El prisionero del sexo: el amor y la ley en Cervantes

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Más que de caballería o de cualquier otro tema, don Quijote trata del amor.1 La caballería cae dentro del tema del amor, y no al revés. Ambas partes de la novela son algo así como laboratorios de amor, con muestras de casi todos los tipos concebibles de relación y ejemplos de casi todos los tipos de amantes. Las variantes parecen infinitas en número, y la acumulación creciente de historias hace que el libro, a veces, dé la impresión de ser un Decamerón español, unido por la locura y extrañas aventuras de don Quijote. La galería de amantes abarca todo el espectro: de damiselas en peligro a prostitutas, de potenciales amantes cortesanos a seductores y tramposos, de mujeres vestidas de hombre a hombres vestidos de mujer, e incluso un atractivo joven vestido de mujer para ser menos atractivo a los demás hombres (está en manos de piratas turcos). Las parejas fluctúan desde Sancho y Teresa, campesinos interesados en casar a sus hijos, hasta el Duque y la Duquesa, una pareja aristocrática, aburrida, de mediana edad, en busca de entretenimiento. Juan Palomeque y su esposa tienen una venta muy frecuentada donde los viajeros pueden comer, dormir y, de ser necesario, recibir los favores de Maritornes. Esta es una prostituta feúcha a quien una noche, en la oscuridad de la venta, don Quijote toma por una bella damisela. Hasta el lánguido y huesudo Rocinante se enamora, pero sus insinuaciones a algunas yeguas reciben coces por respuesta y conducen a una pelea en la que el caballero y su escudero son fuertemente aporreados.
     Los adversarios del amor en el Quijote no son gigantes o caballeros malvados, sino las leyes concebidas para canalizar el deseo en la vida social; las leyes que lo transforman en continuidad y renovación dentro de una comunidad ordenada regida por el Estado y sus códigos, y encarnada en el Rey y sus representantes. En la ficción narrativa y el teatro, estas leyes llevan a los jóvenes amantes a uniones felices después de una serie de aventuras cómicas, y a las parejas casadas a resultados trágicos tras una serie de errores. En la literatura del Siglo de Oro español, todo lo que ocurre antes del matrimonio es materia para la comedia, y todo lo que se produce después lo es para la tragedia. El ideal de don Quijote es el amor de Dulcinea, como en La divina comedia de Dante lo era la búsqueda de Beatriz por el peregrino. Todos los demás objetivos están subordinados a éste. El amor del caballero es lo que lo mueve y lo que mueve la trama y la historia general bajo la cual se desarrollan las múltiples historias de amor. Por supuesto, don Quijote es un solterón viejo y Dulcinea es, en esencia, invención suya. Además, como amante en la tradición cortesana, su aspiración no es casarse con Dulcinea y sería improbable que, como hidalgo, estuviera dispuesto a casarse con Aldonza Lorenzo, por quien parece haber sentido un deseo más mundano de lo que pudiera parecer, aunque no confesado. De todos modos, el ardor de don Quijote es tal, que llega a convertirlo en un delincuente prófugo de la justicia. ¿Por qué es tan importante el amor en el Quijote y por qué sus efectos continuamente hacen a los personajes —no solo a los protagonistas— chocar con la ley o huir de ella? ¿Cuál es el resultado, en Cervantes, del entrejuego de deseo y prohibición, de amor y limitaciones jurídicas?
     No son pocos, por supuesto, los antecedentes de este choque entre el amor y el derecho, que se remonta al alba no solo de Occidente, sino de la propia civilización humana. El conflicto entre deseo y prohibición resulta consustancial en ambos: como elaboración social el amor se hizo como afrenta a la ley y la ley para controlar el amor. Pienso que uno no siguió al otro, sino que surgieron juntos. No existe, por así decirlo, el amor libre. De ahí que tengamos la miríada de historias, comenzando por el Génesis, sobre transgresiones cometidas por amantes. El tiempo humano, la historia, nuestro tiempo caído, comienzan con la infracción y en la infracción, y llevan en sí el recuerdo de ésta: Adán y Eva, Edipo, todos los amantes transgresores de la mitología y la literatura clásica.
     Denis de Rougement ha demostrado cómo, en la tradición cortesana de la que es heredero don Quijote, el amor inventa su propio complicado conjunto de prohibiciones. El amor cortés se alimenta de esas prohibiciones y no puede existir sin sufrirlas. Pero hasta que llegamos a La Celestina, en 1499, la ley era una forma abstracta, trascendental, religiosa o incluso estética de prohibición en la literatura occidental. No tomaba la forma de leyes reales y jueces decididos a castigar a los amantes con sanciones o con el matrimonio. Incluso en una obra de los tiempos de Cervantes —cinco o seis años después de su muerte— El burlador de Sevilla, de Tirso de Molina, el castigo de don Juan es el castigo eterno. Las últimas palabras del protagonista en la obra, cuando es arrastrado al Infierno, son “¡Que me quemo! ¡Que me abraso!”. En Cervantes, el amor no es reprimido por Dios sino por la Santa Hermandad, no por los vicarios de Dios, sino por agentes nombrados por el Rey: alguaciles, cuadrilleros, jueces, abogados y otros individuos por el estilo.
