El enemigo número 1 de la censura. Una crónica de Bustos Domecq

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Sobreponiéndome al sentimiento que el corazón me dicta, escribo con la Remington esta semblanza de Ernesto Gomensoro, para hacer las veces de prólogo a su Antología. Por un lado, me trabaja la grima de no poder cumplir de un modo cabal con el mandato de un difunto; por el otro, me doy el gustazo melancólico de retratar a ese hombre de valía que los pacíficos vecinos de Maschwitz aun hoy recuerdan bajo su nombre de Ernesto Gomensoro. No olvidaré fácil aquella tarde en que me acogiera, con mate y bizcochitos, bajo el alero de su quinta, no lejos de la vía del tren. La causante de que yo me costease hasta esos andurriales fue la natural conmoción de haber sido objeto de una tarjeta dirigida a mi domicilio, invitándome a figurar en la Antología que por entonces incubaba. El fino olfato de tan remarcable mecenas despertó mi siempre despabilado interés. Además quise tomarle al vuelo la palabra, no fuera a arrepentirse, y decidí llevar de mano propia la colaboración,* para evitar las clásicas demoras que suelen imputarse a nuestro correo.

El cráneo glabro, la mirada perdida en el horizonte rural, la anchurosa mejilla de pelambre gris, la boca por lo general provista de bombilla y mate, el pulcro pañuelo de mano bajo el mentón, el tórax de toro y un liviano traje de hilo a medio planchar, constituyeron mi primera instantánea. Desde el sillón de hamaca, de mimbre, el conjunto atractivo de nuestro anfitrión complementóse presto con la voz campechana que me indicó el banquito de cocina para que me asentase. A efectos de pisar terreno firme, agité a su vista, ufano y tenaz, la tarjeta-invitación.

–Sí –articuló con displicencia–. Mandé la circular a todo el mundo.

Semejante sinceridad me entonó.

En tales casos la mejor política es congraciarse con el hombre que tiene nuestra suerte en las manos. Le declaré con suma franqueza que yo era el reportero de artes y letras de Última Hora y que mi verdadero propósito era el de consagrarle un reportaje. No se hizo de rogar. Escupió verde para aclarar el garguero y dijo con la llaneza que es ornato de las figuras próceres:

–Avalo su propósito de corazón. Le prevengo que no le voy a hablar de la censura, porque ya más de uno anda repitiendo que soy temático y que la guerra contra la censura se ha vuelto mi única idea fija. Usted me rebatirá con la objeción de que hoy por hoy son pocos los temas que apasionan como ese. No es para menos.

–Si lo sabré –suspiré–. El pornógrafo más desprejuiciado observa cada día una nueva traba en su campo de acción.

Su respuesta me dejó sin otro recurso que abrir la boca.

–Y maliciaba yo que usted agarraría para ese lado. Le reconozco a toda velocidad que poner cortapisas al pornógrafo no tiene mucho de simpático que digamos. Pero ese caso tan cacareado no es más, qué azúcar y qué canela, que una faceta del asunto. Tanta saliva gastamos contra la censura moral y contra la censura política, que pasamos por alto otras variedades que son, con mucho, más atentatorias. Mi vida, si usted me permite llamarla así, es un ejemplo aleccionante. Hijo y nieto de progenitores que fueron invariablemente bochados por la mesa de examen, me vi abocado desde niño a las más diversas tareas. Fue así que me arrastró la vorágine de la escuela primaria, del corretaje de valijas de cuero y, en ratos robados a la fajina, de la composición de uno que otro verso. Este último hecho, en sí carente de interés, avispó la curiosidad de los espíritus inquietos de Maschwitz y no tardó en correr y agrandarse de boca en boca. Yo sentí, como quien ve subir la marea, que el consenso del pueblo, sin distinción de sexo ni edad, recibiría con alivio que yo comenzara a publicar en periódicos. Apoyo semejante me impelió a mandar por correo, a revistas especializadas, la oda “¡En camino!”. Una conspiración del silencio fue la respuesta, con la excepción honrosa de un suplemento que me la devolvió sin más.

Ahí puede ver el sobre, en un marco.

