El mundo como la India

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1.
Traducir significa muchas cosas, entre ellas, poner en circulación, transportar, diseminar, explicar, hacer (más) asequible. Comenzaré con la proposición —exagerada si se quiere— de que por traducción literaria entendemos, podríamos entender, la traducción del reducido porcentaje de libros publicados que en efecto merece la pena leer, es decir, que merece la pena releer. Argumentaré que el adecuado examen del arte de la traducción literaria es en esencia una declaración sobre el valor de la propia literatura. Además de la evidente necesidad de que el traductor facilite el establecimiento de una provisión para la literatura en cuanto pequeño y prestigioso negocio de exportación e importación; además del papel indispensable que traducir desempeña en la cimentación de la literatura como deporte competitivo practicado nacional e internacionalmente (con rivalidades, equipos y lucrativos premios); además de los incentivos mercantiles, agonistas y lúdicos para ejercer la traducción, hay uno más antiguo, manifiestamente evangélico, más difícil de admitir en estos tiempos tan conscientes de su impiedad.
     En el que llamo incentivo evangélico, el propósito de la traducción es incrementar el conjunto de lectores de un libro tenido por importante. Supone que unos libros son mejores que otros de modo discernible, que el mérito literario tiene forma piramidal y que es imperativo que las obras próximas a la cúspide estén al alcance de cuantos sea posible, lo cual significa ser ampliamente traducidas y retraducidas con la frecuencia que sea factible. Está claro que semejante concepto de la literatura supone que se puede alcanzar un consenso aproximado sobre las obras esenciales. Esto no implica pensar que el consenso —o el canon— está fijado para siempre y no puede modificarse.
     En la cúspide de la pirámide se encuentran los libros considerados escrituras: el conocimiento exotérico indispensable o esencial que, por definición, incita la traducción. (Acaso las traducciones más influyentes en el ámbito lingüístico han sido las de la Biblia: la de San Jerónimo, Lutero, Tyndale, la del rey Jacobo.) La traducción, entonces, y en primer lugar, da a conocer mejor lo que merece ser mejor conocido: porque perfecciona, profundiza, exalta; porque es un indispensable legado pretérito; porque es una contribución al conocimiento, sagrado o de otro orden. En un registro más secular, se creía que la traducción conllevaba un beneficio para el traductor: la traducción era un valioso ejercicio cognitivo, y ético.
     En una época en que se propone que los ordenadores —”máquinas traductoras”— pronto serán capaces de desempeñar la mayoría de las tareas de traducción, lo que denominamos traducción literaria perpetúa el sentido tradicional implicado en el oficio. El nuevo criterio es que traducir es hallar equivalentes; o, para dar un giro al símil, una traducción es un problema para el que pueden imaginarse soluciones. En contraste, la antigua pauta es que la traducción consiste en elegir, elegir de modo consciente, no sólo entre las meras dicotomías absolutas de buena o mala, correcta o incorrecta, sino entre una dispersión más compleja de alternativas, como “bueno” frente a “mejor” y “mejor” frente a “inmejorable”, por no mencionar alternativas impuras tales como “anticuado” frente a “de moda”, “vulgar” frente a “pretencioso” y “sucinto” frente a “prolijo”.
     Para que semejantes opciones fueran buenas —o mejores— se suponía que implicaban un conocimiento, tan amplio como profundo, por parte del traductor. La traducción, vista aquí como una actividad electiva en el sentido más amplio, era una profesión de individuos portadores de una determinada cultura interior. Traducir meditada, trabajosa, ingeniosa y respetuosamente es la justa medida de la lealtad del traductor a la empresa de la propia literatura.
     Las opciones que podrían ser consideradas como meramente lingüísticas siempre implican asimismo modelos éticos, lo cual ha hecho de la actividad de la traducción misma el vehículo de valores tales como la integridad, la responsabilidad, la fidelidad. La osadía. Y la humildad. El criterio ético de la tarea del traductor se originó en la conciencia de que la traducción es en lo fundamental una tarea imposible, si ello significa que el traductor es capaz de recoger el texto de un autor escrito en un idioma y entregarlo, intacto, sin pérdidas, en otro idioma. Es evidente que en esto no hacen hincapié quienes esperan con impaciencia la superación de los dilemas del traductor mediante las equivalencias de mejores y más ingeniosas máquinas traductoras.
     La traducción literaria es una rama de la literatura, y es todo menos una tarea mecánica. Pero lo que hace de la traducción una labor tan compleja es que responde a una diversidad de fines: las exigencias que se derivan de la naturaleza de la literatura como forma de comunicación; el mandato, con una obra considerada esencial, de darla a conocer al público más amplio posible; la dificultad de pasar de un idioma a otro; y la intransigencia de determinados textos. Pues hay algo inherente en la obra que está muy lejos de las intenciones o la conciencia de su autor y que surge cuando comienza el ciclo de traducción: una cualidad que, a falta de una palabra mejor, hemos de llamar traducibilidad.
     Este nido de aspectos complejos a menudo queda reducido al perenne debate entre traductores —el debate sobre la literalidad— que al menos se remonta a la Roma antigua, cuando se traducía la literatura griega al latín, y continúa ejercitando a los traductores de cada país (y con respecto del cual hay diversas tradiciones y prejuicios nacionales.) El tema de discusión más viejo sobre las traducciones es el papel de la precisión y la fidelidad. Sin duda hubo traductores en el mundo antiguo cuyo modelo era la estricta fidelidad literal (¡y al diablo la eufonía!), una postura que defendió con impresionante obstinación Vladimir Nabokov en su anglización de Eugenio Oneguin. ¿Cómo explicar la temeraria insistencia del propio San Jerónimo (circa 331-420), el primer intelectual (que yo conozca) del mundo antiguo que reflexiona ampliamente, en prólogos y correspondencia, sobre la tarea de la traducción, de que el sacrificio del sentido y de la gracia es el resultado inevitable del intento de reproducir con fidelidad las palabras e imágenes del autor?
     Este pasaje procede del prólogo que Jerónimo escribió a su traducción latina de la Crónica de Eusebio. (La realizó en los años 381-382 d.C., mientras residía en Constantinopla a fin de participar en el Concilio; seis años antes de asentarse en Belén para perfeccionar su conocimiento del hebreo y casi un decenio antes de que comenzara su fundamental tarea de traducir la Biblia hebrea al latín.) De esta temprana traducción del griego, Jerónimo escribió:

