Es de noche y la persecución es en Ciudadela. La Policía Bonaerense sabe del morocho que entró a robar al bingo de la calle Rivadavia y se les viene escapando. Lo tiene junado, lo busca hace ya un tiempo. Para ellos, es el líder de la pandilla que tiroteó la comisaría sexta dos noches seguidas, para vengar la muerte de uno de sus compañeros. El morocho es el mismo que después de otro robo, en otra persecución, mató a un policía, con lo que se convirtió en un “carta blanca”, es decir, un ladrón a quien la policía puede matar en vez de detener, y luego, con toda impunidad, plantarle un arma e informar que se trató de un intenso tiroteo.
Para todo Fuerte Apache, el morocho es aquel pibe que pintaba para crack de la selección nacional, el que dominaba la pelota mejor que nadie, y que lograba que técnicos y directivos de clubes grandes del país fueran a buscarlo a su monoblock. Tenía el morocho un compañero en la delantera: un socio dentro del equipo. Alguien que no definía tan bien como él, pero lo acompañaba en el pase, en la pared, en la llegada al área rival, en los festejos. Siempre estaba detrás de él en la tabla de goleadores. Dicen en el Fuerte que juntos hacían desastres. En el ambiente del fútbol infantil, también. Ahora, uno concentra con la selección argentina Sub 17 mientras el otro escapa de la bala policial. Uno corre en el entrenamiento mientras el otro corre para no morir. Uno firma contrato de exclusividad para usar indumentaria Nike y el otro roba para comprar las zapatillas Nike más caras. Uno se llama Carlos Tévez, le dicen Carlitos; el otro se llama Darío Coronel, le dicen Cabañas. Arrancaron en la categoría 84 de All Boys y siguieron jugando juntos seis años más. El que llaman Tévez ahora descansa en un hotel de Perú de cara al Preolímpico Sub 17. El que llaman Cabañas sabe que si se detiene a descansar el descanso será para siempre.
El guacho Cabañas corre, pero sus pulmones no son los de antes: el poxirram hizo lo suyo y ya no hay reacción en los piques, en cada proyección. Sabe que atrás viene la Bonaerense, y le ruega a San Jorge para que lo ayude una vez más. Está seguro de que no lo espera una detención, ni un tiroteo, tampoco un instituto de menores. En la persecución existe el pulso íntimo de la venganza policial. Es vida o es muerte. O se lo hace o se lo hacen. Mató a uno de ellos. Es carta blanca. Lo quieren matar. Lo van a matar.
Falta una cuadra para llegar a Fuerte Apache y ahí sabe que no lo atrapan, en los monoblocks se les pierde. Corre hasta el Aguas Argentinas de la calles Besares y frena; ayuda a sus compañeros a saltar las paredes. Se da vuelta. Es el último. Quedó solo. Los patrulleros doblan y lo ven de espaldas, tratando de trepar. Se ve rodeado. De golpe Cabañas comprende que esta vez no hay posibilidades. Y no lo duda: en el barrio siempre decía, el guacho Cabañas, que antes de que la policía matara a un ladrón prefería matarse él. Entonces saca su pistola, la remonta y se pega un tiro en la sien.
Esta no es la historia de Carlos Tévez. Esta es la historia del pibe que pudo haber sido Carlos Tévez y no, no salió, no pudo ser. Estuvo cerca, condiciones le sobraban, pero no se dio. La gloria deportiva, en este caso, es pura leyenda.
… Siempre me decías que ningún policía te quitaría la vida / siempre en tu rostro convivía una sonrisa / pero con picardía porque en todo momento / sabías lo que hacías / recuerdo a tu hermano recibiendo la noticia / guacho Cabañas se ha quitado la vida / terminaron las buenas jugadas / solo has dejado una lluvia de balas…
Darío Coronel, Cabañas, nació el mismo año, vivió en el mismo nudo de Fuerte Apache, fue a la misma escuela, jugó en el mismo potrero y en muchos de los clubes que estuvo Carlitos. De chicos se la pasaban todo el día juntos, y decían ser mejores amigos. Adentro de la cancha se puteaban, pero afuera nunca se separaban. A Darío, como a Carlitos, también se lo podía ver con ropa sucia, zapatillas agujereadas, caminado solo, de muy niño, por los monoblocks de un barrio que es un gueto de Buenos Aires.
