Foto de Fernando Villadelángel
Galo Gómez escribió un libro memorable: Días de coraje. Su autor nos abandonó prematuramente el 20 de febrero de 1999, de manera que recordarlo hoy es un acto de homenaje al gran periodista que ya había comenzado a ser. Pero para mí es, antes que nada, un acto de cariño hacia un amigo cercanísimo sin cuya presencia fue más difícil vivir. Los veinte años de amistad contemplaron muchas facetas, desde los tiempos en que debía refrenar mis impulsos paternales hacia un adolescente entusiasmado por las nuevas formas de hacer política en la izquierda, hasta mi gran aprecio por un hábil y talentoso periodista. Unos diez años después de conocerlo, Galo se convirtió en un miembro indispensable de la redacción de La Jornada Semanal, desde el momento en que ésta se transformó en revista en 1989. También estudiaba sociología y era mi ayudante de investigación durante nuestras eruditas excursiones en busca de los salvajes europeos. Formaba parte de un equipo en el que se transitaba sin parpadear del periodismo a la academia, atravesando la poesía, la política o la crítica literaria, y que pisoteaba descuidadamente las fronteras tradicionales que definían los géneros y los grupos. Durante los siguientes cinco años Galo se consolidó como periodista en México y adquirió una gran experiencia en Santiago de Chile y en Río de Janeiro. Regresó a La Jornada Semanal, pero la revista fue cerrada para dar lugar a un suplemento tabloide, y Galo se vio obligado a continuar su búsqueda en otros espacios, en el diario Reforma y en el semanario Milenio.
El propio Galo aclara que el origen del libro que nos dejó fueron las cartas que desde Santiago le enviaba a sus amigos, y que se convirtieron en una columna semanal. Ello explica ese carácter coloquial y directo que tienen los testimonios sobre Chile, El Salvador, Cuba, Guatemala y Colombia que reúne en su libro póstumo Días de coraje: crónicas y reportajes, 1994-1998 (Grijalbo, 1999, que incluye un conmovedor prólogo de Christopher Domínguez). Formaban parte de un diálogo. Yo quiero ahora continuar ese diálogo con el amigo perdido, como si pudiera revivirlo; para ello organizaré estas reflexiones citando textualmente pasajes de la correspondencia que nos cruzamos en 1993 y 1994.
Cuando Galo partió a Santiago a principios de 1993 sentí una terrible envidia: mi amigo lograba, después de 18 años de exilio, regresar a su país. Un tiempo después Galo me escribía:
─Los primeros meses no fueron nada fáciles. Aprender un nuevo oficio, buscar casa, conocer Santiago, regularizar todos mis papeles como cédulas de identidad e impuestos, hacer algunas nuevas amistades y sobre todo resignarme a percibir la transición democrática chilena de una forma tan distinta.
─Envidio la experiencia de regresar a tu país –le contesté–, con tu bagaje extraño de “otredad”. Como yo soy criollo, me doy cuenta de que no hay “regreso” a ninguna parte.
─Hay que tener cuidado con las primeras impresiones –me contestó Galo–, aunque muchas veces en ellas repose lo más honesto de cada uno. Me he dado tiempo para mirar las cosas con calma, dejando de lado las comparaciones con lejanas referencias o ingenuas ilusiones y anteponiendo (hasta que la decencia lo permita) el pragmatismo de la transición democrática a la impresión de fascismo light que a veces impone esta institucionalidad.
─No pareces muy cuidadoso –pensé yo, pero no se lo escribí–, pues te has lanzado a un regreso temerario y peligroso a una Ítaca que alguien se robó, que tal vez no existe, o habitada por gente desconocida. Además, allí ya no está Penélope.
Y como si me hubiera escuchado, Galo dijo, hablando de Penélope como si fuera el alma chilena:
─Si algo se llevaron los milicos del alma nacional fue cualquier vestigio de humildad que hubiera podido existir. La percepción que del país se tiene es algo así como las cuentas alegres de Superama. Las exaltaciones de la chilenidad como una de las siete maravillas del mundo, las idílicas comparaciones con tigres y jaguares para reseñar nuestro (digo) carácter nacional, el mil veces repetido exitismo macroeconómico como prueba de una de las tantas virtudes de nuestra personalidad y el convencimiento más absoluto de que este santuario andino del Opus Dei es el centro del mundo… Es a veces un poco agotador.
─¿No es injusto lo que dices?, debí haberle preguntado.
─Claro, ya sé que soy injusto y también están esos millones de malos chilenos que no entran dentro de la clasificación de los grandes felinos. Son los delincuentes que roban por mala voluntad, los familiares de las víctimas del régimen pasado que apalean todos los días, los que se drogan porque en realidad odian a su mamá y quieren destruir a la familia, los periodistas no titulados que son una amenaza a la honra de la vida privada de las personas, los homosexuales que, está comprobado, tienen una perversión genética… Y para terminar la fiesta, esos realmente patéticos izquierdistas no reciclados que ante la caída de los paradigmas y ante la falta de una propuesta política más elaborada no han encontrado mejor método de lucha que tirarle huevos a Aylwin.
