El envés de las palabras

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Una vez leída la primera página de Nembrot, de José María Pérez Álvarez (1952), sabremos a qué atenernos si seguimos adelante. Se puede intuir que estamos ante uno de esos escritores poseídos por la literatura, a quienes todo lo que han vivido les influye en la visión del mundo que refleja su escritura. Todo suma, se contradice, se relaciona, se incorpora. El uso vital de una cultura libresca y la defensa de una tradición viva que desde un presupuesto irónico, por tanto autocrítico, accede a una lectura creativa del pasado, son los pilares de una apuesta narrativa tan arriesgada y juguetona como la que se levanta en Nembrot.
     De este modo, Nembrot, alejándose irónicamente, y por tanto de forma radical, de las convenciones narrativas al uso, pertenece a la estirpe cervantina que va sembrando de rarezas la literatura en lengua española a lo largo de sucesivas épocas, desde los Cuentos estrambóticos de Ros de Olano hasta El aburrimiento, Lester, de Hipólito G. Navarro, autor con el que José María Pérez Álvarez comparte la admiración por Julio Cortázar. Así, el arquitecto de Nembrot, cuyo título hace referencia al personaje mitológico que mandó levantar la Torre de Babel, tras hacer un guiño al Faroni de Luis Landero en Juegos de la edad tardía, vuelve siempre sobre los planos de Rayuela, motivo de homenaje y fuente de inspiración a la hora de concebir la novela.
     Nembrot cuenta la compleja relación del gallego Horacio Oureiro, narrador que desde una pensión de la costa gallega indaga en su pasado desarraigado y errático, con el escritor argentino Jorge Bralt Cosío. Alrededor de esta historia se mueve una galería de personajes de raigambre canallesca en algunos casos, por ejemplo el dueño de la pensión, y metafísica en otros, como es el caso de Pedro Oliver, llamado el señor Uno por el número de habitación que ocupa, y cuyo papel será determinante al final de la novela. Oureiro escribe pedazos de su historia en sucesivas cuartillas que terminan por aparecer ante el lector como bolas de papel arrugado en la papelera de su habitación: cartas fallidas, extractos de un diario que no se llevará a cabo, diálogos consigo mismo que interrumpe el aturdimiento que provocan los sucesivos acontecimientos. En una perfecta estructura simétrica y como sutil homenaje a los Ejercicios de estilo de Queneau, la historia comienza y termina en el autobús en que, perezosamente feliz, Horacio se pone por fin en movimiento, sin destino conocido: “La gente es incapaz de respetar una sinrazón pero entiende un crimen. Siempre hay que desplazarse de A hasta B para, mierda de lógica. Presentación/nudo/desenlace/Ayer/hoy/mañana/Nacimiento/vida/muerte. Imposible soportar tanta agenda, tanta cita, tanta literalidad, tanto Seiko exacto—. Sólo deseo un billete para el mismo sitio que la persona que acaba de subir, tanto si va al cielo como al infierno.”
     Pero la singularidad de Nembrot no reside tanto en los desvelamientos progresivos de la historia narrada como en la experiencia de lenguaje que la vertebra. Si atendemos a la reflexión implícita sobre el lenguaje como herramienta del escritor, percibiremos la desconfianza cortazariana ante un instrumento desgastado por el uso común. Por ello todo se desvela como juego literario en Nembrot. Jugando con las palabras se hacen malabarismos de ideas, se suscitan asociaciones insólitas, se corroe la seriedad de la ceremonia narrativa. “¿Para qué sirve el escritor si no para destruir la literatura?”, leemos en las páginas de Rayuela. Bajo una técnica calidoscópica de múltiples registros y constante intercambio de voces narrativas entre los protagonistas, y un narrador que entra por intermediación de una voz que genera la historia, Nembrot es una novela hecha a través del lenguaje, en el sentido que esta afirmación adquiere si pensamos en Lewis Carroll, Joyce o el propio Cortázar. No se trata, por tanto, de un libro que se lee del principio al final como un niño bueno. La estética de lo fragmentario muestra la vida de Horacio Ourteiro como una serie de fotografías discontinuas, cristales sueltos de un calidoscopio que recompone un ojo observador. Acumulando fragmentos, distintos tipos de textos, todo es cambiante, todo es maleable. Al prescindir del principio de causalidad, del racionalismo y la coherencia psicológica, se instaura un orden más abierto, un desarrollo más flexible, vital, no mecánico. Una rotura de las convenciones que se extiende a un lenguaje que proclama la libertad radical de escritura y lectura pero bajo el control de un narrador muy atento a lo que Cortazar ha señalado varias veces: “La novela permite bifurcaciones, desarrollos, digresiones. Lo sabemos de sobra. Entonces, curiosamente, la novela es un género mucho más peligroso que el cuento porque facilita todas las indisciplinas, todas las negligencias […]”.
     Nembrot, además de la aplicación práctica de una teoría sobre la novela contemporánea, contiene esa teoría integrada como un factor más de la creación artística. En palabras de Bralt, el escritor argentino: “Aquéllos son burócratas meros redactores nomás que escriben lindo con lenguaje convencional media docena de ideas trilladas y algunas metáforas que de puro estereotipo están agrietadas de carcoma Defecan pseudoliteratura juntan palabras y hacen una frase-sujeto-verbo-predicado y cuando reúnen muchos sujeto-verbo-predicado le dan un título y sacan del horno algo vagamente parecido a un libro con su portada páginas numeradas y contraportada laudatoria […] usted habla de los elegidos de los semidioses de los demiurgos de los que descubren el envés de las palabras de los que apuestan por el contrasentido de los que desarraigan al lector de sus cómodas creencias de sus prejuicios heredados…”. Lo esencial no será tanto el hecho de contar una historia sino, por medio de ella, introducir al lector en un nuevo ámbito. ~

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