–Se la pasaban compitiendo entre ellos y peleando. Por la tabla de goleadores, porque no se la pasaban entre ellos, pero a la vez, se amaban –dice Yair Rodríguez, exintegrante de ese primer equipo.
Cabañas fue Tévez antes que Tévez. Era el mejor de los siete chicos de seis años que integraron la primera formación de un equipo ganador, gloriosamente reconocida por el mundo del fútbol infantil: la categoría 84 de All Boys. Jugaron juntos hasta los trece años, para después cada uno seguir su carrera en clubes de cancha de once. De aquel equipo surgió una megaestrella del mundo –Tévez–, y un pibe que se pegó un tiro –Cabañas–, y otro que hoy cuida un depósito de gaseosas –Ariel, el arquero–, y otro que juega por setecientos dólares mensuales en el fútbol de ascenso –Yair–, y otro que es electricista y pasea perros –Gastón–, y otro que acaba de salir de la cárcel –Carlos–, y otro que puso una agencia de fletes y se escapó de un centro de rehabilitación de drogas –Egidio.
Y ese equipo tenía un gurú, un hacedor: Norberto el Tano Propato, que pasaba por Fuerte Apache con una camioneta arruinada y levantaba lo que su buen ojo de cazatalentos del suburbio le indicaba que sería un gran jugador. Propato dirigía un club a treinta cuadras de los monoblocks, pero pasaba por allí para detectar pichones de cracks. Lo vio a Tévez, una vuelta, cuando tenía cinco años, pateando unas piedritas en la canchita del Nudo 1. Lo vio también a Darío, pateando esas mismas piedritas o tal vez otras, en un lugar donde todos los monoblocks, todas las calles, todos los potreros, todos los nenes, todo es tan igual a todo.
En un club de paredes rojas de Ciudadela, Propato no se cansa de contar anécdotas sobre Cabañas. Propato tiene muy poco pelo; el poco que tiene es canoso. Su nariz es digna de cargadas, ya pasó los sesenta. Hoy se puso un buzo polar azul lleno de pelusas y se sentó en una mesa del bufet, pegada a la ventana que da a la cancha. Su hija, que atiende el bufet de paredes rosas, sirve café en vasos de telgopor.
Lo primero que dice Propato, cuando se le pregunta por Cabañas, es:
–Mama mía, era un monstruo. Un pedazo de jugador.
Propato, además de llevarlo y traerlo a Cabañas, debía conseguirle botines y lograr que regresara con el estómago lleno. Con el resto de los chicos de Fuerte Apache tenía la misma tarea; con Tévez, lo mismo. Los pasaba a buscar por los monoblocks en una camioneta estanciera. Cuando la chata no arrancaba, los chicos la empujaban para que Propato, en segunda, pudiera ponerla en marcha. Su hija también formaba parte del proyecto: a algunos de los chicos los ayudaba a hacer la tarea del colegio.
Hoy Propato anda en un Renault 12 que tiene más años que la edad de Tévez.
De más grandes, empezaron a viajar solos, en el colectivo 135. Iban subiendo en distintas paradas de Ciudadela, Fuerte Apache y Floresta. Viajaban todos juntos, al fondo. Subían con guardapolvos blancos, como si fueran a la escuela. El boleto escolar valía un diez por ciento de la tarifa mínima. En las mochilas no llevaban útiles ni cuadernos. Llevaban botines y canilleras. La mayoría de los colectiveros sabían que no iban a estudiar, pero los dejaban pasar. Viajaban con ellos todos los días, y los veían volver transpirados, siempre peleando por quién hizo más goles, cargando al defensor que se comió un amague, puteando al “comilón” que prefería la jugada individual en lugar de la colectiva.