     Las razones de este cambio son históricas. Cervantes escribió después de la consolidación del primer Estado europeo moderno, que surgió de las políticas de unificación de los Reyes Católicos y de cambios internos que traspasaron el mando de la Corona de lo eminentemente judicial a lo ejecutivo.2 Entre estas políticas se contaron el establecimiento del Santo Oficio de la Inquisición, en 1478, y de la Santa Hermandad, en las Cortes de Madrigal, en 1476; así como la organización de una burocracia jurídica cada vez más compleja, proceso al que contribuyó decisivamente el desarrollo de la imprenta. John H. Elliott describe así la Santa Hermandad: “La Hermandad combinaba en sí las funciones de una fuerza policial y un tribunal judicial. Como fuerza policial, su tarea era reprimir el bandolerismo y patrullar los caminos y el campo”.3 La Inquisición y la Santa Hermandad eran instituciones cuya jurisdicción no respetaba exenciones e inmunidades regionales; podían cruzar fronteras que solían encontrarse fuera del alcance de los tribunales y la policía ordinarios. La burocracia mejoró y aumentó exponencialmente su recopilación de registros, lo que a su vez condujo a la creación del gran archivo de Simancas —el Archivo General de Reino—, por Felipe II, en 1588.4 Éste fue el primer archivo estatal de la Europa moderna. Los intentos de los Reyes Católicos y sus sucesores por consolidar el derecho español —que se remonta a las Siete partidas, de Alfonso el Sabio, en el siglo xiii— sólo alcanzaron resultados parciales, en gran medida a causa de los muchos fueros locales de que disfrutaban las demás regiones de la península, las que podrían considerar que se trataba de una imposición del derecho castellano. Pero el sistema penal se fortaleció, codificó y amplió, y la burocracia estatal comenzó no solo a publicar leyes nuevas y viejas, sino también a imprimir y coleccionar miles de documentos relacionados con todo tipo de casos.5
     Este proceso repercutió de forma decisiva en la historia literaria. Fue de este archivo que surgió la novela picaresca, creando un importante personaje literario y promoviendo el desarrollo de la novela moderna. La literatura del Siglo de Oro español, sobre todo la comedia, se alimentó de los conflictos provocados por la intención y alcance de la nueva legislación, que se formuló para restringir el poder de la aristocracia y sellar una alianza entre la Corona y el pueblo común. Típicamente, se llevaban al escenario casos en que soberbios nobles se aprovechaban de mujeres de clase inferior, ejerciendo sus derechos de pernada, sólo para descubrir que las leyes del reino ya no los protegían y que los labriegos podían defenderse. Pienso en conocidas obras de Lope de Vega, Tirso de Molina y Calderón de la Barca, como Fuenteovejuna, Peribáñez, El burlador de Sevilla, ya mencionada, y El alcalde de Zalamea. Las nuevas leyes, la centralización y la imprenta cambiaron las relaciones de poder y control, desestabilizando las tradicionales en las que antiguos privilegios, reglas tácitas, en gran medida no escritas, y diversas modalidades de comercio sexual, prevalecían en situaciones aisladas. Hay no pocos relatos de este tipo en la obra de Cervantes, sobre todo en El Quijote.
     La colisión entre el amor y el Derecho se encuentra en el centro mismo de la literatura española de los siglos XVI y XVII. En una sociedad sometida a cambios relativamente rápidos, los conflictos generados por la transición radical —sean estos económicos, políticos o sociales— estallan, o al menos aparecen simbolizados en los desórdenes provocados por el amor, que son o pueden ser violentos, y sólo es posible canalizar por medio de la ley, que transforma la licencia erótica en restricción obligada y la reproducción y sucesión ordenadas. Mediante la violencia erótica, o su transformación en la amenazante violencia del castigo judicial, los grupos se renuevan y fusionan entre sí para forjar comunidades nuevas y, en última instancia, un nuevo estado. Las guerras de amor son el fuego que mantiene borbollante el crisol donde se fragua la nueva sociedad.
     En la picaresca, el amor usualmente sólo aparece en la procreación del protagonista, quien será demasiado joven durante toda la trama para involucrarse en aventuras eróticas. Como en La Celestina, el pícaro surge en un medio promiscuo de clase baja. La madre de Lázaro tiene un hijo fuera de matrimonio con un negro; la de Guzmán no puede asegurar cuál de sus amantes es el padre del protagonista; y la de Pablos es notoria por su inmoralidad. Este sórdido mundo estará representado en El Quijote por las prostitutas de la primera posada, y por Maritornes en la de Juan Palomeque, que es la más importante. El propio Palomeque es un pícaro jubilado. Se trata de un amor licencioso, que sigue las reglas no escritas del prostíbulo o de la pandilla de delincuentes. Es un tipo significativo de comercio entre el amor y el derecho, que parece el menos restringido, el más cercano a los instintos y deseos básicos… el más verdadero, por así decirlo. Es también el tipo que, irónicamente, estuvo más representado en el derecho y sus instituciones: los tribunales, las cárceles y los archivos. Un espléndido documento de la década de 1580, la Relación de la cárcel de Sevilla, de Cristóbal de Chaves, proporciona amplia documentación sobre todo ello, incluida la organización del tráfico sexual en la propia cárcel, con su sarta de desagradables proxenetas, prostitutas y funcionarios corruptos.6 Se trata de un amor sujeto a la ley que se manifiesta dentro de una de sus instituciones pero paradójicamente al margen de ésta. Es la vertiente penal de la relación amor-ley. La otra es la que conduce al matrimonio. La cárcel y el altar son los espacios en que el amor es capturado en las redes del derecho.