Antigua costumbre fue de los varones elocuentes, para ejercitar su ingenio, poner en lengua latina los libros griegos y, lo que de por sí tiene mayor dificultad, trasladar los poemas de los autores ilustres añadiendo la obligación de hacerlo en metro. Por ello nuestro Tulio tradujo palabra por palabra libros enteros de Platón […] se equivocó en el Económico de Jenofonte. Obra ésta en la que tan a menudo se remansa, a causa de los abruptos y turbulentos obstáculos, aquel áureo río de elocuencia, que los que ignoran que se trata de una traducción no creerían que esas cosas las hubiera escrito Cicerón. Desde luego, es difícil que quien recorre las líneas de un escrito ajeno no se extravíe en algún lugar, ya que es cosa dificultosa que lo que en otra lengua está bien dicho, conserve el mismo decoro en la traducción. El significado es algo que está en la propiedad de una sola palabra: no encuentro la mía, con la que expresarlo, y mientras busco completar la idea, con un largo rodeo a duras penas consigo compensar los espacios de un corto camino. Se añaden las sinuosidades de los hipérbatos, las diferencias de los casos, la variedad de las figuras, y, por último, también la misma y, por así decirlo, vernácula naturaleza de la lengua. Si traduzco palabra por palabra, suena absurdamente; si, por necesidad algo que está en un orden, lo cambio en la frase, parecerá que me he apartado del deber de traductor. [Traducción de Virgilio Bejarano]

Lo impresionante de este pasaje en el cual Jerónimo se justifica a sí mismo es su interés en que los lectores comprendan cuánto intimida la tarea de la traducción literaria. Más adelante, en el mismo prólogo, da voz al lamento que reconocerá todo aquel que ha intentado ejercer la traducción. En este punto se refiere a la Biblia hebrea, el denominado Antiguo Testamento, y —anticipando sus futuros esfuerzos— a la mayor dificultad (y aquí debemos confiar en su palabra) de traducir el hebreo bíblico al latín que al griego.

¿Qué más grave que Salomón? ¿Qué más perfecto que Job? […] cuando las leemos en griego, suenan un poco a otra cosa, y, cuando es en latín, el ritmo no se mantiene en absoluto. Porque si alguien a quien le parece que la gracia de la lengua no se altera con la traducción, ponga palabra por palabra en latín a Homero, diré algo más, póngalo en su lengua griega con las palabras en prosa; verá un orden ridículo y que el elocuentísimo poeta apenas puede hablar. [t. Virgilio Bejarano]

¿Cuál es el mejor modo de abordar la inherente imposibilidad de traducir? Para Jerónimo no hay duda del procedimiento, tal y como explica una y otra vez en los prólogos a sus diversas traducciones. En una epístola a Panmaquio, redactada en 396, cita a Cicerón y concuerda en que la única manera apropiada de traducir es “con las mismas ideas, con sus formas y figuras, pero con palabras acomodadas a nuestro uso. No me pareció tener que traducir palabra por palabra sino conservar la propiedad y la fuerza […]” [t. Juan Bautista Valero]
     Más adelante, en la misma carta —en ella Jerónimo está respondiendo a los críticos, pues había muchos críticos y quisquillosos— sostiene desafiante: “La traslación literal de una lengua a otra encubre el sentido.” Si esto convierte al traductor en un coautor del libro, pues que así sea. “El caso es que conviene saber que —escribe Jerónimo es su prólogo a Eusebio—, en parte, he recurrido a mi oficio de traductor y escritor.”
     El asunto apenas podría presentarse con mayor temeridad o relevancia para la reflexión contemporánea. ¿Hasta dónde llega la autoridad del traductor para adaptar —es decir, recrear— el texto en el idioma al que la obra está siendo traducida? Si la fidelidad a la palabra y a la excelencia literaria en el nuevo idioma son incompatibles, ¿cuán “libre” puede ser una traducción responsable? ¿Es tarea primordial del traductor borrar la alteridad de un texto y refundirlo según las normas del nuevo idioma? No hay traductor serio al que no inquieten semejantes problemas: al igual que el ballet clásico, la traducción literaria es una actividad con modelos impracticables, es decir, modelos tan rigurosos que por fuerza generan insatisfacción, la impresión de que casi nunca se está a la altura, entre sus practicantes más ambiciosos. Y, al igual que en el ballet clásico, la traducción literaria es un arte de repertorio. Las obras consideradas grandes son retraducidas con regularidad: porque la adaptación ora parece demasiado libre, ora no lo bastante precisa; porque se estima que la traducción tiene demasiados errores; o porque el lenguaje que pareció transparente a los contemporáneos de la traducción en la actualidad parece anticuado.
     Los bailarines se preparan para alcanzar la meta no del todo quimérica de la perfección: la expresividad ejemplar exenta de errores. En una traducción literaria, dados los múltiples imperativos a los que debe responder, sólo puede haber un desempeño superior, pero nunca perfecto. Traducir, por definición, siempre conlleva alguna pérdida de la sustancia original. Todas las traducciones revelan tarde o temprano sus imperfecciones y, finalmente, incluso en el caso de los desempeños más ejemplares, vienen a ser tenidas por provisionales.