Se bajaban en la esquina de Mercedes y Lascano. Caminaban dos cuadras hasta el club, en pleno Floresta. Antes de cada entrenamiento, se trepaban a los techos. Llenaban bombitas de agua y esperaban a los colectivos que pasaban, repletos, por la avenida Jonte. Ahí apuntaban a las ventanas abiertas. Luego se escondían.
Caminando por Jonte, iban hasta Gualeguaychú, a dos cuadras de All Boys. Antes, con las monedas que les pedían a sus padres, compraban cohetes. La joda era llegar hasta la puerta del cabaret “Los 4 ases”. Los prendían en la puerta y salían corriendo. A veces, cuando tenían los “tres tiros”, apuntaban desde la esquina. Cuando la puerta estaba abierta, se mandaban, siempre a las carcajadas. Una madama, bien gorda, de muchos rulos, los echaba a las patadas. La 84 de All Boys, dicen, la pasaba mejor antes y después de los partidos, cuando tenían ratos libres para jugar a otra cosa.
Los días de partido, Darío, mientras el resto de sus compañeros se cambiaba para el partido, seguía jugando a cazar y matar palomas con una gomera en la puerta del club. Había que salir a buscarlo a la calle para que se cambiara y escuchara la charla técnica. Darío era paraguayo. Por su nacionalidad, y por su cuerpo morrudo, y por cómo aguantaba la pelota contra el piso, y por su cara de malo, lo apodaron Cabañas, en alusión a ese grandote 9 de Boca de comienzos de los noventa.
Darío usaba la 10; Tévez la 9. A los once años, los llevaron a una prueba en Vélez, en cancha de once: Darío quedó; Tévez no.
… Recuerdo verte venir con tu sonrisa descansera / tu mirada de pillo debajo de tu visera / aquí junto a tu tumba y con el corazón en pena / recuerdo que me decías que morirías / cómo vivirías / que serías delincuente hasta el último de tus días/ y ahora desde una estrella nos debés estar mirando / desde allá arriba con tu arco…
Carlos Pérez es otro que hoy podría ser Tévez. U otro que también podría ser Cabañas. Tévez, porque cuando cumplió trece, y se terminó el Baby, pasó junto al crack a Boca, a cambio de diez mil dólares en concepto de pelotas, pecheras y conos. Y también podría haber sido Cabañas porque fue detenido tres veces por robo. Pero no era carta blanca, y en lugar de matarlo, lo detuvieron y fue a la cárcel. Salió hace un mes, viene de casi cuatro años de prisión. Pérez era el 5 de la 84 de All Boys. Era el que se ganaba las puteadas de Tévez, cuando prefería pasársela a Cabañas. Por eso lo puteaba. Una vez Pérez se pudrió. Agarró la pelota en medio de un partido, la pateó a la calle y salió de la cancha enojado, puteando.
–¿Vos qué habrías hecho? El goleador era Cabañas, el mejor jugador del equipo, y yo prefería pasársela a él antes que a Tévez.
Carlos Pérez tiene tez morena, pelo corto, usa un piercing en la ceja y zapatillas Adidas, de las más caras. La pinta de jugador está intacta; en la forma de caminar, de atarse los cordones bien desajustados. Habla fuerte y rápido, y cuando habla escupe sin querer.
De Cabañas dice:
–Yo tengo la imagen de que el pibe era un rejugador. Pero también la del pibe que a los trece años venía a entrenar con olor a marihuana. Jugaba estando refumado. Una vez tuvo un problema con un pibe más grande del club. Se peleó a las piñas, perdió, y al día siguiente fue a buscarlo con un revólver.
Carlos Pérez también cuenta otra anécdota, que lo hace reír. Estaban Cabañas, Tévez y él. Y su hermano, más grande que ellos, llegando a su casa con una motito Zanella. Y ellos en la puerta, mirando la motito.
–Se la pidieron prestada los dos. Carlitos y Cabañas se agarraron a las piñas para usarla primero. Se pelearon y a los cinco minutos ya eran amigos de nuevo. Se querían mucho pero siempre competían por quién hacía más goles. Cabañas era mucho mejor jugador que Tévez. Ponele la ficha de que si el chabón se ponía las pilas, llegaba a primera. Tenía un retalento y ponía todo, eh. Si a Tévez le destacan el sacrificio, Cabañas…, Cabañas se mataba en la cancha.