     Crisóstomo y Marcela, Dorotea y Fernando, Luscinda y Cardenio son todos personajes del Quijote atrapados en complicados aprietos eróticos que conducen al matrimonio. Las dificultades son, en algunos casos, jurídicas, y reflejan disparidades sociales y económicas similares a las del teatro. La intervención de don Quijote en el embrollo provocado por Fernando, Dorotea, Luscinda y Cardenio da origen a un final típico de comedia, con múltiples promesas de matrimonio que restauran el orden. Hay después en la novela casos más graves en que participan el cautivo y Zoraida y, en la segunda parte, hay otros como aquel donde está involucrada la hija de Ricote, un morisco. En estos casos, las complicaciones siguen siendo jurídicas, pero las diferencias no son sólo de clase social y económica, sino racial y religiosa. En todos, sin embargo, es la presencia de la ley lo que confiere a estas historias un matiz moderno, un tinte histórico contingente, y no terminan con asesinatos múltiples, como en Shakespeare, ascensos al cielo o descensos al infierno. Los castigos y recompensas son más mundanos, y siempre incluyen el matrimonio como última solución, que proporciona un cierre no problemático al relato. Los conflictos no son provocados por transgresiones a la moral o a la doctrina religiosa, sino por violaciones —o posibles violaciones— de la ley, y deben resolverse en esa esfera, así como en la erótica. El tono legalista del Quijote se fija relativamente pronto —primera parte, capítulo 22—, cuando el caballero y su escudero liberan a doce galeotes. El episodio también enfrenta el amor y la ley, aunque esto se ha observado pocas veces o acaso nunca.
     El capítulo de los galeotes ha sido objeto de mucho comentario, sobre todo la figura de Ginés de Pasamonte, aquel autor picaresco dentro de la ficción que reaparece en la segunda parte como el titiritero maese Pedro (es entonces, literalmente, un dramaturgo en pequeña escala). Mucho se ha hablado también de la disparidad existente entre el sentido de la justicia de don Quijote y el de los representantes de la ley que custodian a los galeotes. Pero el episodio posee una dimensión inexplorada y un personaje menor que (si se me perdona) ha escapado a la atención. Se trata del incidente cuando don Quijote y Sancho se encuentran con doce galeotes, a quienes sus guardias conducen hacia la costa, para ser embarcados en galeras donde padecerán el trabajo forzado de remeros por períodos variables según la sentencia.
     El caballero está vivamente interesado en la causa del encadenamiento de estos desventurados, y ve una oportunidad de ejercer su deber caballeresco en el sentido de tomar armas contra abusos e injusticias. Haciendo caso omiso del consejo de los guardias, pero con la aquiescencia resignada de éstos, don Quijote comienza a interrogar a los prisioneros sobre sus delitos y castigos. Es como una escena de tribunal en la que el caballero desempeña el papel de juez. También muchas piezas teatrales hacen uso de este recurso, entre ellas el entremés El juez de los divorcios, del propio Cervantes. La escena recuerda también varios episodios del Infierno de Dante, donde el peregrino interroga a los condenados sobre la naturaleza de sus pecados, para comprender las penas que les han sido impuestas. Don Quijote “oye” unos seis casos, determina que los hombres han sido castigados injusta o excesivamente, y obliga a los guardias a liberarlos con la renuente asistencia de Sancho. Una vez liberados, les exige a los hombres que se encaminen derechito a El Toboso, en donde se arrojarán a los pies de su dama, la bella Dulcinea, a quien narrarán la hazaña de su pretendiente. Los prisioneros, como es lógico, rehúsan hacerlo, ofreciendo diversas razones, siendo una de las principales que, como prófugos de la justicia, deben dispersarse y huir “solos y divididos, y cada uno por su parte, procurando meterse en las entrañas de la tierra, por no ser hallados de la Santa Hermandad, que sin duda alguna ha de salir en nuestra busca”.7 Enfurecido, don Quijote les suelta una sarta de insultos y ellos responden con una lluvia de piedras que deja aporreados y humillados al caballero, su escudero y sus cabalgaduras.