2.
     San Jerónimo estaba traduciendo —del hebreo y del griego— al latín. El idioma al que traducía era, y así lo fue durante muchos siglos, un idioma internacional.
     Estoy pronunciando esta conferencia en el nuevo idioma internacional, el cual, según los cálculos, es la lengua materna de más de trescientos cincuenta millones de personas, y la segunda lengua de decenas de millones en el mundo entero.
     Me encuentro aquí en Inglaterra, donde nació el idioma que hablo y en el que escribo. Adoptaré el punto de vista simple según el cual no nos divide una lengua común, según advierte la vieja agudeza. En mi país no denominamos “americano” al idioma que casi todos hablamos (aunque en la portadilla de la traducción francesa de mis libros se lea “traduit de l’américain”). Al parecer, sin embargo, hay personas en Estados Unidos que no saben por qué se llama inglés.
     Hace unos años un amigo inglés, escritor de rico acento oxoniense, visitó Estados Unidos por primera vez con su mujer y sus hijas adolescentes, y decidió que el mejor modo de vivir a cabalidad la experiencia americana era alquilar un coche y conducir a lo largo del país, de Nueva York a California. Cuando mi amigo se detuvo en una gasolinera de algún lugar de Iowa un asfixiante día de verano, el solitario dependiente que se hacía cargo del coche le preguntó después de unos instantes de charla:
     —Y ustedes ¿de dónde son?
     —De Inglaterra —respondió mi amigo, preguntándose lo que aquello provocaría.
     —Vaya —exclamó el dependiente de la gasolinera—. Habla muy bien inglés para ser extranjero.
     Desde luego, casi todos nosotros sabemos por qué se llama inglés. Y una de las glorias de la literatura de mi país, que no cuenta con mucho más de doscientos años, es que se escriba en vuestro idioma milenario.
     Cada día que me siento a escribir me maravilla la riqueza del idioma que tengo el privilegio de usar. Pero mi orgullo del inglés entra de algún modo en conflicto con mi conciencia de otra clase de privilegio lingüístico: escribir en un idioma que todos, en principio, están obligados a —y desean— entender.
     Aunque parezca idéntica en la actualidad al dominio mundial de la incomparable y colosal superpotencia de la que soy ciudadana, la inicial ascendencia a lingua franca internacional del idioma en el cual escribió Shakespeare fue una especie de golpe de suerte. Uno de los momentos clave fue la adopción en los años veinte (me parece) del inglés como lengua internacional de la aviación civil. Para que los aviones circularan con seguridad, los que los pilotaban y los que dirigían su vuelo debían tener una lengua común. Un piloto italiano que aterriza en Viena habla con la torre en inglés. Un piloto austriaco que aterriza en Nápoles habla con la torre en inglés. Además, se produce la anomalía de que un avión que viaja de Nápoles a Palermo, un piloto sueco que viaja de Estocolmo a Malmö, un piloto brasileño que va de Sao Paulo a Río, cada cual debe comunicarse con la torre en inglés. Damos por sentado este hecho en la actualidad.
     Con mucho más ímpetu y, me parece, de modo decisivo, la ubicuidad de los ordenadores —el vehículo de otra forma de transporte: el transporte mental— ha precisado de una lengua dominante. Si bien las instrucciones de vuestra interfaz están probablemente en vuestro idioma natal, la navegación por internet y el empleo de buscadores —es decir, la circulación internacional en el ordenador— precisa del conocimiento del inglés.
     El inglés se ha convertido en el idioma común que unifica las disparidades lingüísticas. La India cuenta con dieciséis “lenguas oficiales” (aunque se hablan muchas más lenguas vernáculas), y no hay modo de que, dada su presente composición y diversidad, incluidos ciento ochenta millones de musulmanes, vaya algún día a ponerse de acuerdo, digamos, de que el hindi, la lengua oficial más importante, se convierta en lengua nacional. La que precisamente podría serlo no es una lengua indígena, sino la del conquistador, la de la época colonial. Justo porque es foránea, extranjera, se puede convertir en la lengua que unifique a un pueblo permanentemente diverso: el único idioma que todos los indios acaso tengan en común no sólo es, sino que tiene que ser, el inglés.
     El ordenador sólo ha fortalecido la preeminencia del inglés en nuestra India mundial. Sin duda los fenómenos lingüísticos más interesantes de nuestra época son, por un lado, la desaparición de muchos idiomas minoritarios —es decir, idiomas que hablan pueblos pequeños, aislados y empobrecidos— y el formidable éxito del inglés, que ahora goza de una condición incomparable a la de cualquier otro idioma usado en el planeta. El inglés prospera en todas las regiones del mundo, a causa del predominio de los medios de comunicación de habla inglesa —lo que significa medios en los que se habla con acento norteamericano— y a causa de la necesidad de que los empresarios y científicos se comuniquen en una lengua común.
     Vivimos en un mundo que, en varios aspectos importantes, está empantanado en los nacionalismos más fútiles, y a la vez es posnacional de un modo tajante. El rasgo principal de las barreras arancelarias puede caer: el dinero puede volverse multinacional (como el dólar, que es la moneda de curso legal en varios países latinoamericanos y, desde luego, el euro). Pero hay un rasgo tenaz de nuestras vidas que nos arraiga en las antiguas fronteras y que el capitalismo avanzado, los avances de la ciencia y la tecnología y el dominio del imperialismo avanzado (al estilo de Estados Unidos) encuentran muy gravoso. Es el hecho de que hablamos muchos idiomas diferentes.
     De ahí la necesidad de una lengua internacional. ¿Y qué candidato más viable que el inglés?
     Esta mundialización del inglés tiene ya un efecto perceptible en la fortuna de la literatura, es decir, de la traducción. Sospecho que menos obras de literatura extranjera, sobre todo procedentes de lenguas que se tienen por menos importantes, se están traduciendo al inglés que, digamos, hace veinte o treinta años. Pero muchos más libros escritos en inglés están siendo traducidos a otras lenguas. En la actualidad es muy infrecuente que una novela extranjera se encuentre en la lista de los libros más vendidos de The New York Times, como ocurría hace veinte, treinta o cincuenta años. Algunas celebradas novelas de Kundera, García Márquez, Lampedusa, Pasternak y Grass fueron éxitos de venta en Estados Unidos. Hace poco más de medio siglo, Doctor Faustus de Thomas Mann fue durante un tiempo el número uno en la lista de los más vendidos; algo inconcebible en la actualidad.

