravíos del poder absoluto, no resulta irónico que el caudillo de la única nación comunista del continente salga de escena de modo más parecido al de Francisco Franco que al del Yósef Stalin.

El dictador Franco, suele decirse, quiso dejar todo “atado y bien atado”. Sólo que un dictador muerto no puede estar allí para supervisar, paso a paso, su cuidadoso plan de sucesión.

Pese a que en La Habana las cosas parecen estar desenvolviéndose según lo dispuesto por Castro –“atado y bien atado”–, la lógica shakespeareana de toda sucesión monárquica sugiere,
de modo natural, que haya más de un duque de Gloucester deseando coronarse Ricardo III.

Lo extraordinario es que no todos los duques de Gloucester sean cubanos. El Gloucester venezolano es Hugo Chávez.

Con seguridad, Chávez se siente hoy con títulos suficientes para ocupar el lugar que dejará Fidel Castro en la política latinoamericana del siglo XXI y en la atención que Washington brinde, en la era postcastrista, a nuestra región.

Chávez ha sido el paladín del antinorteamericanismo más estrepitoso que se haya registrado en América Latina después de Bahía de Cochinos, y su ascenso al poder en Venezuela, al ganar las elecciones de 1998, ha jugado un importante papel en modelar la creencia, muy extendida entre observadores extranjeros, de que una marea izquierdista radical está por barrer de un modo irreversible la faz política de nuestros países.

Es natural, entonces, preguntarse si Chávez tiene, hablando en términos taurinos, “lo que hay que tener” para relevar a Fidel Castro en el liderazgo del antiimperialismo latinoamericano. ¿Tiene Chávez, efectivamente, el potencial para convertirse siquiera en una “molestia” permanente, en una crónica piedra en el zapato de Washington, tan persistente e inconmovible en sus posiciones como lo ha sido Fidel Castro? Para responderla con algún grado de acierto, vale la pena considerar la figura del “convaleciente”.

Para comenzar, está la superlativa permanencia de Castro en el poder: 47 años. Doce más que el dictador mexicano Porfirio Díaz, once más que el paraguayo Alfredo Stroessner, diez más que Franco y que el dictador venezolano Juan Vicente Gómez. Kim Il Sung, el déspota norcoreano, sólo alcanzó a gobernar 44 años.

Tan prolongado ejercicio del poder omnímodo sólo es posible en una dictadura totalitaria que no deje espacio alguno a la disidencia. El control de Castro sobre la sociedad cubana encontró gran ayuda en las polarizaciones de la Guerra Fría durante ese medio siglo. Tal control llegó a ser absoluto y le ha permitido, a lo largo de casi cincuenta años, actuar sin contenciones de ningún tipo contra sus adversarios internos. Pero la capacidad de Castro para perturbar el vecindario latinoamericano, o siquiera para predisponerlo de modo algo más que retórico contra Washington, se ha sobrestimado durante demasiado tiempo por muchos de sus simpatizantes latinoamericanos, Hugo Chávez entre ellos.

El prestigio revolucionario de Fidel Castro se remonta a los años sesenta, cuando la Revolución Cubana, todavía nimbada con un aura de juvenil heroísmo, apoyó abiertamente guerrillas izquierdistas en todo el continente que, una a una, fueron fracasando. Es significativo que el papel de Castro en las aventuras militares soviéticas en África, durante los ochenta, comenzó a desplegarse sólo luego de fracasar en la empresa de promover insurgencias a todo lo largo y ancho del continente. Granada puso fin a esas desmesuras extracontinentales.

Si bien el régimen policial de Castro ha podido atrincherarse numantinamente en la isla después del colapso de la antigua Unión Soviética, hace ya mucho tiempo que “exportar la revolución” dejó de ser una prioridad para Cuba. Esto ha sido especialmente notorio luego del fin de las guerras de América Central.

Desde fines de los años ochenta, las ceremonias inaugurales de los presidentes latinoamericanos electos democráticamente contaban ya con Fidel Castro como el invitado especial más sexy. Era un modo sumamente inocuo y barato de mostrar un quantum de independencia frente a Washington. Tan pronto Fidel Castro, el “pariente problemático”, tomaba el avión de regreso a La Habana, su anfitriones adoptaban las recetas del “consenso de Washington” en materia económica.