     Se ha mencionado la ingratitud de los galeotes y el alto sentido del perdón de don Quijote. El episodio ha suscitado todo tipo de comentarios éticos, el contraste entre la justicia divina y la mundana, y el aristocrático y obsoleto concepto de la justicia de don Quijote, en contraste con el nuevo sistema judicial que, a partir de los Reyes Católicos, ha pasado gradualmente a convertirse en la ley de la Nación. Richard Kagan escribe:

Es precisamente la preponderancia de ese tipo de justicia —la del Estado— lo que da a la más importante novela de Miguel de Cervantes, Don Quijote, un giro tan irónico. Para cuando Cervantes escribió sobre un patético caballero que sale a preservar la justicia por medio del valor caballeresco y audaces proezas, la mayoría de sus lectores habrían identificado la justicia con el mundo de abogados, jueces y otros “hombres de la ley”. En este mundo legalista, la figura de don Quijote no es tanto una broma como un anacronismo. Representaba una era mítica en que la justicia era posible sin ayuda de abogados y un montón de expedientes jurídicos, pero en el laberinto de las cortes de Castilla no había cabida para un caballero andante entrado en años.8

El acto caballeresco de liberar a los galeotes, como atinadamente observa Sancho con alarma, los convierte en prófugos de la justicia, junto con los antiguos prisioneros. Era éste un grave “caso de corte”, pues habían cometido un delito contra la Corona al liberar a hombres condenados por los tribunales del Rey, a cuyos representantes habían forzado y lesionado en el proceso. El guardia que le explica a don Quijote quiénes son los prisioneros se refiere a ellos como “gente de Su Majestad” (p. 236). Se trata de delitos graves, empeorados por el hecho de haber sido cometidos en despoblado, a campo traviesa, lejos de las ciudades y del control de la ley.9 Cuando se internan en la Sierra Morena, para que don Quijote pueda hacer penitencia por Dulcinea, también están huyendo de las autoridades, sobre todo de la Santa Hermandad. Prisionero del amor, don Quijote se dirige al monte para hacerse digno de Dulcinea siguiendo modelos caballerescos. Pero don Quijote, que ha liberado a delincuentes convictos por medios violentos, es ahora también un delincuente común. Desde entonces hasta el final de la primera parte, será buscado por las autoridades. Cuando al fin lo capturan, los cuadrilleros entregarán al triste hidalgo al sacerdote y al barbero, sabedores de que, dada su condición mental, nunca podría ser condenado. Pero de todos modos, lo enviarán a casa confinado en una jaula, un auténtico prisionero del amor y la ley. Esta es la historia general dentro de la cual se encuentra la que me propongo analizar.
     Hay un galeote al que no se ha prestado atención, pero que a mi entender es de importancia primordial para comprender las fuerzas entrecruzadas del amor y el derecho en el Quijote. De hecho, creo que encarna —y, en cierto sentido, incluso “representa”— los límites del conflicto entre el amor y la ley en la obra, y constituye un ejemplo de la asombrosa capacidad de Cervantes para crear personajes complejos con una pasmosa economía de medios. Los límites a los que llega este relato son aquellos más allá de los cuales es imposible concebir o representar el amor y el derecho como fuerzas que generan formas reconocibles; lo inteligible, lo legible, lo narrable. El prisionero es lo inenarrable, lo inexpresable y, de hecho, la suya constituye una historia virtual de la que apenas tenemos una visión fugaz en el Quijote. Es una historia sobre la historia que no puede contarse, por decirlo así. El galeote en cuestión es un tipo de Don Juan, un seductor en serie, atrapado y sentenciado no por la ley divina, como el de Tirso de Molina, sino por las leyes del reino. Es el único personaje del Quijote juzgado, condenado y sentenciado por un delito de amor. Por eso lo llamo “prisionero del sexo”, pero también porque —con disculpas a Norman Mailer que publicó un libro con ese título— parece haber sido esclavo de la pasión sexual, un compulsivo adicto al sexo. En un momento dado, tiene relaciones con cuatro mujeres al mismo tiempo. He aquí la escena:

Pasó delante don Quijote y preguntó a otro su delito, el cual respondió con no menos, sino con mucha más gallardía que el pasado:
     —Yo voy aquí porque me burlé demasiadamente con dos primas hermanas mías y con otras dos hermanas que no lo eran mías; finalmente, tanto me burlé con todas, que resultó de la burla crecer la parentela tan intrincadamente, que no hay diablo que la aclare. Probóseme todo, faltó favor, no tuve dineros, vime a pique de perder los tragaderos, sentenciáronme a galeras por seis años, consentí: castigo es de mi culpa; mozo soy, dure la vida, que con ella todo se alcanza. Si vuestra merced, señor caballero, lleva alguna cosa con que socorrer a estos pobretes, Dios se lo pagará en el cielo y nosotros tendremos en la tierra cuidado de rogar a Dios en nuestras oraciones por la vida y salud de vuestra merced, que sea tan larga y tan buena como su presencia merece.
     Éste iba en hábito de estudiante, y dijo una de las guardas que era muy grande hablador y muy gentil latino (pp. 240-41).

La alusión del prisionero a la corrupción del sistema, de la que le fue imposible hacer uso, muestra cómo la costumbre local es sustituida por un sistema de práctica judicial centralizado. Pero no es éste el único detalle en que Cervantes refleja con precisión las prácticas penales españolas del período.
     De hecho, la escena de Cervantes sigue de cerca cambios ocurridos en el derecho penal español en la segunda mitad del siglo XVI. Felipe II, en 1552 en nombre de su padre, y en 1566 en el suyo propio como rey, conmutó para los ladrones el castigo de azote por una temporada en las galeras. El cambio no se debió a un aumento del delito de robo, sino a la necesidad de proveer de galeotes a la marina, en vísperas de la Armada Invencible de 1588. Como escribe Francisco Tomás y Valiente en su exhaustivo El derecho penal de la monarquía absoluta: “Como hacían falta brazos para el remo, todos estos pobretes, toda esta “chusma”, […] fueron considerados sin más carne de galera […] sin más requisito que cometer algún hurto y tener más de veinte años, o, a partir de 1566, más de diecisiete”.10 Sentenciar a un delincuente a las galeras también lo sacaba de las jurisdicciones regionales y lo hacía súbdito de la Corona, otra medida en el sentido de la unificación y la centralización. El castigo físico por delitos que no fueran robo —como violación e incesto, en el caso de nuestro prisionero—, podía también ser de cuatro y, más tarde, seis años como galeote, en lugar de azotes o la horca. La nobleza estaba exenta del castigo físico —llamado corporis aflictiva—, que era por naturaleza público, a fin de no manchar más su reputación. De modo que nuestro prisionero es un plebeyo de más de diecisiete años que ha salvado la vida porque la necesidad generalizada de remeros ha conducido a la conmutación de su sentencia por seis años en las galeras.