3.
     A menudo se da por sentado que la meta de una traducción es lograr que la obra “suene” como si estuviera escrita en el idioma al cual está siendo traducida.
     Puesto que la traducción es una actividad no sólo ejercida en cada país, sino que está sujeta a tradiciones nacionales, hay mayores presiones en algunos países que en otros para borrar cuanto sea posible las señas de extranjerismo. Francia en particular cuenta con una arraigada tradición según la cual traducir es adaptar, a expensas de la estricta fidelidad al texto. Cuando le he señalado a mis editores franceses las flagrantes inexactitudes en la traducción de alguno de mis libros, me han respondido con frecuencia: “Sí, es cierto… pero se lee muy bien en francés”. Cuando oigo que mi libro o el de alguien más se lee ya muy bien en francés, gracias a los empeños del traductor, sé que el libro ha sido refundido siguiendo determinadas convenciones existentes (por lo general no las más fastidiosas) de la prosa francesa contemporánea. Pero ya que mi prosa en inglés no siempre es convencional en su ritmo u opciones léxicas, puedo estar segura de que eso no se transmite en francés. Sólo el sentido —y sólo parte de éste (pues me parece que el sentido está ligado de modo esencial a las singularidades de mi prosa)— está siendo transmitido.
     La primera crítica, y acaso todavía definitiva, de la idea —expuesta con tanto vigor por Jerónimo— de que es tarea del traductor verter de nuevo y por completo la obra a fin de avenirse con el espíritu del nuevo idioma, la formuló el teólogo protestante alemán Friedrich Schleiermacher (1778-1834) en su gran ensayo “Sobre los diferentes métodos de traducir”, escrito en 1813.
     Al argüir que “leer bien” no es el modelo fundamental para juzgar el mérito de una traducción, Schleiermacher no implica, desde luego, todas las traducciones, sino sólo las literarias, las que conllevan lo que de modo atractivo llama “la santa gravedad de la lengua”. En cuanto a las otras, escribe que

Como los pueblos se entremezclan en estos tiempos de manera poco conocida antes, resulta que dondequiera hay mercado, y éstas son las conversaciones del mercado, ya sean de carácter político o literario, o social, y no pertenecen verdaderamente al dominio de la traducción, sino, a lo sumo, al del intérprete. [t. Valentín García Yebra]

Para Schleiermacher la traducción —mucho más que un servicio prestado al comercio, al mercado— es una necesidad compleja. Hay un valor intrínseco en dar a conocer, a través de una frontera lingüística, un texto esencial. También hay un valor al vincularnos con algo distinto de lo conocido, con la alteridad misma.
     Para Schleiermacher un texto literario no es sólo su sentido.