No me dejé desanimar. Mi segunda carga asumió una naturaleza masiva; remití a no menos de cuarenta órganos simultáneos el soneto “En Belén” y después, continuando el bombardeo, las décimas de “Yo alecciono”. A la silva “La alfombra de esmeralda” y al ovillejo “Pan de centeno” les cupo, usted no me va a creer, idéntica suerte. Tan extraña aventura fue seguida, con suspenso simpático, por las autoridades y personal de nuestra estafeta, que se apresuraron a divulgarla. La resultante fue previsible; el doctor Palau, ornato y fuste si los hay, me nombró director del director del suplemento literario de los jueves del diario La Opinión.

Desarrollé esa magistratura civil durante casi un año, cuando me echaron. Fui, por sobre todo, imparcial. Nada, apreciable Bustos, me viene a intranquilizar la conciencia a las altas horas. Si una sola vez di cabida a un hijo de mi musa –el ovillejo “Pan de centeno”, que desató una persistente campaña de solicitadas y anónimos– lo hice bajo el socorrido seudónimo de Alférez Nemo, con alusión, que no todos captaron, a Julio Verne. No fue sólo por eso que me enseñaron el camino de la calle; no hubo bicho viviente que no me endilgara la culpa de que la hoja de los jueves era más bien el tarro de la basura o, si usted prefiere, la última roña. Aludían, a lo mejor, a la ínfima calidad de las colaboraciones expuestas. La inculpación, a no dudar, era justa; no así la comprensión del criterio que me oficiara de brújula. Más náusea que a los peores aristarcos me sigue dando la retrospectiva lectura de aquellos papeluchos sin ton ni son, que yo sin tan siquiera hojearlos confiaba al señor regente de los talleres gráficos. Le hablo, como usted ve, con el corazón en la mano: pasar del sobre al linotipo era todo uno y yo ni me tomaba el trabajo de averiguar si eran en prosa o verso. Le pido que me crea: mi archivo atesora un ejemplar en que se repite dos o tres veces la misma fábula, copiada de Iriarte y firmada de manera contradictoria. Avisos de Té Sol y de Yerba Gato alternaban gratuitamente con el resto de las colaboraciones, sin que faltara alguno de esos versitos que los desocupados dejan en el cuarto de baño. Figuraban también nombres femeninos de la mayor espectabilidad, con el número de teléfono.

Como ya lo olfatease mi señora, el doctor Palau terminó de montar el picazo y me dijo dando la cara que la hoja literaria sanseacabó y que no me podía decir que me agradecía los servicios prestados, porque no estaba para bromas y que me fuera al trote.

Le soy sincero: para mí el despido debe atribuirse, por increíble que parezca, a la publicación fortuita de la notable silva “El malón”, que revive un episodio muy querido en la zona, la devastadora incursión de los indios pampas, que no dejaron títere con cabeza. La historicidad del flagelo ha sido puesta en duda por más de un iconoclasta de Zárate; lo indiscutible es que insufló los gallardos versos de Lucas Palau, martillero y sobrino de nuestro director. Cuando usted, joven, esté por tomar el tren, que le falta poco, le mostraré la silva aludida, que la tengo en un marco. Yo la había publicado, según mi norma, sin fijarme en la firma ni en el texto. El bardo, me dijeron, arremetió con otras versadas que esperaron su turno y que no salieron, porque nunca dejé de respetar el orden de arribo. Adefesio sobre adefesio las iba postergando; el nepotismo y la impaciencia rebalsaron la copa, y entonces fue que tuve que encontrar la puerta de salida. Retiréme.

A lo largo de esta tirada, Gomensoro hablóme sin amargura y con evidente sinceridad. En mi rostro se pintaba el recogimiento del que contempla un chancho volando y tardé mi buen rato en articular:

–Seré un obtuso, pero no lo capto de lleno. Quiero entender, quiero entender.

–Todavía no le sonó la hora –fue la respuesta–. A lo que veo, usted no es de esta zona entrañable de todos mis amores, pero por lo obtuso –para repetir su dictamen, no menos objetivo que severo– bien podría serlo, por no haber entendido ni jota de lo que le estoy remachando. Un testimonio más de esa incomprensión difundida fue que la Comisión de Honor de los Juegos Florales, que tanto lustre dieron a nuestra pujante localidad, me ofreció ser jurado de los mismos. ¡No habían entendido ni jota! Como era mi deber decliné. La amenaza y el soborno se estrellaron contra mi decisión de hombre libre.

