Relecturas de Gabriel Zaid: IV. Que cada quien lea el libro que se merece

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Leer poesía es un libro en construcción. En esta sexta edición (Random House, 2009), Gabriel Zaid deja fuera siete artículos y ensayos que habían entrado en la quinta edición (Océano, 1999) y tres más que venían desde la primera (Joaquín Mortiz, 1972). Ya la tercera edición (“Colección Popular”, FCE, 1987) había excluido cuatro textos sobre López Velarde, Ponce y Pellicer para trasladarlos a Tres poetas católicos (Océano, 1997). Leer poesía es un libro que está buscando su mejor expresión.

Como pirámide prehispánica, Leer poesía construye una nueva estructura sobre lo ya edificado, sobre lo ya publicado. Es un libro escrito en palimpsesto que va en su sexta capa. En el comienzo está un editor: Joaquín Díez-Canedo. Lo cuenta Zaid en una semblanza sobre el mítico editor, en un texto que también ha sido removido de esta edición: “Hacia 1970, yo tenía un conjunto de artículos que me parecían publicables en un volumen misceláneo. Pero Joaquín ni lo rechazaba ni lo publicaba, hasta que un día descubrió lo que yo no había visto: dentro del conjunto, hay una serie de artículos que tienen interés para los lectores de poesía, que usted puede trabajar y completar para un libro pequeño, por donde pudiéramos empezar. Así nació Leer poesía” (“Díez-Canedo, el artista”). Díez-Canedo vio en unos textos informes lo que el impaciente autor no podía ver: un libro para lectores de poesía. Un libro que ayudara a los lectores de poesía a leer mejor. Reunió entonces los artículos que había escrito entre 1966 y 1972 sobre la lectura en general y la lectura de poemas en particular, y les puso un texto al frente “¿Cómo leer poesía?” De entrada advirtió: no hay receta, cada lectura es diferente. Todo lo que uno vive sirve para enriquecer la lectura y a la vez la lectura enriquece la vida. Así que, aconsejaba Zaid, a embarcarse, a leer para potenciar las posibilidades del ser, para hacer el mundo más transparente y mejor.

Zaid publicó Leer poesía en 1972. Reunió en él textos escritos entre 1966 y 1972. Textos mordaces, irónicos, audaces en la forma y valientes en un medio pacato acostumbrado al medio tono. La sexta edición que ahora leo incluye 33 textos del total de la primera edición. Estos textos forman la nuez del libro. En ellos plantea su objetivo: ayudar a leer mejor. Esta nuez la escribió Gabriel Zaid, joven ingeniero y poeta regiomontano, entre los 32 y los 38 años de edad. Zaid había realizado estudios de ingeniería industrial en el Tecnológico de Monterrey, al concluir su carrera había viajado durante nueve meses a Francia y se había instalado, desde 1958, en la ciudad de México.

La estancia en París fue definitiva en su formación intelectual, no sólo, como apunta Enrique Krauze, por el conocimiento que ahí tuvo de la obra de Emmanuel Mounier sino porque ahí aprendió por segunda vez a leer. Aprendió a leer literariamente. Fue casi una revelación. Ocurrió “en meses desolados, sumergido en una lengua extranjera […] descubrí un Quijote y empecé a releerlo. Me acompañaba cuando peor me sentía […] Era un especie de liberación, sí, pero que estaba en la manera de ver los episodios, más que en los episodios. Me identificaba con el narrador, no con el protagonista, y eso me liberaba de mis fracasos como protagonista”. En ese momento, con una novela, qué novela, comenzó Zaid a leer, a leer de verdad. Tuvo entonces conciencia de los planos de una lectura. Distinguió al autor que escribe y firma el libro, al autor que aparece en la obra como punto de vista y al autor que aparece con su nombre en la obra. Esa distinción potenció su comprensión del texto. Pero ¿cómo decirlo, cómo comunicarlo? Se trasladó por motivos profesionales y culturales, vitales, a la ciudad de México. Publicó artículos en revistas literarias (Revista de Bellas Artes, Revista de la Universidad de México, Cuadernos del Viento) y en suplementos culturales (La Cultura en México). Ya en Monterrey se había desempeñado como jefe de redacción del periódico juvenil El Borrego y publicado notas críticas (de teatro, de libros) y poemas en los periódicos locales. Desde Monterrey había enviado sus poemas a Octavio Paz, que le respondió con una generosa carta (que sirvió de prólogo a Seguimiento, FCE, 1964). El joven escritor, poeta novel con prólogo de Paz e ingeniero que se daba tiempo para ayudar con la administración de la Revista Mexicana de Literatura, se dio a la tarea, en la segunda mitad de los años sesenta, de hacer una nueva, personalísima, reivindicación de la poesía. Entre los 32 y los 38 publicó una centena de artículos, reseñas y ensayos que posteriormente darían paso a cuatro libros: La poesía en la práctica (que funde El poeta en la ciudad, de 1963, y La máquina de cantar, de 1967), Cómo leer en bicicleta (que incluye textos escritos entre 1966 y 1972), Tres poetas católicos (formado básicamente por textos extraídos de Leer poesía) y Leer poesía. En el primero de estos libros expone lo que para él es la poesía y el papel del poeta; en el segundo lleva a cabo una feroz y divertida crítica de la cultura nacional; en el tercero trata de contribuir desde la crítica literaria a la construcción de una nueva cultura católica; y en el último, en Leer poesía, intenta, como he señalado, ayudar a leer mejor.

