a mi hermano Mauricio.
a Gálvez y Alekos, que algo saben de ello.
Noches atrás, recostados los míos (y felizmente también mis amigos con sus esposas y sus hijos), en un suave banco de arena en una playa fluorescente y majestuosa, ya mecidos unos por los grillos y otros con la mente un tanto borrosa por las hadas de la ginebra, de pronto así, frente al friso blanco de la espuma en la marea, soñé en voz alta con la llegada del día anhelado que me venía quitando el sueño: el día del Gran Festín, el día en que todos sacáramos las mesas a la calle para compartir la comida con el otro, sin miedo a nada ni a nadie.
Ese día, uno en que fueran apareciendo las mesas sobre la acera, se decoraran con manteles de colores y arreglos de flores, se dispusieran los platos y los cubiertos para recibir a quien quisiera arrejuntarse a la fiesta. Un día libre de transas y ojetes (sean políticos o curitas, u otros líderes de pacotilla, en fin, toda la gentuza de quinta), sólo pues con la gente entera: la gente neta. Quiero decir esa gente que cuando se topa con algo que está bien no osa en hacerle hoyos, atentar contra ello, mordisquearlo por sus complejos, sus limitaciones, sus envidias, sus odios.
Ese día, uno en que cada familia o grupo de amigos saque un plato de la historia familiar y lo ofrezca a los demás; lo que a ellos les guste más desde que eran niños: una sopa o un guisado, un tentempié o un antojito para antes o después de la hora de la comida, sin importar en el mundo nada más. Un día en que nos platicáramos las historias en torno a las recetas, en nuestra progenie o ascendencia (porque todas ellas tienen su chiste, sus mañas, sus rollos, sus meollos), tal como si fuéramos amigos de toda la vida, justo frente a la barda emblemática de la cuadra, con toda la decencia, debajo del árbol de la vecina, a un costado de la casa o el predio abandonado, rebasado de zacate sin cortar, para invitar al otro (al jardinero, al herrero, al abarrotero, al cartero, al limosnero, al lechero, al barrendero), por primera vez a platicar.
Ese día, uno en que sucumbamos al relato más abierto, a hablar de lo que sentimos sin nada al lado que nos inquiete, de nosotros mismos, de la vida y la muerte, y sobre todo de lo que hay entre, , entre caldos humeantes, guisados ingentes, entre pescados, cerdos y reses para tragar hasta reventar, llenos de aguas y jarras de vino para libar hasta reventar, con toda la calma del mundo, sin parar, sin vergüenza por el qué dirán.
Ese día, un día en que usted y yo, querido lector, nos conozcamos frente a una taza de café y nos demos la mano (y entre gitanos gracias a dios no nos la leamos), para luego clavar el diente en el presente, con dicha, la barbacoa, las carnitas, los taquitos de guisado, mejor en el pavo del de enfrente la verdad sea dicha, aquellos platos preparados por los tipos de la esquina a quien no veíamos desde hace años.
Ese día, el del Gran Festín, en que nos vistamos con delantales y le demos duro a las carnes al carbón, levantemos al cielo el humo de los anafres, cerremos el paso de las calles puros peatones; en que saquemos veinte o treinta kilos de costillas al fogón, unos tantos de chorizo y cebollitas para toda la banda, con sus salsas molcajeteadas, mientras los demás se encargan de calentar las tortillas, servir caballitos de mezcal, escarchar las micheladas. ¡Taquitos y tortas, pollos rostizados, tamalitos y gordas, tacos sudados! Y a sacar el sonido y los discos gamberros, alzar los decibeles, invitar a bailar a las amas de casa, todas las damas que así lo quisieran, y ya en el papel de adolescentes, enamorarlas un poco, atacados de eros
Ese día, un día querido lector, el de la Gran Comilona Nacional, en que ahítos de nosotros, sitiados libremente en la epidermis del relajo, comamos y bebamos y no filosofemos, comamos con todo ya que sabemos que algún día moriremos; un día pues, que mandemos todo a la tiznada, al carajo, y cocinemos por horas con los amigos, a destajo, abramos el corazón, sin fachadas, nuestros prójimos, a nosotros mismos, y comamos y bailemos, y brindemos, hasta bien entrada la madrugada. ¿Podremos?
Escritor, editor y promotor cultural. Ha publicado 8 libros, entre ellos Zopencos (2013), Yendo (2014) y Sayonara (2015). Es propietario de Hostería La Bota.