Me contaron en Buenos Aires que la madre de Jorge Luis Borges, doña Leonor, murió de 99 años. ¡Qué lástima!, exclamó un señor comedido en el momento de dar el pésame, si hubiera vivido un año más, habría llegado a los cien. Borges, con su humor de costumbre, que a menudo se transformaba en humor negro, respondió: “¡Qué admiración tan curiosa tiene usted, señor, por el sistema métrico decimal!” No había por qué hacer tanta diferencia entre los 99 y los cien, salvo por la superstición de los números redondos. Nosotros, aquí en Chile, nos pasamos el año en homenajes a Neruda en su centenario. Enciendo mi aparato de televisión en un momento de ocio, en la distracción del atardecer, y me encuentro con uno de estos homenajes más o menos ramplones. Veo una película de un padre autoritario, de un niño medio alelado, de unas mujeres atractivas, pero asustadas. Se multiplican los homenajes, los mediocres homenajes, y el país, por extraña coincidencia, parece cada vez menos preparado para leer y escribir, para sumar, restar y multiplicar. Me pregunto si el fenómeno es sólo chileno o si tiene alcances planetarios. La mejor colección francesa de clásicos es la Biblioteca de La Pléiade, editada por Gallimard. Si alguien pirateara en Francia un libro de las ediciones Gallimard, me imagino que caería el gobierno, detalle que sirve para dar una medida de las cosas, de nuestras cosas, de nuestra distancia sideral. Yo prefiero leer a los clásicos griegos, a los latinos, a los alemanes y los rusos en las ediciones impecables de La Pléiade, y pago el precio que corresponda, sin andar lloriqueando, aunque no sin sacrificio. Cada tomo, con sus introducciones, sus cronologías, sus notas, con sus índices bibliográficos y onomásticos, es un ejemplo de pedagogía, una enseñanza y una obra de arte. Pues bien, el señor Antoine Gallimard, director actual de esta antigua empresa de familia, acaba de declarar que hace diez años se vendían cuatrocientos mil ejemplares anuales de la famosa colección y que ahora sólo se venden trescientos mil. Se cae desde grandes alturas, como se podrá apreciar, pero la decadencia es visible. Y el problema nuestro es que si caemos un poco topamos rápidamente con la nada, con el hoyo negro.
Si me pidieran un balance personal, sin mayores compromisos, diría que el centenario nerudiano sirvió para hablar del poeta, para fijar la atención en su poesía y en aspectos de su biografía, pero no para estimular una reflexión seria y que habría sido muy oportuna. Se citó mucha poesía fácil, palabrera, blandona, y algunos de los poemas mejores, más originales, de lirismo más profundo, fueron pasados por alto. Predominó el horror a la dificultad, al misterio. Por ejemplo, se dijo con la mayor soltura de cuerpo que el poeta nunca se había inspirado en el drama de su hija enferma, pretendiendo así agregar un argumento a la tesis del abandono total. Es posible y hasta probable que el poeta, después de separarse de su primera mujer, haya sido un padre descuidado, además de lejano, pero el poema “Enfermedades en mi casa”, que forma parte de la segunda Residencia y que arranca directamente del mal de Malva Marina, es uno de los textos más conmovedores de la poesía contemporánea en lengua española. Fue un centenario, el de Neruda, que pasó por encima de casi todo y que no consiguió profundizar, me atrevo a decirlo, en casi nada. En alguna medida, contribuyó a nuestra vertiginosa deseducación. Me pregunto qué sucederá ahora con motivo del cuarto centenario de la publicación del Quijote, otro homenaje indirecto al sistema métrico decimal. Me da la impresión de que vamos de centenario en centenario como quien va de tumbo en tumbo, sin pensar en nada y sin entender nada. Yo dediqué el último año y los dos o tres anteriores a construir una ficción sobre un escritor que no calzaba con ninguna de las posibilidades del sistema métrico, que no coincidía con números redondos, y ahora no me arrepiento. Menos mal, me digo. Estas celebraciones decimales corresponden ya a lo que se ha llamado sociedad del espectáculo. Parece que a Nicanor Parra lo recordaron porque cumplió noventa años, nueve décadas, número de apariencia cabalística, y él los conmemoró con una interesante traducción de Guillermo Shakespeare, aun cuando el libro no dice en ninguna parte, ni siquiera en el copyright, que haya sido escrito en su versión original por el tal Shakespeare y no por el antipoeta. Es decir, nos deseducamos a fondo, y después nos extrañamos. Y un joven autor cuenta que viajó a París y que no visitó el Museo del Louvre. ¿Por qué? Porque se pasa al Louvre “por las pelotas”. Había un jerarca nazi que decía que cuando escuchaba hablar de cultura, sacaba inmediatamente su pistola. ¿Será que en el Chile de hoy encontró discípulos?