En este punto, como quien ha suministrado ya la clave del enigma, chupó la boquilla y se encastilló en su fuero interior.

Cuando agotó el contenido de la pavita, me atreví a susurrar con voz de flauta:

–No termino, mi jefe, de comprenderlo.

–Bueno, se lo pondré en palabras a su nivel. Quienes socavan con la pluma las bases de las buenas costumbres o del estado, no desconocen, quiero creerlo, que expónense a pelarse la frente contra el rigor de la censura. El hecho es incalificable, pero comporta ciertas reglas de juego y el que las infringe sabe lo que hace. En cambio veamos lo que pasa cuando usted se apersona a una redacción con un original que es, por donde se lo quiera mirar, verdadero fárrago. Lo leen, se lo devuelven y le dicen que se lo ponga donde quiera. Le apuesto que usted sale con la certeza de que lo han hecho víctima de la censura más despiadada. Supongamos ahora lo inverosímil. El texto sometido por usted no es una cretinada y el editor lo toma en consideración y lo manda a la imprenta. Quioscos y librerías lo pondrán al alcance de los incautos. Para usted, todo un éxito, pero la insoslayable verdad, mi estimable joven, es que su original, mamarracho o no, ha pasado por las horcas caudinas de la censura. Alguien lo recorrió, siquiera de visu, alguien lo juzgó, alguien lo depuso en el canasto o se lo enjaretó a la imprenta. Por oprobioso que parezca, el hecho se repite de continuo, en todo periódico, en toda revista. Siempre nos topamos con un censor que elige o descarta. Eso es lo que no aguanto ni aguantaré. ¿Comienza usted a comprender mi criterio cuando la dirección de los jueves? Nada revisé ni juzgué; todo halló su cabida en el Suplemento. En estos días el azar, en forma de una súbita herencia, permitiráme al fin la confección de la Primera Antología Abierta de la Literatura Nacional. Asesorado por la guía del teléfono y otras, me he dirigido a todo bicho viviente, inclusive a usted, solicitándole que me mande lo que le dé la real gana. Observaré, con la mayor equidad, el orden alfabético. Esté tranquilo: todo saldrá en letra de molde, por más mugre que sea. No lo retengo. Ya estoy oyendo, me parece, las pitadas del tren que lo reintegrará a la diaria fajina.

Salí tal vez pensando que quién me hubiera dicho que esa primera visita a Gomensoro resultaría, qué le vamos a hacer, la última. El diálogo cordial con el amigo y maestro no se reanudaría otra vuelta, por lo menos en esta margen de la laguna Estigia. Meses después lo arrebató la Parca en su quinta de Maschwitz.

Repugnante a todo acto que involucrara un mínimo de elección, Gomensoro nos dicen barajó en una barrica los nombres de los colaboradores y en esa tómbola salí yo el agraciado. Me tocó una fortuna cuyo monto superaba mis más brillantes sueños de codicia, bajo la sola obligación de publicar a la brevedad la antología completa. Acepté con el apuro que es de suponer y me di traslado a la quinta, que antaño me acogiese, donde me cansé de contar galpones, atestados de manuscritos que ya orillaban la letra C.

Caí como herido del rayo cuando conversé con el imprentero. ¡La fortuna no alcanzaba para pasar, ni en papel serpentina y letra de lupa, más allá de Añañ!

Ya he publicado en rústica todo ese tendal de volúmenes. Los excluidos, de Añañ para adelante, me tienen medio loco a pleitos y querellas. Mi abogado, el doctor González Baralt, alega en vano, como prueba de rectitud, que yo también, que empiezo con B, he quedado afuera, para no decir nada de la imposibilidad material de incluir otras letras. Me aconseja, en el ínterin, que busque refugio en el hotel El Nuevo Imparcial, bajo nombre supuesto. ~

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* El texto que le llevé fue El hijo de su amigo, que el investigador hallará en el corpus de este volumen, de venta en las buenas librerías.

Pujato, 1º de noviembre de 1971

© Vuelta, 1, diciembre de 1976

 

 

 

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