Mi relativa afición a las novelas policiacas, esos despojos de la épica, obedece al elemental deleite de atrapar al Mal y leerle sus derechos, pero también a que mi madre y yo nos comunicamos a través de ellas. Mi madre tiende, por sus muchos años, a cierta confusión general de tiempos y lugares, pero es capaz a la vez de sostener una charla intensa e inteligente sobre novelas policiacas que leemos al mismo tiempo. Puede suceder que me olvide a mí, pero no al panadero gordo que estornudó en la página tres y le parece “sospechoso”.
Leí de niño a Enid Blyton y me gradué en los grandes autores de estos géneros menores. Creo, desde luego, que el mejor es Georges Simenon. Y luego viene la larga, previsible lista, con Dashiell Hammett y Raymond Chandler, que fue creciendo hacia donde mi madre disponía, casi siempre con tino. Leo a la enorme Elizabeth George (que tiene la ventaja de que cada novela suya tiene 800 páginas), a Donna Leon (que tiene la ventaja de que todas sus novelas suceden en Venecia) y ahora estamos con C. J. Samson, que tiene la ventaja de que su detective, el jorobado Matthew Shardlake, vive en la Inglaterra de Enrique VIII. De lo que no logré convencerla es de leer suecos.
Las policiacas suecas son singulares: es imposible llegar a la página diez sin toparse con párrafos como este: “El inspector Henrik Ibsenbörågastadt caminó velozmente por Sovåochfulbrundhundgatan hasta llegar a Ylandehungrigvargatan y torcer a la izquierda rumbo a Tjugondenövembergatan. Iba muy deprimido. Era el tercer asesinato del año y apenas era noviembre.”
Uno queda muy agradecido porque ya aprendió que gatan significa calle, pero también muy envidioso de que en Suecia haya tan pocos asesinatos y de que los detectives, además de incorruptibles, invariablemente atrapen al culpable. También queda uno muy conmovido ante el hecho de que siempre en la escena del crimen, luego de preguntarse ritualmente “¿qué está pasando con nuestro país?”, le echen la culpa al capitalismo.
Ingresé a las oficinas de la policía sueca hace años, gracias a que mi amigo Federico Campbell me obligó a leer El coche de bomberos que desapareció, novela de Maj Sjöwall y su esposo Per Wahlöö. Encantado con el tono, la inteligente factura y, desde luego –cosa que es esencial–, con el carácter de su protagonista (el detective Martin Beck), leí las diez novelas de la serie. Porque, ignoro el motivo, pero los novelistas suecos de misterio suelen lanzar novelas en series de diez… ¿Será la dosis que se necesita para un invierno?
Volví a ellas arrastrado por Millennium, la histéricamente vertiginosa trilogía de Stieg Larsson, calculada para alcanzar también los diez volúmenes. Ya sé que esa no es una novela rigurosamente policiaca, claro, y que para series, la “Smiley” de John le Carré es infinitamente superior. Pero eché de menos las atmósferas suecas, y los nombres de las calles, y pegué el brinco a las (diez) novelas de Henning Mankell que protagoniza el inspector Kurt Wallander. Es un detective de primera, Wallander, pero es sobre todo un personaje entrañable, paciente, atribulado, con una vida personal tambaleante, fume y fume, mal comida y mal dormida. Triste cosa que al final comenzase a caer en jamesbondeadas como corretear un jet para impedir que despegue, y más aún que lo empezara a mermar el eisenhower…
Me llama la atención que quienes se deshacen en elogios de Mankell suelen ignorar que lo mejor que tiene se lo aprendió a Sjöwall/Walhöö. Él mismo lo reconoce en su pequeño prólogo a Roseanna, la primera de la decalogía de Martin Beck, que acabo de releer y sigue tan fresca. Hace bien Mankell en reconocer su deuda: es obvio que su Wallander es Martin Beck reciclado. Por otro lado, me percato de que si Mankell les debe tanto a Sjöwall/Walhöö, es muchísimo lo que estos le deben al gran maestro del género: Salvatore Albert Lombino, el neoyorquino que se cambió legalmente el nombre a Evan Hunter y, no contento con eso, luego se escondió tras una decena de seudónimos, el más famoso de los cuales, “Ed McBain”, escribió el medio centenar de novelas que narran las peripecias del genial detective Steve Carella y su “Precinto 87”.
¿Cómo habrán traducido “precinto”? Porque en español esa palabra nada tiene que ver con policías y, lo siento, pero no puedo leer policiacas en español. La frase “el asesino fue capturado” no solo me suena mal: me resulta inverosímil. El otro día hojeé un volumen de Stieg Larsson en dizque español. Es ilegible: “Tú eres poli, tío, coño, y encima inri. ¿Es esta una descripción acertada? ¿Para qué quieres liarte conmigo? Me haces montar en cólera; anda, si prefieres irte por Spanskaspråketgatan… ¡hala! Haz lo que te apetezca y que te pillen en fraganti y te cojan a porrazos. Te mofas de mí, y sospecho que te quieres echar un pulso conmigo pero, mira, Blomkvist, contigo no me enrollo, qué jaleo, porque la cosa se tuerce y acabamos en un conflicto de la hostia. Mejor esnifeo cocaína. Ah, y devuélmeme mis bragas…”
Quizás sea más sencillo el sueco…
Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.