     Permítaseme refugiarme en la relativa seguridad de la filología. Hay en este texto cuatro palabras que merecen comentario: “burlar”, “declarar”, “parentela” y “estudiante”. Las tres últimas parecen indicar que este galeote no es sólo un estudiante, sino más concretamente un estudiante de derecho. Obsérvese que es él quien hace el alegato en nombre de sus compañeros, y proclama que su castigo se adecúa al delito, como si fuera entendido en leyes. Toma, además, distancia de sus compañeros al referirse a ellos como “estos pobretes”. Interpreto “declarar” como término jurídico, con el significado de deponer. El Diccionario de Autoridades explica: ” DECLARAR. Vale también en lo forense, deponer, testificar, decir debajo de juramento el reo, testigo o perito en causa criminal o pleito civil”.11 En Tesoro de la lengua castellana o española, de Sebastián de Covarrubias (1611), descubrimos que en el siglo XVII también significaba “aclarar”, que es el significado general de la palabra en este caso: “DECLARAR. Manifestar lo que de suyo estaba oculto, obscuro y no entendido…” (folio 300, recto). La palabra conserva hoy ambos significados, pero favorece el jurídico. En la primera edición del Quijote no hay “diablo” capaz de entender la genealogía, pero en otras posteriores Cervantes lo cambió por “sumista”. Esto inclina el caso en la dirección de una posible disputa sobre derechos hereditarios que, por supuesto, se rigen por las leyes del derecho testamentario en vez de caer bajo la jurisdicción de las penales.
     Covarrubias define con precisión “parentela” como “los parientes de un linaje”, que también tiene una resonancia legalista. La genealogía que se deriva de las relaciones sexuales del prisionero está tan enmarañada que no hay quien la desenrede: hermanos que son primos unos de otros, sobrinos que son también hijos, y sobrinas que son también hijas. Lo que indica el prisionero es que nadie, ni siquiera él con su superior dominio del idioma y destrezas jurídicas, sería capaz de redactar un documento en que se estableciese la legitimidad y se fijara un legado, un patrimonio: quién heredaría qué de quién, en forma clara y jurídicamente obligatoria. Esta confusión genealógica sería el peor delito del prisionero, que él expresa con un término jurídico: la incapacidad de “declarar” adecuadamente, de traducir al discurso jurídico sus actos y sus consecuencias. Pero la alusión a la progenie enmarañada puede también ser una forma sutil de defensa, pues si la causa fueran la herencia y los patrimonios, sus fechorías constituirían un caso civil y no criminal, como ya se dijo. Podemos observar que el texto y el subtexto de lo que dice revelan la formación jurídica del prisionero.
     Existen también pruebas históricas que indican que “estudiante” significa aquí estudiante de derecho. Este joven era buen latinista y buen retórico: hablaba bien, lo que lo inclina al derecho. Pero también la mayoría de los estudiantes de su tiempo estudiaban leyes, independientemente de a lo que terminaran dedicándose después.12 Los estudiantes de derecho eran conocidos por su tendencia al escándalo individual y en grupo.13 Algunos aparecen en otras obras de Cervantes. De modo que también me inclino a creer que el prisionero es un estudiante de derecho debido a su comportamiento libertino. Obsérvese su insolencia y la ligereza con que se refiere a sus acciones y, sobre todo, que es él quien ataca a don Quijote cuando el caballero es derribado por las piedras que sus compañeros le lanzan: “y apenas hubo caído [don Quijote], cuando fue sobre él el estudiante y le quitó la bacía de la cabeza, y dióle con ella tres o cuatro golpes en las espaldas y otros tantos en la tierra, con que la hizo pedazos” (p. 247). Ésta es la última aparición del lascivo abogado en ciernes en el Quijote, puesto que se pierde en los bosques y montes, o en las “entrañas de la tierra”, huyendo del orden público.