Es, en primer lugar, el idioma en que está escrito. Y de igual modo que cada persona tiene una identidad medular, cada persona tiene, en esencia, sólo un idioma.

Como a una patria, el hombre tiene que resolverse a pertenecer a una lengua o a otra; de lo contrario, andará indeciso en una posición intermedia poco agradable. Está bien que todavía, entre nosotros, se siga escribiendo oficialmente en latín, para mantener viva la conciencia de que ésta fue la lengua materna científica y litúrgica de nuestros antepasados; es saludable que siga siendo así también en el dominio de la ciencia común europea, para facilitar su intercambio; pero aun en este caso, sólo se tendrá éxito en la medida en que, para tal exposición, el objeto lo es todo, y el modo personal de ver y combinar las cosas tiene poca importancia. [t. Valentín García Yebra]

Substitúyase inglés por latín en el encomio en extremo reservado de Schleiermacher en favor de un idioma paneuropeo (léase: mundial) que se requiere para facilitar una economía paneuropea (léase: mundial), y advertiréis lo poco que espera de este idioma como medio de expresión subjetivo, es decir, literario.
     Respecto de la práctica concreta, Schleiermacher adopta la posición exactamente opuesta a la de Jerónimo, y arguye que el deber primordial del traductor es apegarse tanto como sea posible al texto original, en el entendido de que el resultado será, precisamente, leído como traducción. Naturalizar un libro extranjero es perder lo que tiene de más valioso: el espíritu del idioma, el ethos mental del que surge el texto. Por lo tanto, si una traducción, digamos, del francés o del ruso al alemán suena como si hubiese sido escrita originalmente en alemán, el lector de habla alemana se verá privado del conocimiento de la otredad que proviene de la lectura de algo que en efecto suena ajeno.
     La diferencia entre la postura de Jerónimo y la de Schleiermacher es la que se produce por la interposición de la idea de identidad nacional en cuanto estructura en torno a la cual se aglutina la disgregación lingüística. Para Jerónimo, hablar otro idioma no es ser una persona diferente. Jerónimo vivía en un mundo que, de maneras no muy distintas de la nuestra, era, de modo señalado, transnacional o internacional. Para Schleiermacher, hablar otro idioma era no ser, en el sentido más profundo, auténtico. Escribe:

Más aún; puede decirse que la meta de traducir tal como el autor mismo habría escrito originalmente en la lengua de la traducción no sólo es inasequible, sino también nula y sin valor en sí misma; pues quien reconozca la fuerza modeladora de la lengua y cómo se identifica con la idiosincrasia del pueblo, tendrá que confesar que precisamente en los más insignes es donde más contribuye la lengua a configurar todo su saber, y también la posibilidad de exponerlo, y que, por tanto, a nadie le está unida su lengua sólo mecánica y externamente como con correas […] con la misma facilidad con que se suelta un tronco de un carruaje y se engancha otro […] sino que, más bien, cada uno produce originalmente sólo en su lengua materna, y, por consiguiente, ni siquiera puede plantearse la cuestión de cómo habría escrito sus obras en otra lengua. [t. Valentín García Yebra]

Schleiermacher no está, desde luego, negando la existencia de una capacidad para hablar y escribir en más de un idioma, pero supone que todos tenemos una “lengua materna”, y la relación con otros idiomas en los que se puede hablar o incluso escribir poesía y filosofar no es de algún modo “orgánica”: una metáfora predilecta del periodo. Ésta es, obviamente, una posición ideológica: muchos pueblos han sido bíglotas, si no políglotas. En Italia, por ejemplo, se puede hablar no sólo toscano (el denominado italiano) sino también napolitano o romañolo. En Quebec, las personas instruidas hablan francés e inglés. En el antiguo imperio austrohúngaro la mayoría de la gente instruida en países ahora llamados Austria, la República Checa, Rumania y Hungría hablaba al menos dos, a veces tres, idiomas todos los días. Está claro que la posición de Schleiermacher no es meramente descriptiva. (Su ideario más profundo tiene que ver con su concepto de nación y de pueblo.) Desde el punto de vista de Schleiermacher, no es que no sea posible, sino que no se deberían desplegar dos idiomas de igual modo. El epítome de la falta de autenticidad sería asumir que se puede habitar otra lengua con el mismo espíritu que la propia.