… Querido amigo yo nunca me voy a olvidar / de las cosas que vivimos / y enemigos compartimos / y tú siempre el mismo pillo / con el dedo en el gatillo / empuñando un papelillo pillo / apuntando un cobani resentido…
Quienes conocieron a Cabañas afirman que tuvo dos vidas. Una hasta los doce años: la de la familia humilde pero unida. Tres hermanos varones, una mamá, un padrastro golpeador.
Y la otra después de los doce, cuando su mamá se mudó a Paraguay con sus hermanos, y a él lo dejó solo, con su padrastro, por su mala conducta. Eso lo puso triste, al tiempo abandonó la escuela.
Quienes conocieron a Cabañas, y lo vieron jugar, juran –no afirman– que era un pedazo de crack y que pintaba mucho mejor jugador que el mismo Carlitos Tévez. En el ambiente del fútbol infantil lo veían como el futuro 8 de la selección nacional.
Debajo del Nudo 1 de Fuerte Apache, donde vivieron Tévez y Cabañas, hay una remisería y un quiosquito. Enfrente, unos banquitos y la canchita. Ahí mismo se juntaban unos pibes que usaban ropa ancha, suelta, musculosas de la nba, zapatillas galácticas, gorras viseras. Lo de la ropa ancha, además de ser moda, servía para que nadie se diera cuenta de que guardaban pistolas en la cintura. No tardaron mucho en hacerse llamar “Los Backstreet Boys de Fuerte Apache”, como el grupo norteamericano que vendió más de cien millones de discos.
Cuando uno pone en Google “Fuerte Apache Backstreet Boys”, se entera: que los Backstreet eran la banda más pesada de las treinta que operaban en el barrio. Que las pandillas juveniles se disputaban el poder a los tiros. Que siete de cada diez detenidos eran menores de dieciocho años que portaban armas. Que existía un clima de guerra cada vez que la policía mataba a un Backstreet, y a modo de venganza, tiroteaban la comisaría sexta, la del barrio. Que a los velato- rios iban armados hasta los dientes. Que en los entierros tiraban tiros al aire, la mejor manera de despedir a un pistolero como ellos. Que le atribuyen más de cien asesinatos.
Cabañas tenía diez, once años, y era el único nene de su edad que Los Backstreets dejaban quedarse con ellos. Era su carisma, su chispa, su personalidad la que lograba ese permiso. Los grandes procuraban que los nenes no vieran cosas que no deben ver a esa edad. En Fuerte Apache es un código: hay que tratar de consumir drogas, andar armado y planificar robos estando alejados de los niños. Pero Cabañas se quedaba. Y escuchaba y veía todo. Era la mascotita de la banda. Al que lo mimaban, al que lo mandaban a comprar cervezas o cigarrillos. También le daban dinero para golosinas. Los pibes grandes tienen esa imagen grabada: ellos fumando marihuana, pensando qué ir a robar más tarde, y a Cabañas yéndose con el bolsito a entrenar, estimulándolo a seguir jugando al fútbol y llegar a primera para poder comprarse una casa e irse del barrio.
Hoy los Backstreet son pura leyenda. De casi veinticinco jóvenes, viven cuatro. Los demás murieron en enfrentamientos con la policía o bandas rivales. Hubo, también, casos de suicidios, como el de un pibe que se pegó un tiro cuando lo abandonó su mujer. Otros de ruleta rusa. Otros fallecieron en cárceles. Otros en accidentes automovilísticos. Otro se internó en un neuropsiquiátrico de México y nadie supo más nada de su vida. Unos pocos están en prisión, con largas condenas por cumplir. La historia de Cabañas entra en la lista de los muertos. El pibe del que se decía que podía ser el 8 de la selección, prefirió cambiar la vida del fútbol por pertenecer a la banda más sangrienta de Fuerte Apache. Vivió hasta los diecisiete años.
