El juego de Keeler

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Lo que para William Faulkner fue Yoknapatawpha y para Juan Benet Región, comarcas recurrentes que envolvían y agobiaban, en la obra de Harry Stephen Keeler se llamaba Idiot’s Valley. Este lugar geográfico, cuyos habitantes son todos retrasados mentales, es una buena carta de presentación para el trabajo de Keeler.

Sus antecedentes familiares ya son curiosos: fue sobrino de Pierre L.O.A Keeler, un médium al que Houdini tachó de charlatán repetidas veces, e hijo de una mujer que fue internada en un psiquiátrico por razones desconocidas cuando Harry era un adolescente. Más tarde, en la década de los 30, Harry Stephen Keeler gozó de cierta popularidad, llegando a ver cómo Bela Lugosi protagonizaba una película basada en su novela The Mysterious Mr. Wong. Pero poco a poco, sus libros, siempre una mezcla de misterio y ciencia-ficción, se fueron volviendo más largos y extraños. Su forma de montar una trama consistía en introducir decenas de personajes con raros pretextos, enlazar sus historias mediante las más extraordinarias coincidencias y culminar el libro con un inesperado y espectacular clímax. Incluso llegó a escribir un manual, incomprensible, acerca de su método.

A ojos del lector curioso, lo más atractivo de las historias de Keeler son sus argumentos. En The Case of the Crazy Corpse, la policía saca un ataúd del Lago Michigan. Dentro hay un cuerpo desnudo, cuya parte superior pertenece a una mujer china, mientras que la inferior pertenece a un hombre negro. Ambas mitades están unidas por una viscosidad verde (William Poundstone, uno de los pocos estudiosos de Keeler, sospecha que el autor trataba de presentar una alegoría contra el racismo). En The Spectacles of Mr. Cagliostro, un hombre debe llevar puestas unas gafas azules durante un año por una cláusula en el testamento de su tío.

Con el tiempo, sus editores fueron abandonándole, salvo en dos países, donde sus novelas continuaban apareciendo sin interrupción: España y Portugal. Al parecer, la costumbre de editarle no desapareció, aunque más fruto de la inercia (y de la ausencia de escenas picantes, lo que evitaba trabas en la oficina del censor) que del éxito. Eso sí, las ventas se mantuvieron lo suficientemente estables como para que podamos albergar esperanzas de toparnos con algún ejemplar de Finger! Finger! o The Case of the Two-Headed Idiot en la madrileña cuesta de Moyano (para los curiosos: los libros de Keeler en España fueron publicados por el Instituto Editorial Reus, y su traductor fue Fernando Noriega Olea).

Es difícil saber a qué autores influyó Keeler: probablemente a ninguno. Los nombres de algunos de sus personajes, como B262H72476Male, Foxhart Cubycheck o Screamo the Clown, parecen salidos de un cuaderno descartado de Thomas Pynchon. De las pocas referencias que se han hecho a su obra en la cultura popular está el capítulo de Futurama “Time Keeps On Slippin”, un episodio lleno de saltos temporales y que está basado en un episodio de la novela de Keeler Y. Cheung, Business Detective.

Algunos autores lo han querido insertar en una lista de exponentes del realismo histérico, que va desde Laurence Sterne hasta Zadie Smith, pasando por Salman Rushdie, Don DeLillo, Jonathan Safran Foer y el propio Pynchon. Pero las historias de Keeler, con su fetichismo por las calaveras, las trepanaciones y los freaks, y sobre todo, con su estilo radicalmente divagador, que desafía la paciencia del lector medio a niveles joyceanos sin ofrecer ni una fracción de la recompensa, son prueba de que Keeler no merece compartir un lugar junto a tantos autores que han desarrollado cuidadosa y conscientemente su estilo. Él merece más. Porque como dijo una crítica del New York Times en 1942, “Estamos forzados a llegar a la conclusión de que el Sr. Keeler escribe sus peculiares novelas meramente para satisfacer su propio e indisciplinado impulso de goce creativo”.

Keeler fue un habitante de su propio Idiot’s Valley. Un lugar donde vivía como un idiota, sin querer comunicarse pero sí hablar, ajeno a la pesada oficialidad que imponía respeto por el lector y una conciencia de dónde estaba uno situado. Y es por eso que al leerlo, nos convertimos también en residentes de su Idiot’s Valley, en idiotas, en gente que deja de leer y por fin empieza a jugar. Eso sí, al juego de Keeler.

– Alex García-Ingrisano

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