Leer mejor, ¿desde dónde? No eligió Zaid la cátedra, el saber cerrado, para iniciados; eligió el periodismo. Las revistas y los suplementos culturales. Optó por la tribuna libre para exponer un saber libre, un saber no dogmático. Pero ¿cómo enseñar a leer mejor sin ser dogmático? Desde el arte, desde la escritura como objeto artístico, desde el ensayo literario. Desde el artículo periodístico convertido en obra de arte. A veces breve, en otras extenso. Escribió Zaid un ensayo ¡de una línea! (“No hay ensayo más breve que un aforismo”). Escribió Zaid en esos seis años magníficos su reivindicación de la poesía. Espíritu práctico, esa vindicación incluía un breviario para aprender a leer mejor, novela, poesía, ensayo, aforismo, a leer mejor, para hacer más transparente la vida, para elevar el nivel de la cultura ambiente.

Pero el libro que tenemos en las manos no es el mismo que Zaid publicó en 1972. Sólo una tercera parte de esta sexta edición está constituida por textos escritos en esos años. El libro ha ido afinándose. El nivel de exigencia de Zaid ha ido creciendo. La sexta edición incluye textos que van de 1966 a 2008: 42 años de lecturas, de experiencias, de viva vivida y leída. Hay una distancia formidable entre el lector inicial, que arranca con la publicación de la reseña de una novela para ese momento rara, Farabeuf, en 1966, y el sofisticado lector de un poema de Safo cuarenta años después. El joven reseñista, que se animó a escribir una nota sobre un autor tan joven como él, se dejaba llevar por el entusiasmo, se dejaba arrebatar por la novela, “la lectura era fascinante”, “esta tarde me ocurrió algo insólito, que me tiene escribiendo sin parar”. Cuarenta años después ese entusiasmo se mantiene, enriquecido. No se conforma con leer un poema de Safo; revisa cinco traducciones al español, las versiones en francés e italiano; con ayuda de un libro de Cornelius Castoriadis intenta descifrar el griego arcaico; revisa planetarios visuales y calendarios agrícolas para saber del cielo en la época en que Safo escribió el poema; proporciona datos históricos, sociológicos, estilísticos y hermenéuticos relacionados con el poema y la poeta. “Los ojos –dice Zaid en otro ensayo– viven en la realidad que se merecen.”

Leer, ¿para qué? ¿Se lee porque de todos los libros se aprende algo y conocimiento es poder? No, leer poesía no da poder, el conocimiento que brinda es muy difuso. Se lee, literariamente, para sentirse libre, para ensayar nuevas y variadas posibilidades del ser. Lo primero es embarcarse, comenzar a leer, adquirir el vicio, observando la animación que produce la lectura en aquellos que leen, aprendiendo con paciencia a reconocer los códigos de lectura, imitando lo leído. Esto en nuestro país es un problema grave, porque ni los que enseñan ni los que están estudiando letras saben leer un poema (“Un gato cruza el puente de la luna”). A los jóvenes lectores no se les entrena en una poética visual ni para que aprecien la música compleja del verso (“Marinero que se fue a la mar”). En cambio, se privilegia la vida literaria, las presentaciones de libros y los recitales (“¿Quién es usted?”), amén de los imaginarios concursos de quién es el mejor poeta (“Rankings poéticos” y “Una anécdota irresistible”). Se le hace creer al lector que la vida literaria está ahí, cuando “la verdadera vida literaria se mueve en ese extraño lugar de reunión que es la página escrita”. Claro, “nunca saldrá en los periódicos algo así como: leyendo unos poemas de Pessoa, se sintió más libre”.