… Tu cabello bien peinado / y tu caño apuntando / el brillo de tus anillos alumbraba tu camino / el oro que te colgaba porque tú te lo ganabas / después de cada hecho siempre regresabas / con la frente bien en alta / con tu compañero a los tiros y carcajadas…
En Fuerte Apache, del guacho Cabañas se dice:
Marcelo, ex Backstreet:
–En dos años hizo desastres. Fue un pibe al que le gustó el primer robo, y bueno, después nadie le pudo parar… Le daba la sangre para robar cualquier cosa, pero le faltó un compañero de robos que lo guiara, para hacer las cosas bien y no terminar como terminó, solo, matándose para que no lo matara la policía. Iba muy drogado a robar.
Didí, técnico de Santa Clara, que lo dirigía los domingos:
–Jugaban juntos –con Tévez– y hacían desastres. Yo quería dar la charla técnica y me decían “no nos rompás las bolas. Vos ponete a tomar mate con las mamás que el partido lo ganamos nosotros dos solos”. Yo decía que Cabañas podía haber llegado primero que Carlitos. Y mirá dónde está Carlitos y mirá dónde está Cabañas.
Pino Hernández, coordinador de las inferiores de Vélez:
–De Cabañas me acuerdo demasiado, habría sido el 8 de la selección. Era muy peleador, pero te defendía, eh, defendía a los compañeros, pero a veces no se medía. Después se encontró con amigos que lo llevaron por el mal camino y eso no lo pudo superar. Creo que si hubiera tenido una buena familia, alguien que lo contuviera en su casa, habría tenido otro final. Nosotros, a los chicos como él los tenemos dos horas por día en el club, el resto del día se la pasan en sus barrios.
Al ir desapareciendo Los Backstreets grandes, fueron quedando los jóvenes. Y quedaron las armas. Así se inició la nueva generación. Así empezó Cabañas. Así empezaron todos los chicos que, como él, se criaron idolatrando al que robó camiones blindados, al que tomó rehenes y salió en la televisión, o al que mató a un policía. En Fuerte Apache, los próceres no son Belgrano, San Martín, son los ladrones. Los ídolos como Tévez, son ídolos hasta los doce o trece años. Después no.
Todos los días Cabañas andaba armado. Una vez, manejando una moto por las calles de los monoblocks, un perro callejero lo corrió, y de un tarascón le pinchó la cubierta de atrás. Cabañas frenó, apagó la moto, sacó su pistola y lo mató de un tiro. Era el 2001, faltaban meses para su muerte y a Cabañas se lo podía ver siempre con una pistola en una mano y con una bolsita de pegamento en la otra. Por la única razón que dejaba su uniforme era por el fútbol en su barrio. Cuando escuchaba el ruido de una pelota picando en la tierra de los potreros de Fuerte Apache, dejaba todo a un costado y se ponía a jugar.
Cabañas, como todo pibe que tuvo necesidades, con el dinero de los primeros robos a pequeños comercios o supermercados chinos, iba a las casas de deportes a comprar conjuntos deportivos y zapatillas Nike. Esa es la política en el barrio. Tener. Mostrar. Aparentar, ocultar la pobreza en un par de zapatillas. En los sectores bajos, como Fuerte Apache, caminar con unas zapatillas Nike implica seguridad, confianza hasta para encarar a una mujer.
Los anillos y cadenas de oro que usaba caracterizaban al guacho Cabañas. Caminando Fuerte Apache, se frenaba en los quioscos donde había nenitos. Sacaba dinero de sus bolsillos, el dinero que le había sacado a alguien de mucho dinero, y los invitaba a comer. Jugando en Vélez hacía lo mismo. A los compañeros que venían a entrenar desde barrios como el suyo, haciendo combinación de colectivos o trenes, les daba para el remís. Para los que venían pedaleando en bici desde muy lejos, también había.
Su despedida fue a los tiros. Con pistolas, revólveres, fusiles. Todas las armas de Fuerte Apache salieron a llorar la muerte de Cabañas. Y en entierros así, lo que se hace es apuntar al cielo y gatillar. Es la mejor –es la única– manera de decirle adiós a un ladrón que se mató para que la policía no matara a un chorro.