Chávez no parece haberse percatado de la taimada calidad del antinorteamericanismo en nuestro continente. En la Cumbre de las Américas, llevada a cabo en Mar de Plata en noviembre del 2005, anunció la “muerte del ALCA”. Sin embargo, muchos gobiernos latinoamericanos que Chávez dio por enrolados en su cruzada antiimperialista prefieren hoy proseguir discutiendo calladamente con Estados Unidos sobre preferencias arancelarias, tal como lo hace hasta el propio Evo Morales.

Llegados aquí, calza bien una precisión sobre el antinorteamericanismo en América Latina. Esa mezcla de emociones y de ideas adversas a Estados Unidos –algunas verdaderas, otras irritantemente falsas– es muy anterior a Fidel Castro. Hace un siglo, el escritor uruguayo José Enrique Rodó acuñó la palabra “nordomanía” para fustigar a los latinoamericanos que admirasen los usos estadounidenses.

Está en la naturaleza de las relaciones históricas entre Estados Unidos y sus vecinos del sur el que no haya sido nunca fácil oponerse a Washington sin pagar duramente las consecuencias.

En dos siglos de espinosa convivencia, ha habido pocos voceros latinoamericanos del sentimiento antiestadounidense tan consistentes como Fidel Castro. Es cierto que el duro embargo de que ha sido objeto la hoy empobrecida isla de Cuba le ha facilitado encarnar al orgulloso David caribeño, y obtener de ello sumo provecho político. También que sus peores enemigos reconocen en Castro una actitud indoblegable y digna de respeto. En esto último se funda el único consenso que el controvesial Fidel Castro despierta entre los latinoamericanos. Chávez sencillamente no goza de ese consenso.

A pesar de su prédica integracionista y de grandes desembolsos, como el que significa adquirir buena parte de la deuda argentina, Chávez no ha logrado sino ganar enemigos en la región. O perder amigos, como usted prefiera. Basta ver cómo sus relaciones con el Brasil se han resentido mucho más allá de lo que el lenguaje diplomático permite ver.

Chávez ha escarnecido a las naciones vecinas que, calladamente, negocian acuerdos de libre comercio con Washington. Esto, mientras el Presidente de mi país disfruta de su propio, informal acuerdo de libre comercio con Estados Unidos: Venezuela, pese a la merma sensible de su producción, sigue siendo uno de los proveedores de crudo más seguros con que cuenta la economía estadounidense.

La falta de controles y contrapesos que caracteriza la vida política en Venezuela le permite a Chávez entenderse con las petroleras extranjeras con el mismo secreto y ausencia de auditoría con que lo haría un príncipe heredero de la casa real saudí. Antiimperialismo subsidiado por petrodólares de Chevron-Texaco y Total-Elf: “la tierra es plana”, diría a ello Tom Friedman.

Castro llegó al poder en tiempos en que la descolonización del Tercer Mundo todavía no llegaba a su cenit. La suya pudo verse durante mucho tiempo como la única insurgencia revolucionaria latinoamericana que merecía no fracasar, pese a su crudelísimo jacobinismo. Y el carisma planetario de su líder es un misterio órfico que los petrodólares de Hugo Chávez no pueden comprar.

La Venezuela de Chávez, en cambio, ofrece un caso de libro de texto de lo que pasa cuando un petroestado populista latinoamericano degenera en lo que Fareed Zakaria describe como una “democracia no liberal”, sólo que la nuestra, además de corrupta, es militarista.

Desaparecido Castro, es muy razonable esperar que otros líderes de la región pretendan ser los voceros de la “contestación” ante Estados Unidos. Será inevitable que América Latina encuentre pronto al legítimo vocero de su inextinguible querella con el hermano mayor.

Si en verdad Estados Unidos pretende ayudar a que la democracia se instaure eventualmente en Cuba, convendrá que encuentre cuanto antes a un intérprete oficioso y de buena fe. Chávez no tiene ni el talante ni la destreza que le permitirían disputarle a Lula da Silva, o al peruano Alan García, o al virtual presidente mexicano Felipe Calderón –¿porqué no?– ese papel. Fiel a sí mismo, Chávez muy probablemente cometa el error de pretender ser árbitro, a su manera desmañada y sectaria, en el inevitable y ya inminente conflicto interno cubano.

Después de todo, Castro confiscó los activos de la Esso Standard en Cuba como respuesta a Playa Girón, y se plantó inconmoviblemente durante 47 años de embargo estadounidense. Pese a su retórica, Chávez todavía no deja de hacer tratos con Chevron-Texaco. ~

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