     Parte de mis sospechas sobre el estudiante procederían también de la siguiente palabra que deseo comentar —”burlar”—, porque los estudiantes de derecho eran dados a las “burlas” o bromas. Eran bromistas notorios. Pero, a causa de la obra de Tirso de Molina, es la palabra más importante de las cuatro que comento. “Burlar” es una palabra común a las tres lenguas romances de la península, pero de origen casi desconocido, según Corominas.14 Pero “burlar” no puede sino traer a la mente El burlador de Sevilla. Nuestro prisionero del sexo es sin dudas un “burlador”. Pero según lo que el prisionero dice, y en especial el tono en que lo dice, lo sería en el sentido de seductor libertino, que como ya he señalado constituye una forma de defensa. En la reciente edición del Quijote del Instituto Cervantes, coordinada por Francisco Rico, una nota en la página 240 explica que en la jerga de pícaros y rufianes llamada “germanía”, el verbo “burlar” significaba tener comercio sexual con alguien. Pudiera muy bien ser así, pero la palabra, incluso en ese contexto especializado, debe haber conservado parte de su significado ordinario (engañar); de no ser así, dudo que Tirso la hubiera usado en su título. (¿Puede alguien imaginar que fray Tirso titulara su obra El follador de Sevilla?). “Burlar a alguien” significa embaucar o engañar a alguien, que es la forma en que se utiliza en la obra de Tirso de Molina, donde significa seducir a alguien por medio de artimañas, como lo hace don Juan —haciéndose pasar por otros hombres, o dando promesas falsas de matrimonio—. Se trata de una forma de estupro, o violación, y era condenada por el derecho español con diversos grados de severidad. Pero obsérvese que el prisionero ha evitado la forma transitiva del verbo. No dice “burlado a”, engañado a alguien, sino “burlado con”. Ha convertido sus acciones en sexo consensual con dos hermanas que eran primas hermanas suyas y con otras dos que no lo eran, insinuando la complicidad de estas en el menage à trois, o, en este caso, menage à cinq. Si sometemos la ficción a un realismo lógico, al sentido común, tendríamos que concluir que habría sido difícil mantener las aventuras ocultas de las diversas mujeres. El prisionero parece estar diciendo que disfrutaba de un par de felices triángulos amorosos, hasta que el intrincado linaje de los hijos se interpuso. Esto lo aparta de Don Juan, quien prefería las conquistas fugaces de una sola noche y no engendraba hijos.
     Pero no debe dejarse pasar inadvertida la sutileza de la caracterización de su delito por este abogado en ciernes. No es que burlara con sus primas hermanas, sino que lo había hecho “demasiadamente”. Obsérvese el adverbio que emplea para calificar sus acciones: “demasiadamente”, del latín de magis, “de más”, “demasiado”, “en exceso”. Salvo que la forma normal en español, entonces y ahora, es “demasiado”, aunque el Diccionario de la Real Academia de la Lengua recoge “demasiadamente”, uso poco usual de dar énfasis al adverbio. De modo que no es la fechoría en sí, sino su repetición imprudente, excesiva, la que le trajo problemas al prisionero. Insinúa que de haberse refocilado menos, o en forma un poco más discreta, con sus primas y las otras mujeres, no habría tenido dificultades. No hay mención, por supuesto, del incesto, porque, como caso de fornicación simple, la ley favorecía al prisionero. Sostener relaciones sexuales con estas cuatro mujeres no era un delito grave en aquel tiempo, suponiendo, como se nos permite suponer, que eran solteras, al igual que el prisionero, y que estaban dispuestas a ello. Esto es lo que en la terminología jurídica del período —elaborada por la Inquisición, lo que permite reconocer su molde escolástico— recibió el nombre de “fornicación simple”, o fornicatio simplex, en contraste con la “fornicación calificada”.15 La simple era la relación sexual entre personas no casadas de sexos opuestos; la gravedad de la “fornicación calificada” aumentaba si una o ambas partes eran casadas, menores, o si ambas eran del mismo sexo. De modo que el prisionero afirma haber cometido fornicación simple consensual con cuatro mujeres, de la cual surgieron descendientes cuyos lazos familiares resultaban difíciles de establecer. La única indicación de que el incesto pudiera haber sido un factor agravante se insinúa en la consanguinidad de los hijos, pero el prisionero la trata con ligereza, como hace con todo lo demás.
     De modo que tenemos a un posible estudiante de derecho que ha preñado a dos primas hermanas y a otras dos hermanas, y producido una complicada progenie. Acepta su castigo como acorde con su delito y declara que es joven y tendrá vida después de las galeras, frase que recuerda el estribillo de don Juan siempre que le advierten de las futuras consecuencias de sus acciones: “Cuán largo me lo fiáis”. Pero, mientras don Juan se refiere a la muerte y la condena eterna, el prisionero habla de la vida terrena y del castigo por las instituciones penales. Siente optimismo hacia el futuro, o al menos alardea de desenfado y valor, rasgo común entre los reclusos de entonces —y tal vez de hoy también—. Hay frivolidad en su tono, una pose de despreocupación que, otra vez, podría ser parte de una defensa o una manera de desviar la atención del aspecto más grave de su delito que sería, desde luego, el incesto. Detrás del velo de hilaridad y jocosidad, como tenía por costumbre Cervantes, ha deslizado el aspecto más grave y condenatorio del personaje y sus acciones.