Si bien es cierto que la verdadera vida literaria, el encuentro privilegiado, se da en el texto, también lo es que no basta sólo con la lectura del texto. El buen lector de poesía requiere pasión, y entrenamiento. No me refiero al oficio, que es cosa de poetas, sino al conocimiento que el lector de poesía va adquiriendo con la práctica y la frecuentación de textos de crítica literaria. Zaid no se dirige a cualquier lector sino al lector atento, al lector despierto, al que analiza; se dirige a aquel que lee un poema palabra por palabra, dejando de lado lo contextual. Zaid es casi enfático en este punto: para leer (bien) poesía, como para escribirla, es necesario un saber, un verdadero saber, para leerla con conocimiento, con gusto, con malicia. Para hacerlo se requiere conocimiento del idioma, de sus recursos prosódicos, se necesita un conocimiento mínimo de estilística. Para observar técnicamente un poema no es aconsejable dejarse llevar por el flujo de los versos, hay que leer “a contracorriente”. Leer poesía es, así, un libro que invita a leer mejor, que promueve la lectura analítica, que estimula al lector para que no se quede en un nivel epidérmico de la lectura, para que avance descifrando signos, reconociendo musicalidades ocultas, para que porfíe, a contracorriente, e intente llegar a las “significaciones últimas” de un poema, de un texto.

 

Leer/Leerse

El libro incluye, además de los textos dedicados a dotar de herramientas al lector para poder leer mejor, una serie de textos sobre la autoconciencia –en el texto, individual, colectiva, nacional. Ese es el penúltimo grado de la lectura: la autoconciencia, el momento en que el yo deja de ver el mundo y se ve a sí mismo. Es el momento en que nace el individuo, en que se desprende del colectivo y se afirma. Es un fenómeno que se da en Occidente, de forma tardía, hacia finales del siglo XVI y principios del XVII. Aparece en obras que incorporan “en su propia construcción la presencia del autor”. Esta conciencia autoral comenzó en la poesía lírica, explica Zaid, y se extendió a los ensayos de Montaigne. A la novela de Cervantes, a la ciencia nueva (Descartes, Bacon), a la pintura de Velázquez y, siglos después, al teatro de Pirandello. Esta autoconciencia, esta afirmación del yo, cambia el eje del discurso. La verticalidad autoritaria, donde un Autor dicta y un lector acata, se transforma cuando ocurre esa afirmación.

Cuando Montaigne se dirige al lector como su igual, la relación autor-lector cambia de plano, se horizontaliza. Le ocurrió lo mismo a Zaid cuando renació a ese segundo mundo de comunión (la lectura) con los otros, cuando pudo leer el Quijote poniéndose durante la lectura al lado no del flaco caballero y su escudero sino del lado del narrador: “Me reía de la vida y de mí, y, en el segundo plano autoral, borraba pueblos, desfacía entuertos, me sentía libre y soberano. La novela era yo.” Ese grado de autoconciencia autoral, en la literatura nacional, llegó con Muerte sin fin de José Gorostiza y con Pedro Páramo de Juan Rulfo (y en el ensayo, tal vez, con El laberinto de la soledad). A partir de estos ejemplos “la inocencia (histórica, crítica, personal, nacional, del oficio) es imposible”.

El proceso inicia cuando alguien deletrea, se afina cuando se descubren los libros, se perfecciona cuando el lector deja de leer el mundo y se puede leer a sí mismo. Leer para leerse. Leer para saberse uno e igual a otros. Gabriel Zaid comenzó a leer solo (“Se encuentran dos amigas en la calle. El niño, de la mano, mientras hablan, se distrae deletreando los rótulos, hasta que la otra se da cuenta: Pero ¿sabe leer? Por lo visto –dice mi madre”) y se le reveló esa conciencia del “segundo grado autoral” también solo, cuando sufría el exilio. Esa conciencia del lector es la que, a lo largo de los años, Zaid ha intentado hacer explícita a través de Leer poesía. Leer para leerse.

Pero aquí no para todo. Dije antes que “leerse” era el penúltimo grado de la lectura. El último grado, según se desprende del mismo libro, aunque esta sea una verdad desde La vida nueva de Dante, no es otro que la escritura. Leer para escribir. Leer para escribirse. Por eso es que el libro cierra, o se corona, con un poema. Luego de hacer un recorrido por veinticinco siglos de exégesis literaria en torno a un delicioso poema de Safo, con la modestia que lo caracteriza, “siguiendo la pista falsa del origen popular (del poema que examina), hice otros intentos, que no se justifican más que de pilón…”, y enseguida transcribe un poema suyo, variación del poema de Safo. La lectura crítica de un poema deriva en la escritura de otro poema. Este pareciera ser el sentido último del libro. La alegría que produce la poiesis es multiplicadora, puede derivar en un ensayo, en un poema, o simplemente en un día mejor, más habitable, más claro, donde las cosas vuelvan a ser lo que son, “mano que pasa la mano por el día”. ~

– Fernando García Ramírez

 

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