El Estado omnipresente

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El Estado, cuanto menos manda, mĆ”s leyes promulga. Le quitan poderes por arriba y por abajo, pierde prestigio y capacidad, es denostado por todos, pero es mĆ”s necesario que nunca… para hacerse cargo de las deudas. La historia reciente del mundo es cargar a otros las deudas, esa lucha de colosos morosos. El Estado se consolida como garante de la deuda: cuanto mĆ”s debe, mĆ”s necesario es. Cuanto mĆ”s dĆ©bil, mĆ”s omnipresente. Depende de su marca para atraer una parte de ese dinero global que no sabe dĆ³nde posarse para crecer.

Cuanto menos decide, mƔs se publicita. Al que vende y domina, la publicidad le viene sola: se la hace su propio producto, sus fans, sus imitadores; incluso sus fallos, carencias o chapuzas, como en el caso del software alterado de Volkswagen, que funciona como un reclamo inverso. Al fbi no le interesa tanto el contenido de un iPhone como la publicidad que obtiene del envite.

El Estado estĆ” por todo, siempre celoso, a remolque, sin dinero. El Reino Unido ha conseguido que Facebook se comprometa a pagar los impuestos que le corresponden: es un hito. Al Estado las marcas se lo toman a cachondeo. Lo esquivan legalmente, saltan de paĆ­s en paraĆ­so a ver dĆ³nde pueden pagar menos. Y por eso tiene que hacer doble o triple propaganda. En la era de la transparencia retĆ³rica es imposible saber cuĆ”nto vale la transparencia, cuĆ”nto gasta cada Estado en acicalar su rostro mellado por mil escaramuzas. Es imposible porque el Estado es todo marca, el Ć©xito definitivo del marketing.

Cuanto mĆ”s poder pierde mĆ”s poĆ©tico se vuelve y mĆ”s entes segrega pirĆ”mide abajo: engendra organismos y orgĆ”nulos administrativos, turĆ­sticos, ecolĆ³gicos, cambioclimĆ”ticos… Los partidos han fijado organismos para que pueda vivir el partido que no gobierna y para preservar a sus jubilados; a eso se le llama estabilidad y civilizaciĆ³n: no hay que andar a tiros para sobrevivir mientras se estĆ” fuera del gobierno. No hay que derrocarlo a la brava porque el Estado adulto, civilizado, mantiene a la oposiciĆ³n, a las viejas glorias y a la densa clientela.

El Estado comunica a todas horas sus bondades y sus amenazas. Los rĆ³tulos de las autovĆ­as avisan del viento, de los controles y campaƱas, y de que el helicĆ³ptero de las multas sobrevuela la ruta. El Estado combina la amabilidad con la intimidaciĆ³n, no distingue entre el servicio y la extracciĆ³n. El garante Ćŗltimo de la deuda es el encargado de exprimir a sus contribuyentes y cada dĆ­a busca nuevos mĆ©todos para hacerlo. El encanto del mĆ³vil se nutre de la vaga sensaciĆ³n de que el Estado aĆŗn no lo controla plenamente. Las Ć©lites se han librado de esta presiĆ³n porque ellas son el Estado. Y si alguna vez, por error o fricciones eventuales, el Estado les reclama, ellas amenazan con dinamitar el modelo.

La barredora municipal es el icono viviente de la propaganda de las administraciones: se apodera de las aceras y de los espacios peatonales y aterroriza a los viandantes con sus bramidos y su tufarra. Esas barredoras de motor de explosiĆ³n gastan mĆ”s en hacer ruido y emitir toxinas que en frotar el suelo que limpian. Un hombre circula con su coche por una zona reservada para residentes y las cĆ”maras le lanzan su rayo sancionador. El multado se encuentra a un amigo, cacique local con firmes tentĆ”culos en el Estado, un propietario cuya familia ha sido capaz, desde tiempos remotos, de moldear la ciudad a la medida de sus negocios: ostenta un poder hereditario que ya es transparente e invisible para el vecindario. El infractor le pide a su amigo que le quite la multa, como se ha hecho siempre, y el cacique lo intenta, pero nadie responde a sus llamadas, quizĆ” ya no hay humanos en el cobro de multas.

La barredora es la propaganda municipal multinacional en estado puro: ruido y furia por las aceras, la Ć©pica del gasoil. Es una tanqueta de bolsillo con un empleado enclaustrado en una cabina provista de rejas: la administraciĆ³n adopta el aire de Mad Max: para limpiar hay que destruir. Carteles en los lomos de los camiones proclaman que la ciudad a la cual vierten sus humos y decibelios es limpia, es verde. Para apacentar y recoger las hojas de los Ć”rboles hay brigadas que emiten ruido y humo. Puesto que este marketing persiste hay que concluir que los ayuntamientos estĆ”n conformes con ella o que son rehenes de las empresas que atormentan a los que sirven.

El Estado emite propaganda en forma de leyes preventivas para blindarse a sĆ­ mismo y disuadir a los advenedizos que aspiran a incrustarse de por vida en la cascada de instituciones que son sagas y estirpes. Si un nuevo partido se abre paso tiene que crear organismos a su medida: en el Estado y sus orgĆ”nulos no hay disrupciĆ³n, nada se destruye. Cambia el nombre, cambia el logo, sigue el cado. Si los que gobiernan, en sentido amplio, se ven amenazados, la propaganda, ademĆ”s de la propia legislaciĆ³n, alcanza a todos los Ć”mbitos. MaraƱas de leyes indescifrables, incompatibles, que durante un tiempo permiten multar y extraer rentas de nichos exĆ³ticos –el impuesto turĆ­stico, el cĆ©ntimo sanitario, la gasolina autonĆ³mica, el desafĆ­o a la autoridad– se acoplan a un enjambre de licencias, permisos, trĆ”mites de burocracias simultĆ”neas y sucesivas.

En periodos de interinidad esta violencia legislativa, extractora y autoblindante afloja sus garfios y la poblaciĆ³n respira aliviada. En comparaciĆ³n con esa omnipresencia opresora del Estado con gobierno, la pelea polĆ­tica por el poder es mero espectĆ”culo, pues los aspirantes solo emiten improperios y admoniciones, siempre menos reales que los decretos que –ay– prometen.

Entonces, ante una interinidad prolongada es posible que la decisiĆ³n de los votantes haya sido precisamente esa: aliviar la presiĆ³n del Estado dejĆ”ndolo, por un tiempo, sin gobierno. ~

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(Barbastro, 1958) es escritor y columnista. Lleva la pƔgina gistain.net. En 2024 ha publicado 'Familias raras' (Instituto de Estudios Altoaragoneses).


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