     No nos dejamos engañar por este embaucador dotado de tanta retórica y encanto: el prisionero había sido declarado culpable y sentenciado por estupro, o seducción, alcanzada por un abuso de confianza, e incesto, incluso si creemos su historia de relaciones sexuales consensuales.16 La seducción de mujeres por la fuerza o medios más sutiles, en especial de vírgenes, viudas y monjas, era castigada con severidad por el derecho español desde las Siete partidas. Esta misma recopilación de leyes —en vigor todavía en el siglo xvi como fuente supletoria— define el incesto como

un pecado que llaman en latín incestus, que quier tanto decir como pecado que ome faze yaciendo a sabiendas con su pariente, o con parienta de su muger o de otra con quien ouiesse yacido, fasta el quarto grado, o si yoguiesse alguno con su madrastra, o con madre o fija, o con su cuñada o con su nuera, o si alguno yoguiesse con muger de Orden o con sus afijada o con su comadre.17

Me parece que la ley es clara, sobre todo tomando en cuenta el establecimiento del “cuarto grado” de consanguinidad como incesto castigable. Técnicamente, el incesto significaba sostener relaciones sexuales con un pariente con el que sería ilegal casarse, lo que se extendía a los primos, aunque existía la posibilidad de obtener dispensas de la Iglesia. A pesar de su elaborado floreo retórico, no hay dudas de que, como él mismo admite, el prisionero es culpable y el castigo es conforme al delito. Y el más grave es el incesto, no solo haber procreado un confuso clan endogámico —aunque esto, sin duda, es lo que procura evitar la prohibición—. El incesto se contaba entre los delitos que seguían considerándose también pecados en los códigos penales españoles de entonces, a pesar de la gradual separación de éstos de la teología: se le llama pecado en el texto de las Siete partidas recién citado. Cervantes, como es usual, no se detiene demasiado en este aspecto teológico, pero la sugerencia es clara. Además, si seguimos extrapolando y meditamos en la suerte de los hijos del prisionero y sus madres, nos percatamos de la gravedad de los delitos cometidos por nuestro prisionero.
     Éste, hemos podido observar, hace honor a la descripción del guardia; se comporta con gallardía y demuestra ser un gran hablador. Se comporta muy dueño de sí mismo, y se dirige a don Quijote con insolencia, aunque las diferencias de clase resultan claras, pues lo llama “Señor caballero”. Dados sus antecedentes como seductor de muchas mujeres, debe ser también apuesto y atractivo. Es impenitente, desenfadado y tiene confianza en su futuro. Hay algo en él de narcisismo, a juzgar por su comportamiento: lleva hábito de estudiante, para hacer ostentación de su superioridad sobre sus compañeros e incluso sobre los guardias. Es un fanfarrón. Creo que su narcisismo constituye una clave de su lado oscuro y de lo que él significa en la economía del amor y el derecho en el Quijote. Es aquí cuando el incesto revela dimensiones imprevistas. Comporta el incesto un elemento narcisista, en el sentido en que entraña un deseo por otro que es, en parte, uno mismo; el yo que desea procura perpetuarse con un mínimo de diferencia. El otro es una imagen del propio ser, como lo son sus resultados: los hijos. Hay también en el incesto un toque de autoconocimiento perverso, si nos referimos al conocimiento en un amplio sentido bíblico. Es como remontar el árbol genealógico para encontrar los orígenes propios y fusionarse con ellos. Hay elementos verdaderamente retorcidos en las aberraciones del prisionero; si seguimos especulando, en sus primas puede haber visto imágenes de su propia madre. Llevada a sus últimas consecuencias, no hay continuidad en su relato, no tiene conclusión porque el narcisismo es un colapso del ser dentro de sí mismo, lo que indica el mito clásico al hacer que Narciso se ahogue en su propia imagen. Es una circunvolución narrativa que conduce a su propia aniquilación.
     El prisionero lleva al extremo la relación entre el amor y la ley al violar el tabú fundamental que constituye la base misma de la vida social; la prohibición del incesto, que conduce al intercambio de parejas sexuales y a la mezcla de personas de distintos clanes o grupos. Sin ésta, se desintegraría el proceso de reproducción dentro de un orden social y el ser humano regresaría al caos de la naturaleza. Sin ese no inicial, sin esa primera ley, la civilización dejaría de existir. Ésa es la tragedia de Edipo. En el pasaje que he estado analizando, el caos está representado por esa genealogía enredada que escapa al control de la ley, que no puede reducirse a discurso jurídico para entrar en la economía social y política del Estado. Tras haber sido educado para hacer la ley inteligible, legible en un sentido lato, el prisionero se ha burlado de ella actuando de un modo que hace resistencia a la escritura y la lectura. El hecho de que cuando lo veamos por primera vez esté encadenado demuestra que los custodios de la sociedad son conscientes del peligro que este individuo representa. Llevan consigo estos documentos en que está inscrita la historia del prisionero, donde se le ha atrapado en la red del discurso legal; la sentencia en que aparecen asentados su delito y su castigo: “Aunque llevamos aquí el registro y la fe de las sentencias de cada uno destos malaventurados, no es tiempo éste de detenerles a sacarlas ni a leellas” (pp. 236-237). Es esta una historia que nunca llegamos a leer, pero a la que el prisionero ha dado su sello de aprobación, para entonces proceder a ofrecer su propia versión. Es una historia ilegible debido a que, en su horror, excede los límites de lo representable y, como el narcisismo, es una narración que se pliega sobre sí misma, por lo que permanece en la bolsa del guardia.