4.
     Pero ¿se puede hablar con autenticidad más de un idioma?
     La pregunta de Schleiermacher continúa teniendo eco. ¿Qué significa el dominio de una segunda lengua?
     Amigos ingleses y estadounidenses que han residido mucho tiempo en Japón (casi todos con parejas japonesas) me han dicho que los japoneses en general albergan profundas sospechas, e incluso algo de hostilidad, hacia el extranjero que habla su idioma sin cometer errores. Pero es probable que este prejuicio desaparezca en la medida en que Japón continúe reconociendo que la existencia de extranjeros en su seno no es una rareza, un infortunio o una adulteración de su esencia nacional.
     En el otro extremo, un ejemplo más reciente de lo que conlleva alcanzar el perfecto dominio de una segunda lengua —la cual resulta que es el inglés— nos procura un escenario perfecto de falta de autenticidad schleiermachiana. Estoy pensando en una iniciativa floreciente en el multimillonario negocio de programas informáticos, de mucha importancia para la actual economía india. Se llaman centros de atención y emplean a miles de mujeres y hombres jóvenes que ofrecen asistencia técnica o reservas mediante números telefónicos sin coste en todo Estados Unidos. A estas personas jóvenes, todas las cuales ya hablan inglés, han competido con éxito por estos disputados puestos de trabajo en los centros de atención y han completado un arduo curso diseñado para borrar todo vestigio de acento indio en inglés (muchos no lo logran), se les paga un salario munificente para un empleo secretarial en la India, aunque desde luego mucho menos que lo que deberían pagar ibm, American Express, General Electric, Delta Airlines y las cadenas de hoteles y restaurantes a los estadounidenses por ese trabajo: razón suficiente para que tales labores se “subcontraten” cada vez más. También al parecer es un hecho que los indios desempeñan estas labores de mejor manera, con menos errores, lo cual no es sorprendente puesto que la mayoría son graduados universitarios.
     Desde las amplias plantas de edificios de oficinas en Bangalore, Bombay y Nueva Delhi, filas de jóvenes indios sentados en cabinas contestan una llamada tras otra (“Hola, soy Nancy. ¿En qué puedo ayudarle?”), cada cual provisto de un ordenador que permite recoger con unos cuantos clics del ratón la información relevante para hacer una reserva, mapas que informan sobre la ruta idónea por las autopistas, predicciones meteorológicas, etcétera.
     Nancy, Mary Lou, Betty, Sally Jane, Megan, Bill, Jim, Wally, Frank… estas alegres voces primero tuvieron que ser adiestradas durante meses, mediante instructores y casetes, a fin de adquirir un acento (no instruido) del centro de Estados Unidos, aprender los principales modismos estadounidenses, las expresiones idiomáticas informales (entre ellas las regionales), y las referencias elementales de la cultura de masas (personalidades de la televisión, tramas y protagonistas de las series más importantes, el éxito de taquilla más reciente en las multisalas cinematográficas, los resultados del beisbol y el baloncesto, etcétera), con objeto de que no titubeen en la conversación casual, si el intercambio con un cliente en Estados Unidos se prolonga, y dispongan de los medios para seguir haciéndose pasar por estadounidenses.
     Con el fin de lograrlo tienen que ser creíbles para ellos mismos. Les han dado nombres estadounidenses y breves biografías de sus identidades estadounidenses: lugar y fecha de nacimiento, ocupación de los padres, número de hermanos, religión (casi siempre protestante), bachillerato, deporte preferido, música predilecta, estado civil, etcétera. Si se les pregunta, pueden decir dónde se encuentran. Por ejemplo, si el cliente está llamando desde Savannah, Georgia, para reservar un hotel en Macon, Georgia, y pedir indicaciones sobre la ruta más rápida entre esas dos ciudades, el operador puede decir que él o ella está en Atlanta. Si dijeran que están en Bangalore, India, despedirían a la falsa Nancy o al falso Bill al instante. (Los supervisores vigilan todas las llamadas de modo rutinario e indetectable.) Y, desde luego, casi ninguno de estos jóvenes ha dejado nunca su país.
     ¿Le gustaría a “Nancy” y a “Bill” ser una Nancy y un Bill verdaderos? Casi todos responden —ha habido entrevistas— que sí. ¿Les gustaría venir a Estados Unidos, donde sería normal hablar inglés siempre con acento norteamericano? Desde luego que sí.