… Perdonaría tus pecados / porque muchos de ellos tras las rejas lo han pagado / el cielo está juntado / hoy siento que no tengo compañía / pero siento que sos el angelito que me guía/ y cuida mis espaldas / mi ángel de la guarda…
De Los Backstreet que quedaron vivos está Esteban, que con tres amigos formó una banda de rap llamada fa!; vive de la música, grabó varios discos y el director de cine Pablo Trapero dirigió dos videoclips de la banda. Desde que se formó la banda, en los monoblocks hay seis o siete grupos que se la pasan de estudio en estudio queriendo grabar su primer CD.
Esteban, arriba de su tobillo izquierdo, tiene un tatuaje: dice “Cabañas”.
Una noche, Esteban lo cruzó caminando por los monoblocks:
–Cabañas, te tenés que rescatar. La policía está matando a todos los pibes, el próximo podés ser vos. ¿Cuándo te vas a dejar de joder con todo esto?
Cabañas, sentado en un cordón de la vereda, mirándolo a Esteban parado, dijo:
–Es que yo nací chorro y me voy a morir siendo chorro.
Cabañas y Esteban hablaban mucho. Cabañas lo escuchaba mucho, lo admiraba, lo veía como un hermano mayor que siempre lo aconsejaba.
–Vos tenés que seguir con la música, porque tu música revá, es la piola, un día la vas a pegar. Aparte vos ya tenés un hijo, y le tenés que dar todo –le dijo Cabañas una vez.
Esteban dice que puede parecer una exageración, pero que la respuesta que le dio el guacho Cabañas es lógica. Los pibes en Fuerte Apache piensan así. “Yo nací chorro y me voy a morir siendo chorro”, decía Cabañas. Tenía diecisiete años. Cuando falleció, fa! escribió un rap sobre su vida. Se llamó “Cuando un amigo se va”.
Cabañas compartía. O se las ingeniaba para que todos los chicos de su barrio se privaran de la menor cantidad de cosas. El predio de entrenamientos de Vélez estaba a veinte cuadras de Fuerte Apache. Cabañas había quedado en que, los días de práctica de fútbol, sus amigos iban a estar sobre la avenida Juan B. Justo, escondidos. En algún momento del partido iba a patear, a propósito, la pelota para afuera. Más tarde, en los potreros de Fuerte Apache, se iba a jugar con una pelota que solo veían por la televisión.
Antes de Vélez estuvo en Argentinos Juniors. Era la década del noventa y los futbolistas de Primera División habían impuesto una moda: usar botines blancos. Cabañas tenía los que le conseguían en el club. Un día se robó en la escuela un Liquid Paper, el corrector líquido que se utiliza para borrar errores en papel. Con eso, pintó de blanco sus botines negros. A las siguientes prácticas, un colombiano se fascinó, y le propuso que se los cambiara por los suyos. Cabañas sabía que la pintura, mucho no iba a aguantar. A los días, de tantos pelotazos, los botines del colombiano comenzaron a despintarse, y de blancos pasaron a negros. Cuando fue a reclamar, Cabañas lo sacó matando.
En Vélez siempre fue el 8 titular. Tenía épocas. A veces andaba bien, y otras desaparecía de los entrenamientos por varias semanas. Ahí era cuando directivos del club decidían meterse a Fuerte Apache a convencerlo de volver. Iban, pero Cabañas siempre se escondía, como si fueran policías. Varias veces técnicos y dirigentes fueron a buscarlo a un barrio que jamás habrían pisado si no fuera por un pichón de crack. Hasta que se cansaron. Se dice que una vez robó cosas de un bolso de un compañero, y lo dejaron libre, con el pase para que se buscara otro club. Dicen también que Cabañas se lo tomó en joda. Que ese día se volvió a Fuerte Apache cagándose de la risa.
Al tiempo, una tarde fue a visitarlo Propato, el técnico de All Boys que lo pasaba a buscar por los monoblocks.