     Pero a pesar de toda su jactancia, el prisionero es incapaz de comprender lo profundamente apropiado de su castigo, que se impone en una esfera que trasciende el propio derecho según se escribe y practica. El prisionero es enviado al mar, lejos de todas las mujeres, a un mundo exclusivamente de hombres. Marginado de la sociedad heterosexual, el prisionero no podrá engendrar más imágenes de sí. A fin de dar salida a sus deseos, tendría que tomar el paso siguiente en su propio narcisismo y rendirse al homosexualismo, una “fornicación calificada” castigada con gran severidad por la ley española. Éste es el aspecto más severo de su castigo, el que guarda la correlación más profunda con su delito: ser expulsado temporalmente a un mundo masculino, sin diferencia sexual alguna. Ésta es, de nuevo, la historia irrepresentable, ilegible, que queda oculta no sólo en la bolsa del guardia, sino incluso en el propio texto de la sentencia del prisionero. Pero don Qujote, para quien el amor nunca pudo estar limitado por las leyes del Estado, lo pone en libertad, y así éste escapa no sabemos a dónde. Escapa también del libro, porque a diferencia de otros personajes como Andrés y Ginés, no reaparece. Su desaparición es también significativa, según veremos.
     El prisionero del sexo, en la obra de Cervantes, ha anticipado una figura que no surgirá con plena madurez hasta un siglo más tarde: el libertino. Es por entero amoral, se interesa sólo en la satisfacción de sus deseos y desdeña la ley y la costumbre. Su desenfadado comportamiento muestra que no le preocupan las consecuencias de sus acciones: practica una libertad sin límites. Aun cuando es condenado y castigado, aprueba su suerte, e incluso finge convertirla en algo que se amolda a sus propios deseos. Lo de mayor importancia es que no admite limitaciones, ni siquiera de tiempo: se jacta de que tendrá todavía mucho para disfrutar de la vida después de las galeras. Como no le teme al tiempo, no está atado por las reglas de sucesión o de teleología: su final no se avizora. Su vida y deseos, que son lo mismo, no tienen término: proliferarán ilimitadamente, como su progenie. Es por ello que no volvemos a saber de él. En los montes, se perderá en la total ausencia de formas, en la ilegibilidad de su libertinaje, de su libertad irrestricta, no sujeta a códigos. No puede haber recurrencia porque el final de su historia no puede tener sentido.
     Con pocas excepciones, las historias de amor del Quijote tienen final. Las peripecias, las aventuras, después de vueltas y revueltas conducen a algún tipo de conclusión. En las historias entretejidas de la primera parte, la conclusión es la tradicional de la comedia, en la que los personajes intercambian promesas matrimoniales. En “El curioso impertinente”, la historia tiene un fin trágico. El amor y el derecho proporcionan un ciclo, un patrón, una forma. No es así en el caso del galeote, cuya historia, por tener una total falta de restricciones, de leyes, no puede tener cierre, no puede tener fin. Su historia se disuelve en la ausencia de forma, porque en ella no se reconoce, y mucho menos se obedece, ley alguna. Las acciones de don Quijote eliminan el final prescrito en la sentencia: el periodo de seis años en las galeras. El prisionero no irá a las galeras, de las que podría, o no, regresar vivo; pero su destino estaría en ambos casos registrado, inscripto, convertido en parte del archivo. En lugar de ello, huye y desaparece, dejando al lector con el recuerdo de su sarcasmo, de su despreocupación jactanciosa, de su burla a la ley.
     En la novela, la más importante historia de amor sin cierre es la de don Quijote. El caballero no es un libertino —de hecho, no hay pruebas de que haya tenido relaciones sexuales jamás, aunque tampoco las hay que lo nieguen categóricamente—, pero su búsqueda de la dama ideal no puede tener un final satisfactorio porque transcurre en la imaginación. Dulcinea se multiplica —Aldonza Lorenzo, la campesina encantada por Sancho, el paje vestido como ella en la teatral procesión nocturna en casa del duque— pero sigue siendo la misma. No difiere mucho de la proliferación de mujeres del prisionero. Como ellas, Dulcinea es la Mujer, todas las mujeres, el objeto de un deseo difuso que se encuentra más allá de lo físico y, por ende, más allá de la ley. El amor de don Quijote, como el del prisionero, no tiene final, salvo los de su locura y su muerte. Es por ello, a mi entender, que don Quijote libera al prisionero. Ha encontrado un espíritu afín. Como él, es esclavo del deseo. El prisionero es su otro correlativo, su imagen invertida. Tal vez ésta sea la causa de que el prisionero le propine una paliza al caballero, regresando a una violencia primigenia contra su semejante, que no difiere de la perpetrada contra sus primas. Al igual que Cervantes, don Quijote imagina un mundo de libertad, pero a diferencia de su creador, no es consciente de sus peligros y no está obligado a escribir una historia que un lector desocupado, como yo, pueda comprender.
     El análisis de las transacciones amorosas contra el fondo del nuevo derecho español le ofreció a Cervantes nuevas inflexiones de viejas historias, e incluso algunas historias totalmente nuevas. El archivo, acaparador, autoritario, abarcador, se erigió en un compendio de narraciones alternativas en competencia con la tradición literaria, en un canon vinculado por el discurso legal al nuevo Estado. Algunas de las historias nuevas logran, incluso, escapar del archivo para formar una constelación de relatos imposibles, que Cervantes no podía aún narrar. Son también historias ejemplares, pero a causa de su naturaleza virtual, liminal, que anunciaban una literatura aún por llegar. –

Traducción de María Teresa Ortega Sastriques con la colaboración del autor.
     — Fragmento del libro Love and Law in Cervantes, que acaba de publicar la Yale University Press, de New Haven, Connecticut

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(Sagua la Grande, Cuba, 1943) es Sterling Professor de literatura hispanoamericana y comparada en la Universidad de Yale.


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