5.
     Nuestras ideas sobre la literatura (y, por lo tanto, sobre la traducción) son por necesidad reactivas. A principios del siglo xix, parecía progresista defender las literaturas y la singularidad (el “genio” especial) de los idiomas nacionales. El prestigio del Estado nación en el siglo xix se sustentó en la conciencia de que había producido grandes autores “nacionales”; y en países como Polonia y Hungría, éstos solían ser poetas. En efecto, esa idea tenía una inflexión libertaria particular en los países europeos más pequeños, que aún existían en los confines de un sistema imperial y estaban alcanzando la identidad de los Estados nacionales.
     El interés en la autenticidad de la encarnación lingüística de la literatura fue una de las respuestas a estas nuevas ideas. Otra respuesta a la idea de identidad nacional fue la de Goethe, que acaso haya sido el primero en abordar, y en una época, a principios del siglo xix, en que la idea de la identidad nacional era muy progresista, el proyecto de Literatura Mundial (Weltliteratur).
     Puede parecer sorprendente que Goethe haya explorado una noción con tanta antelación a su tiempo. Parece menos extraño si se piensa que Goethe no sólo era contemporáneo de Napoleón, sino tan napoleónico él mismo en más de un proyecto e idea que podría haberse constituido en el equivalente intelectual de aquel imperio. Su idea de la literatura mundial recuerda la idea napoleónica de los Estados Unidos de Europa, pues Goethe entendía por “el mundo” a Europa y los países neoeuropeos, donde ya había un intenso tráfico literario a través de las fronteras. Desde la perspectiva de Goethe, la dignidad y especificidad de las lenguas nacionales (íntimamente ligadas a las afirmaciones del nacionalismo) son del todo compatibles con la idea de literatura mundial, la cual es la noción de un conjunto mundial de lectores: leer libros en traducción.
     Después, aún en el siglo xix, el internacionalismo o cosmopolitismo literario se convirtió, en los países poderosos, en la idea más progresista, la de la inflexión libertaria. El progreso sería el desarrollo natural de la literatura, de “provincial” a “nacional” a “internacional”. Una noción de Weltliteratur floreció durante casi todo el siglo xx, con el sueño recurrente de un parlamento internacional en que todos los Estados nacionales tendrían un escaño entre iguales. La literatura podría ser ese sistema internacional, el cual destina un papel aún mayor a las traducciones, para que todos podamos leer los libros de los otros. La difusión mundial del inglés incluso podría ser considerada un movimiento esencial para la transformación de la literatura en un sistema verdaderamente mundial de producción e intercambio.
     Pero, como muchos han advertido, la mundialización es un proceso que trae beneficios muy disímiles a los diversos pueblos que integran la población del planeta, y la mundialización del inglés no ha alterado la historia de los prejuicios sobre las identidades nacionales, uno de cuyos resultados es que algunas lenguas —y la literatura que en ellas se produce— siempre han sido consideradas más importantes que otras. Un ejemplo. Sin duda Memorias póstumas de Blas Cubas o Don Casmurro de Machado de Assis o El cortijo de Aluísio Azevedo, tres de las mejores novelas escritas en el orbe en las postrimerías del siglo xix, serían tan célebres como puede ser en la actualidad una obra maestra literaria decimonónica si no hubieran sido escritas por brasileños en portugués, sino en alemán, francés o ruso. O inglés. (No se trata de grandes idiomas frente a idiomas menores. Brasil apenas carece de habitantes y el portugués es el sexto idioma más hablado del mundo.) Me apresuro a añadir que estos libros maravillosos están traducidos, excelentemente, al inglés. El problema es que no se mencionan. Alguien cultivado, alguien en busca el éxtasis que sólo la narrativa puede producir, aún no estima necesario —al menos no todavía— leerlos.
     La antigua imagen bíblica de Babel sugiere que vivimos en nuestras diferencias, simbólicamente lingüísticas, los unos sobre los otros: como el sueño de un edificio de apartamentos de una milla de altura de Frank Lloyd Wright. Pero nuestro sentido común nos indica que nuestra dispersión lingüística no puede ser una torre. La geografía de nuestra dispersión en muchos idiomas es más horizontal que vertical (o así lo parece), con sus ríos, montañas, valles y océanos que lamen los contornos de las tierras. Traducir es trasladar, es llevar al otro lado.
     Pero quizás hay algo de cierto en la imagen. Una torre tiene muchas plantas, y los numerosos inquilinos de ésta están apilados los unos sobre los otros. Si Babel se parece a cualquiera otra torre, las plantas superiores son las más codiciadas. Quizás determinados idiomas ocupan amplias áreas de las plantas superiores, los grandes salones y las terrazas dominantes. Y otros idiomas y sus productos literarios están confinados a las inferiores, a los techos más bajos, a las vistas limitadas.

6.
     Dieciséis siglos después de San Jerónimo, pero poco más de un siglo después del ensayo capital de Schleiermacher sobre la traducción, vino la tercera de las que a mi juicio son las reflexiones ejemplares sobre el propósito y los deberes del traductor. Es el ensayo titulado “La tarea del traductor” que Walter Benjamin escribió, en 1923, como prólogo a su traducción de las Tableux Parisiens de Baudelaire.
     Al trasladar el francés de Baudelaire al alemán, nos dice, no está obligado a que Baudelaire suene como si hubiese escrito en alemán. Al contrario, su obligación es mantener la impresión que habría tenido un lector alemán de algo diferente. Escribe:

Toda traducción es sólo un modo más o menos provisional de avenirse con la alteridad de las lenguas. No es el mayor elogio a una traducción, sobre todo en la época de su origen, afirmar que se lee como si hubiera sido escrita originalmente en aquel idioma.

Y más adelante:

El error elemental del traductor es que conserva el estado en el cual se encuentra su propia lengua, en lugar de permitir que su lengua sea intensamente afectada por el idioma extranjero.

La razón de Benjamin para preferir una traducción que revela su alteridad es muy distinta de la de Schleiermacher. No es porque desee promover la autonomía y la integridad de los idiomas individuales. El pensamiento de Benjamin está en el polo opuesto del ideario nacionalista. Es una consideración metafísica, que proviene de su concepto de la naturaleza misma de la lengua y según la cual la propia lengua exige los esfuerzos del traductor.
     Cada lengua es parte de la Lengua, la cual es mayor que toda lengua individual. Cada obra literaria individual es parte de la literatura, la cual es mayor que toda literatura en cualquier idioma.
     Algo parecido a este punto de vista —que situaría la traducción en el centro del empeño literario— es lo que he intentado respaldar con estas observaciones.
     La naturaleza de la literatura tal como ahora la entendemos —y me parece que la entendemos de modo correcto— es la circulación, por motivos diversos y necesariamente impuros. La traducción es el sistema circulatorio de las literaturas del mundo. La traducción literaria, creo, es sobretodo una tarea ética, una tarea que refleja y duplica el papel de la propia literatura, lo cual amplía nuestras simpatías; educa nuestro corazón y entendimiento; crea introspección; afirma y profundiza nuestra conciencia (con todas sus consecuencias) de que otras personas, personas distintas de nosotros, en verdad existen.