Ya que tenemos tanta reverencia por los números decimales, podríamos recordar también a otros escritores notables y cuyo centenario cayó en 2004. Sería un ejercicio de salida del patrioterismo, de la visión local; un ensayo de conexión con el vasto mundo, o, por lo menos, con el mundo de la lengua castellana en su conjunto. La gran filósofa, escritora, pedagoga española María Zambrano nació en Vélez-Málaga en 1904 y murió en Madrid en 1991. Abro una revista y encuentro la foto de un homenaje al poeta Vicente Aleixandre, en Madrid, con motivo de la publicación a fines de la década de los treinta de su libro La destrucción o el amor, uno de los clásicos de la llamada generación de 1927. A la izquierda de Aleixandre está Delia del Carril. En el comienzo de la fotografía, entre los personajes sentados, vemos a Pedro Salinas y a María Zambrano. En la fila de arriba, entre los que se encuentran de pie, figuran, entre otros, Miguel Hernández, Luis Rosales, Arturo Serrano Plaja, Pablo Neruda. Es un Neruda joven, de camisa blanca y corbata clara, de pañuelo blanco en punta. Está bien que recordemos a Neruda, pero a condición de no olvidar a María Zambrano, cuyas ediciones se suceden en la España de estos años y cuyos lectores aumentan en forma sostenida. Me encuentro sin la menor duda, con entusiasmo, entre aquellos lectores nuevos. La revista en cuestión, el número español de Letra Internacional, trae un notable ensayo suyo sobre la libertad. María Zambrano escribía sobre estas materias con una concisión, una lucidez, una belleza de estilo sorprendentes. Al reflexionar sobre la búsqueda de la libertad, cita una extraordinaria frase de Pascal: “Yo te buscaba, porque te tenía”. Leamos a los escritores que están de centenario y a los que no lo están. A propósito, el Rey Lear, el de la traducción de Parra, también cumple en 2005 sus cuatrocientos años. Razón de más para pensar que Parra, su brillante traductor, no fue precisamente su inventor.
Sigo pensando en poetas. La evocación de un poeta, Neruda, o Parra, o María Zambrano, poeta en el ensayo y en la filosofía, me lleva a fijarme en otros. El poeta cubano Raúl Rivero había sido condenado a veinte o treinta años de cárcel, ya no recuerdo a cuántos, por el delito de estar en desacuerdo con Fidel Castro. Estuvo un periodo encerrado en una celda de castigo, un cuarto ínfimo que tenía un camastro, un hoyo como servicio sanitario y una cañería por donde salía agua quince minutos al día. A mí me tocó presidir durante un par de años la comisión de la Unesco que se ocupaba de los derechos humanos en las materias que eran propias de la organización, es decir, la educación, la ciencia, la cultura y la comunicación. Tuvimos que ocuparnos del caso de un médico cubano acusado de publicar un artículo en una revista inglesa en la que explicaba que la famosa calidad de la medicina de su país era un mito. No lo acusaron de escribir el artículo, pero lo acusaron, naturalmente, de ser agente del enemigo internacional. Y lo recluyeron en una celda solitaria como la del poeta Rivero, pero sin la cañería de agua. Nuestra comisión consiguió con grandes esfuerzos que le dieran esos quince minutos diarios de agua potable, por lo cual, cuando leo sobre la situación de Raúl Rivero, reconozco una realidad, una siniestra y antihumana realidad. Ahora me gustaría mucho leer a Raúl Rivero, y su relación con el sistema métrico decimal me tiene sin cuidado. Él cuenta que ha salido de la prisión sin rencores, y a juzgar por el tono con que lo dice, se lo creo. Para ayudar al proceso democrático en Cuba, explica, “uno tiene que aprender a olvidar y vivir sin odio”. Me parece una afirmación magnífica, enormemente superior a las numerosas declaraciones truculentas y huecas de su encarcelador. Y me parecería importante que los luchadores a favor de los derechos humanos en Chile, que cumplieron en su tiempo una misión esencial, entiendan que la condición de Rivero y de sus compañeros de prisión en Cuba, liberados en una mínima parte gracias a la presión internacional, también es un atropello escandaloso a esos derechos. Pero hay instituciones chilenas que a veces hablan en nombre de la poesía, que se rasgan las vestiduras frente a una sencilla visita de la señora Bush y que, sin embargo, recibirían con banderitas a Fidel Castro. Es lo que alguien, hace algunos años, conocía como “indignación moral hemipléjica”, que funcionaba para un lado y no para el otro.
El caso de Raúl Rivero me remitió al de Heberto Padilla, cuyo retrato, en mi testimonio de hace ya treinta años, me parece hoy un poco injusto. Pero explicar por qué fui injusto me llevaría demasiadas páginas y ya no me queda espacio. Trataré de esta delicada cuestión cuando escriba mi próximo epílogo, y me quedo en espera, por ahora, de los poemas escritos por Raúl Rivero en su confinamiento y que se publicarán pronto con el sugerente título de Corazón sin furia. –
(Santiago de Chile, 1931 - Madrid, 2023) fue escritor y diplomático.