El año pasado fui parte de una instalación en Berlín. Llegué a la ciudad por la mañana. Después de dejar las maletas y darme un baño, decidí ir hacia la puerta de Brandenburgo. Utilicé el metro, la estación más cercana estaba vacía; dudé un poco, si mis anfitriones no habían mostrado interés por las celebraciones de aquel día, ¿por qué yo sí tenía ese entusiasmo? Al avanzar en el trayecto, me tranquilizó la cantidad de personas que subían estación tras estación aunada a la familiaridad con la hora pico en México. Dejé que fuera ese río, y no el mapa que tenía en el teléfono, el que me llevara. Desembocamos en Postdamer Platz, era la última estación abierta antes de llegar a la puerta.
Descubrí que para celebrar la caída del Muro, los berlineses habían construido otro muro. Un muro de globos blancos que recorría toda la ruta que en otro momento tuvo el primer muro. Intenté llegar a la puerta pero ya habían cerrado el acceso, no cabía una persona más en la plaza. “Americans and visitors, get away, there’s no space, get back”, se oía una voz desde el megáfono, con acento más agrio que de celebración. Me sumé a la espera generalizada mientras comía Currywurst. Caminé de regreso a Postdamer Platz; me encontré con unos españoles muy amables que me dieron café; unos alemanes nostálgicos con sus uniformes y bandera de la Unión Soviética; con los clásicos jóvenes, de todos colores y sabores, ahogados en alcohol y con hinchas del Bayern y del Dortmund, que a veces en pareja y de la mano, cada uno llevaba la bufanda de su equipo.
No recuerdo la hora exacta, pero sin mayor preámbulo, se encendieron unas pantallas gigantes. Por los comentarios a mi alrededor, no fui la única que hasta ese momento se dio cuenta de que estaban ahí. En la pantalla había un gordo con traje, estaba sudando. Abrieron la toma y el sonido: era el primer verso del poema de Schiller, “O Freunde, nicht diese Töne!”, hubo ojos desorbitados y caras de sorpresa; Sir Simon Rattle dirigía la Novena de Beethoven, una elección que dejaba ver el ánimo resignificante, pero también de asociación política inevitable. Como cuenta Esteban Buch en el libro La novena de Beethoven, “a partir de una iniciativa de Joseph Goebbels, en 1937 el aniversario de Hitler es festejado con la Novena sinfonía”. No fue sino hasta los conciertos que a finales de 1989 dirigió Leonard Bernstein, donde hubo músicos de las dos Alemanias y de los aliados, en los que una vez más la Novena sonó en Berlín. Hoy en día la parte coral es el himno de la Unión Europea, pero desde su designación, en 1972, las dudas y los sentimientos encontrados que causaba se hicieron públicos dentro y fuera de Alemania; “el ‘joven con botas’ de La naranja mecánica, que asimila placer individual y violencia individualista es el único que despierta los temores del Times”, advierte Esteban Buch, por la nota que el periódico inglés publicaría tan sólo unos días después de la designación.
Hubo un momento en el que los gritos volvieron inaudible la Novena: habían empezado a soltar los globos. El Muro caía de nuevo; se elevaba, pero “caía de nuevo”. Presiento que existe la palabra en alemán para esto pero la desconozco. Desde donde estaba alcancé a ver el inicio, a un lado de la cuadriga, también caída y reconstruida tantas veces, por las guerras o por la falta de ellas. Hubo personas que seguían a pie la elevación, como para llegar de nuevo al otro extremo de la puerta. La euforia era total, no podría afirmar si eran las personas o era Berlín, pero ahí estaba esa sensación mezclada de desolación y de fuerza, de rudeza y de fragilidad de la que habla Fabio Morábito en “El piso faltante”. Por momentos parecía que la celebración podría salirse de control cuando algunos de los menos jóvenes se desprendían de sus abrigos para saltar y entonar unos cánticos indescifrables a grito pelado. Ante tal disonancia entre razón y sensibilidad pensaba en las ideas de Kant: nos susurraría al oído que ese juego no armónico es lo sublime.
El año pasado fui parte de una instalación en Berlín. Al volver a ver las fotografías de ese día no sé si lo que más quiero es recordar la caída del Muro de Berlín, la historia política de la Novena, comer Currywurst, ver un partido del Dortmund, leer a Kant o todo al mismo tiempo. Quizás, otra vez Fabio Morábito, esos restos no son para devolvernos al pasado sino para salvarnos de él.
(Ciudad de México, 1988) es escritora, editora y una de las fundadoras de Ediciones Antílope. Actualmente, gracias a la beca Jumex para estudios en el extranjero y al Graduate School of Arts and Science Award de la Universidad de Nueva York, cursa el MFA en Escritura Creativa en Español (2021-2023).