7.
     Tengo la edad para haber crecido, en el suroeste de Estados Unidos, creyendo que había algo llamado literatura en inglés, de la cual la literatura estadounidense era una rama. El escritor que más me importó de niña fue Shakespeare —Shakespeare como experiencia de lectura (de hecho, una experiencia de lectura en voz alta), que comenzó cuando me obsequiaron con una bonita edición ilustrada de los Cuentos de Shakespeare de Charles Lamb a los ocho años; mi lectura de Lamb y de muchas obras después antecedió cuatro años a mi efectiva experiencia de ver a Shakespeare en escena o en adaptación cinematográfica. Además de Shakespeare, recontado o en directo, estaban Winnie the Pooh, El jardín secreto, los Viajes de Gulliver y las Brontë (primero Jane Eyre, después Cumbres borrascosas) y The Cloister and the Hearth [El claustro y el hogar] y Dickens (las primeras fueron David Copperfield, Canción de Navidad e Historia de dos ciudades), mucho Stevenson (Secuestrado, La isla del tesoro, El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde) y El príncipe feliz de Oscar Wilde… Desde luego, también había libros estadounidenses, como los relatos de Poe y Mujercitas y las novelas de Jack London y Ramona. Pero en aquella época distante, todavía reflexiva y refinada, de cultura anglófila, parecía de lo más normal que la mayoría de los libros que yo leía procedieran de otros lugares, un lugar más antiguo, como la lejana, emocionante y exótica Inglaterra.
     Cuando el “otro lugar” fue más amplio, cuando mis lecturas —siempre en inglés, desde luego— llegaron a incluir libros maravillosos que no habían sido escritos originalmente en inglés, cuando continué con la literatura mundial, la transición fue casi imperceptible. Dumas, Hugo y de ahí en adelante… sabía que ya estaba leyendo autores “extranjeros”. No se me ocurrió pensar en la mediación que me traía estos libros cada vez más asombrosos. Si hubiese reconocido una frase torpe en una novela de Mann, Balzac o Tolstói que estaba leyendo, no se me habría ocurrido preguntar si la frase se leía de un modo tan torpe en el original alemán, francés o ruso, o sospechar que habría podido estar “mal” traducida. Para mi mente juvenil de lectora novata no había tal cosa como una mala traducción. Sólo había traducciones que descifraban libros que no habrían estado a mi alcance, y los ponían en mis manos y corazón. En lo que a mí respecta, el texto original y la traducción eran como una unidad.
     La primera vez que me formulé el problema de una traducción mediocre fue cuando comencé a asistir a la ópera, en Chicago, y contaba dieciséis años. Allí sostuve en mis manos por primera vez una traducción en face —la lengua original a la izquierda (en esa época ya sabía algo de francés e italiano) y el inglés a la derecha— y quedé pasmada y confundida por las manifiestas inexactitudes de las traducciones. (Aquello ocurrió muchos años antes de que comprendiera porqué las palabras en un libreto no pueden ser traducidas literalmente.) Salvo en la ópera, nunca me pregunté qué me estaba perdiendo al leer en aquellos primeros años literatura traducida. Fue como si sintiera que mi cometido era, en cuanto lectora apasionada, ver a través de las faltas o limitaciones de una traducción; como se ve a través (o se pasa por alto) de la mala copia rayada de una entrañable película que vemos de nuevo. Las traducciones eran un obsequio por el que siempre sentiría gratitud. ¿Qué —más bien quién— sería yo sin Dostoievski, Tolstói y Chéjov?
     Mi concepto de lo que puede llegar a ser la literatura, mi reverencia hacia la práctica de la literatura en sentido vocacional, y mi identificación de la vocación del escritor con el ejercicio de la libertad: todos estos elementos de mi sensibilidad son inconcebibles sin los libros que leí en traducción desde temprana edad. La literatura era un viaje mental: un viaje al pasado… y a otros países. (La literatura era un vehículo que podía llevarte a cualquier lugar.) Y la literatura era la crítica de la propia realidad a la luz de un modelo superior.
     Un escritor es en primer lugar alguien que lee. De la lectura extraigo los modelos mediante los cuales evalúo mi propia obra y que por desgracia no alcanzo. Gracias a la lectura, incluso antes que a la escritura, me convertí en parte de la comunidad —la comunidad de la literatura— que incluye a más escritores muertos que vivos. La lectura, y los modelos, son entonces relaciones con el pasado y con lo otro. La lectura, y contar con modelos literarios, son relaciones, en mi opinión indispensables, con la literatura en traducción. ~

Traducción de Aurelio Major

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