El ocultamiento de la muerte

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Alejandro González Iñárritu ha penetrado hasta el subsuelo verbal de donde proviene el vocablo “perro”, de origen incierto y exclusivo del castellano. En México, quizá más que en otros ámbitos del idioma, la palabra expresa una constelación de significados feroces y tiernos. El perro ama de manera incondicional, pero también es la corporización de la miseria humana: por eso, en la escena final de Bajo el volcán, alguien tira el cadáver del cónsul a la barranca, “como un perro”. Fue un acierto que, en todos los países Fdonde se exhibió su película, se conservara el intraducible título original en español. Guardadas las proporciones entre una obra clásica y la cinta de este joven y talentoso cineasta, Amores perros me recordó ciertos temas de Los olvidados: el mismo dios del azar dictando las citas con el destino; la reticencia en el uso explícito del color local y, sin embargo, el sutil carácter mexicano que la envuelve (la escena final con los dos asesinos, “el Chivo” y su perro, alejándose en el horizonte sobre un suelo volcánico, es mexicana casi en un sentido geológico). De los personajes de Buñuel, escribió Octavio Paz: “su mitología, su rebeldía pasiva, su lealtad suicida, su dulzura que relampaguea, su ternura llena de ferocidades exquisitas, su desgarrada afirmación de sí mismos en y para la muerte, su búsqueda sin fin de la comunión —aun a través del crimen— no pueden ser sino mexicanos.” Quizá no sea excesivo afirmar algo semejante de Susana, Octavio, “el Chivo” y demás protagonistas de Amores perros. Su tragedia es universal, pero el énfasis peculiar en la muerte es mexicano.
     Tras el éxito universal de Amores perros, González Iñárritu decidió asomarse aún más en la boca del lobo y abordar, con la misma crudeza, el tema de la muerte. La muerte no como usualmente se trata en las películas de Hollywood (el desenlace rosa de una historia, con su música de fondo, sus tonalidades sentimentales y su previsible moraleja), sino la muerte como el comienzo y la raíz de la historia: 21 gramos es una respuesta compleja y múltiple a antiguas preguntas existenciales. ¿Cuánto pesa la culpa en quien, sin buscarlo, provoca la muerte de personas inocentes (Benicio del Toro)? ¿Cuánto pesa el dolor en quien pierde a los seres entrañables (Naomi Watts)? ¿Cuánto pesa el temor en quien está condenado a ella (Sean Penn)? Es decir: ¿Cuánto pesa la muerte?
     El público mexicano acogió la cinta con entusiasmo. Es natural. Tanto la cultura indígena como la española veían la muerte con la estoica familiaridad que, en alguna medida, todavía caracteriza la vida mexicana. En Europa, 21 gramos ha tenido excelente acogida. En Italia es un éxito de taquilla. “Sorprendente, brutal como un puñetazo”, opinó Liberation en París. En Inglaterra, la cinta obtuvo cinco postulaciones a los premios Bafta. En cambio, en Estados Unidos la crítica y el público han sido menos unánimes en sus elogios y no obtuvo postulación al Oscar, salvo para Watts y Del Toro. Reconociendo el gran talento de González Iñárritu como director de actores, la agresividad casi física de su fotografía y las formidables actuaciones de sus tres protagonistas, se han señalado algunos inconvenientes de la edición, que en su estructura tijereteada confunde al espectador y le impide identificarse emotivamente con los personajes. Quizá tengan razón, pero sospecho que su extrañamiento con respecto a 21 gramos revela menos las limitaciones de la película que las de su propia actitud —y, en general, la actitud de la cultura estadounidense— ante la muerte.
     “El ocultamiento de la muerte para preservar la felicidad —escribió el historiador francés Phillippe Aries— nació en Estados Unidos a principios del siglo XX.” El estadounidense, apuntó Aries, había alejado la muerte de su horizonte cotidiano, relegándola a una condición accidental, algo que les ocurre a ciertas personas por no cuidar su salud, una extraña mutación terminal cuyo desenlace debe darse fuera y lejos del hogar, en el espacio neutro y remoto de los hospitales. En este mismo sentido, el teólogo Jacques Maritain apuntaba: “Se llega al punto de pensar en el acto de morir como un sueño que transcurre entre felices sonrisas, entre blancas vestimentas como alas angelicales, algo placentero y sin mayor consecuencia. Relájese, tómelo con calma, no pasa nada.” Hollywood, ese termómetro de la cultura estadounidense, suele utilizar la muerte en un sentido edificante: la trivializa con tiroteos inverosímiles y ríos abstractos de sangre, la edulcora, la suaviza y, sobre todo, en la mejor tradición estadounidense, la embalsama (como en la escena de Mystic River en que Sean Penn ve el cadáver marmóreo de su hija, se acerca a él y, significativamente, se retira sin besarlo). En la industria del espectáculo se puede hacer todo con la muerte, menos verla, hasta donde es humanamente posible, de frente.
     21 Gramos no oculta la muerte: la encara, la revela. La cinta, es verdad, exige del espectador una resistencia límite: lo oprime sin tregua, lo mantiene en estado de crispación sin ofrecerle una rendija de luz hasta que, al final, el amor lo redime y “los maizales reverdecen” (como dice la dedicatoria final de la película, escrita por González Iñárritu para su esposa, en referencia al hijo pequeño que perdieron hace unos años). Esa confrontación resulta intolerable para quienes acuden al cine sólo para entretenerse, no para involucrarse. “Hay que tener muy buenas razones para matar a dos niños en el comienzo de una película”, opinó un crítico en la revista en línea Slate. Pero, como sabían muy bien los griegos, la muerte no atiende razones, ni avisa o pide permiso.
     Alejandro González Iñárritu se emperró en no hacer concesiones a una cultura que, por razones profundas (el providencialismo de su raigambre puritana, su propensión hedonista, la lógica comercial de la industria del entretenimiento), elude encarar la muerte. Pero esta exposición brutal con el sufrimiento límite (que es el tema del Libro de Job) encierra un mensaje de gran valor moral, una lección de humildad y sabiduría para una sociedad que, en amplios sectores de su cultura, ha olvidado la dimensión trágica del hombre. ~

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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