–Hubo un momento, a los quince años, que se peleó con todo el mundo, porque era muy calentón –cuenta Propato–. Yo dirigía Comunicaciones, y un día se aparece en la práctica, porque me adoraba, y me dice:
–Quiero jugar en Comunicaciones.
En un club como Comunicaciones los jugadores profesionales juegan al fútbol por un salario básico. Entrenan a la mañana y por la tarde tienen otros oficios para vivir mejor.
–¿Vos?… ¿Acá? Tenés tantas chances de ir a Boca, a River, podés jugar en el equipo que vos quieras. ¿Cómo vas a venir a jugar con nosotros? ¿Estás loco?
–Es que yo quiero venir a jugar acá porque estás vos. Vos sos el único que me puede controlar un poco. Estoy metido en muchos problemas.
Propato lo entendió, y sintió que si repuntaba podía en pocos meses estar otra vez en los mejores clubes. Quedaron en verse al día siguiente, pero Cabañas desapareció. Esa fue la última vez que lo vio.
Unas noches antes de matarse, y con la noticia de Tévez citado para la selección Sub 17, Cabañas caminaba llorando por el barrio. Didí, técnico en Santa Clara, club de los monoblocks en el que Tévez y Cabañas jugaban los domingos, y vecino, lo vio, y se le acercó.
–Cómo puede ser, explicame. Yo no puedo entender cómo ese “pelotudo”…, cómo ese pelotudo –por Tévez– llegó a primera y a mí me está buscando toda la policía… me quieren matar, Didí. Si yo jugaba mejor, vos sabés, Didí, cómo jugaba yo. Y mirame cómo estoy. Todo el día con esto.
Esto era una bolsita de pegamento.
Este año, Didí quiere armar allá, en la esquina, cerquita del corner, un nichito a la memoria del que se dice haber sido mejor jugador que Carlitos Tévez.
Hace calor en Pablo Podestá. Es un día cualquiera de septiembre en un cementerio público del Conurbano, en el que hay feo olor. En el casillero 57, de la fila 10, está la tumba de Cabañas. La foto de su rostro lo muestra contento, con el pelo bien peinado y cortito, prolijo; y un buzo que casi le tapa por completo el cuello. Alrededor hay rosarios, mensajes de amigos, botellas de licor, de vinos, cigarrillos. De tabaco y de mariguana. Aquí lo despidieron a los tiros. Aquí llegó un micro de amigos para darle el último adiós, tan alejado de lo que pudo ser y no fue. Aquí descansa. Desde aquí ve todo. Ve que en Inglaterra, Mancini, el entrenador de Carlos Tévez en el Manchester City, dice por los medios que Tévez, con él, nunca más jugará. Al parecer, en un partido en que Carlitos estaba en el banco de suplentes y su equipo perdía, se negó a ingresar a jugar, en un año en que es más noticia por sus amoríos y sus kilos de más. Cabañas, a lo mejor, habría entrado por la derecha, dando indicaciones a sus compañeros. Y habría pedido la pelota, para tocar con un enganche e ir a buscar la devolución con un pique que ningún patrullero pudiera alcanzar. Le habría pedido al cinco que lo relevara, porque él se iba arriba. Habría pateado un bombazo como cuando lo hacía con botines agujereados. Habría festejado escondiéndose detrás de una bandera, como lo hacía cuando era niño. Habría recibido la pelota del enganche, por la izquierda, y Tévez habría puteado porque otra vez estaba solo por la derecha. Y Cabañas con la pelota en los pies. Y Cabañas con todo el potrero encima, definiría a un costado del palo, con un toque suave, con un pase a la red, para que la pelota entrara despacio. Y luego habría buscado a Carlitos, con el que pateaban piedritas descalzos en Fuerte Apache y decían ser mejores amigos, para darle un abrazo como se daban jugando en la 84 de All Boys. Habría sido, pero no, no salió, no pudo ser. Habría. ~
(Buenos Aires, 1985) periodista, colaborador del diario Clarín y de otros medios argentinos. Dicta talleres de periodismo en las cárceles. Actualmente trabaja en su primer libro.