Como vi que Galo se estaba desesperando, le conté que aquí en México las cosas no iban muy bien para los mexicanos de medio pelo:
─Ahora que reformaron el artículo 82 de la Constitución –le escribí–, como tal vez sepas, los hijos de la Malinche ya tienen todos los derechos políticos. No es mi caso, ya que para ser cien por ciento mexicano es necesario tener algún progenitor nacido en la patria. Las discusiones que hubo en torno a si debían reintegrarle todos los derechos políticos a los criollos fueron extremadamente ridículas y, desde mi punto de vista, sintomáticas del canon del axolote. A ellas se agregó el nuevo nacionalismo culerístico de los hincha huevos del futbol, fenómeno muy conocido en Sudamérica y Europa, pero que sorprende a muchos aquí (la variante mexicana consiste en que las derrotas se celebran como si fueran un triunfo). Ustedes en Chile, debí decirle pero no lo dije, al menos gozan de la democracia, esa dama de la que, en un rapto romántico, todos estamos enamorados.
─Si algo goza de consenso –contestó Galo con rudeza– es nuestra incipiente democracia. Todos se la disputan. Para la derecha esta transición es su obra maestra, es el producto más acabado del largo camino de sacrificio patriótico que inició cuando se le puso un alto al abuso marxista en 1973. El hecho de que ellos no gobiernen en democracia sólo demuestra la ingratitud de ciertos procedimientos electorales, pero la obra es de ellos, y si hubiera que volver a defender la democracia como lo hicieron en septiembre del 73, no dudarían en hacerlo. El gobierno de Aylwin y los socialistas les han robado las banderas que ellos tejieron.
─Pero Galo –pensé–, lo que importa es que el gobierno de transición tenga claras las cosas…
Como si me hubiera oído, Galo dijo:
─Para el gobierno de la concertación la cosa de las explicaciones es más complicada. Saben que en la medida en que efectivamente esta institucionalidad emana del régimen militar, las amenazas a la transición no significan una vuelta al año 73, o un golpe militar de grandes proporciones, sino el ejercicio de la presión militar que resulte en un estancamiento de la transición. Hay que irse entonces por la sombrita. Garantizar los pactos de la centro-izquierda y con el tiempo poder ir introduciendo algunas modificaciones constitucionales que alivianen las dependencias del poder civil respecto del militar…
─Qué rollos escribes, Galo –debí decirle–; son historias para cultivar la indignación política, pero a veces uno se cansa de tanta solemnidad…
Yo quería que Galo escribiese una columna para la revista semanal de La Jornada, pero no deseaba una retahíla de informes al comité central.
─Me encontré en la biblioteca de Santiago con una historia muy bonita –me contestó Galo– que me ha servido de marco para matar la indignación en mis ratos libres y airear un poco este oficio de la objetividad periodística.
─Vaya, ¡qué bueno! Porque con tanta indignación vas a acabar escribiendo un libro sobre el odio –pensé.
─Si lo escribo, más bien será sobre el coraje, para superar mis enojos y reunir fuerzas para seguir buscando lo que todavía no encuentro –supongo que pensó Galo, aunque no lo escribió entonces. Bueno, pero deja contarte la historia de la construcción del Cementerio General de Santiago –continuó Galo– y la decisión de construir un sector que se llama “El patio de los disidentes” para enterrar a los muertos que no son católicos. El título es genial para echar a rodar la especulación. Tengo ganas de escribir algo sobre la historia de este “patio” y explorar un poco en nuestros patios de hoy en día.
─Galo tiene una crisis de identidad, sin duda, –pensé cuando leí lo anterior. Está descubriendo que sólo cabe en el traspatio del cementerio chileno. Ha descubierto que es un disidente, y que lo será toda la vida.
Mucho tiempo después, en mayo de 1994, Galo confesaba en otra carta:
─Chile no resultó ser lo que pensaba. O mejor dicho: mis perspectivas de vivir en Chile no resultaron como yo creía. No se trata de quejas sobre la transición, esas abundan en cualquier parte. Es simplemente la imposibilidad de reconstruir una historia personal…
─¡Cómo si tu historia personal –pensé– estuviese en ruinas!
─Una historia personal –aclaró Galo– construida sobre las eternas fantasías de referentes muy lejanos. A las dificultades para tener aquí un ambiente más familiar se suman las imposibilidades de construir el mínimo espacio laboral que me permita vivir de los trabajos y salarios de los que siempre he vivido.
─Galo –alcancé a decirle en una carta–, te has convertido en una especie nueva de mexicano mutante (axolotl chilensis) que anda buscando su identidad perdida por el camino de la Vía Láctea.
Y así fue como Galo decidió regresar a México, para explicar a sus amigos que su vida, ahora, sería como la de un equilibrista que camina por la línea de las fronteras y que se instala a vivir en ellas. Ya no quería cruzar más fronteras, ni siquiera transgredirlas. Galo me ayudó a entender que las fronteras son muros que nos quieren obligar a un comportamiento perpendicular y que encienden las sirenas de alarma si intentamos una aproximación tangencial. Las fronteras odian la ambigüedad de quienes, como Galo, han decidido adoptarlas como modo de vida.
En Días de coraje Galo escribió sobre el final de la experiencia frustrada de su estancia en Chile:
─Ya había visto lo suficiente y si de algo estaba seguro es que a eso no quería acostumbrarme… Ha sido una profunda desilusión… El dolor del destierro se hizo más grande que nunca… Entendí la verdadera dimensión de la pérdida.
Después, el 20 de febrero de 1999, Galo emprendió otro viaje, otro regreso. Desde un Santiago eterno al que llegó casi clandestinamente, me escribió:
─De nuevo voy por el camino de Santiago. En esta andanza, ahora sí, espero encontrar lo que buscaba.
Es doctor en sociología por La Sorbona y se formó en México como etnólogo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.