“El suicidio no nos salva, es darle la razón al mundo”. Entrevista con Ramón Andrés

El suicidio no puede pertenecer nunca a la filosofía ni a la literatura, aunque en ambas ha sido y es un asunto crucial. 
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Por figura, su amabilidad y su voz pausada, Ramón Andrés (Pamplona, 1955) nos hace pensar en esos hombres que se retiraban del mundo para cumplir las labores de entenderlo, de trazarlo como si se tratara de un mapa. Musicólogo, traductor y poeta, Ramón Andrés es autor, entre otros libros, del celebrado Diccionario de música, mitología, magia y religión (Acantilado, 2012), que puede verse como la suma de todos sus talentos. 

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En El mundo en el oído (Acantilado, 2008) –y quizás es también el fundamento de su Diccionario–, usted hace una reinterpretación radical de la humanidad. Los orígenes de la humanidad, piensa, se remontan al sonido, a la música. ¿Somos pues un homo musicalis?

No me atrevería a hablar de una reinterpretación radical de la humanidad, pero es verdad que, en general, los estudios dedicados a nuestra evolución y al nacimiento de la conciencia han desatendido la importancia del ser humano como receptor de un mundo sonoro que, poco a poco, supo interpretar. Los dioses, siempre invisibles, se manifestaban a través de los sonidos de la naturaleza: el trueno, la lluvia, la caída de una roca, su estallido, el fragor de un río caudaloso o la resonancia en las cuevas despertaban una inquietud, una zozobra. Esto hizo que, a partir de su realidad, los hombres primitivos comenzaran a elaborar un mundo paralelo, a abrazar la idea de que había algo más allá de su dimensión inmediata. Al respecto, siempre trato de recordar un aforismo de Nietzsche, contenido en Aurora, en el que dice que el oído es el órgano del miedo. Con ello explica muy bien la capacidad de fabulación que se produce a través de la escucha. El oído, sobre todo de noche, fue capaz de construir imágenes, dioses amenazantes, peligros, mundos ocultos. La visión siempre nos ha remitido a lo real, mientras que la audición ha estimulado la imaginación. Cuanto más moderna y técnica es una civilización, menos importancia alcanza el oído. Los ojos son los órganos de la modernidad, es decir, los instrumentos de la evidencia.

Ha escrito de manera extensa sobre música, además de que fue cantante; y, sin embargo, en muchas de sus obras reivindica la necesidad del silencio. ¿Cuál es la relación música-silencio? ¿Por qué, acaso más que nunca, estamos necesitados de un espacio de silencio?

No habría que concebir, creo yo, la música como el reverso del silencio. En realidad, la música parte del silencio, de un silencio previo, necesario. Si nos fijamos bien, tendremos que admitir cuánto silencio hay en algunas partituras, aunque suenen en ellas los instrumentos y las voces. Se trata de un silencio interior, un silencio primigenio, que está en las cosas, como deja ver la Carta de Lord Chandos, de Hugo von Hofmannsthal. Estamos necesitados de un espacio de silencio, porque todo cuanto nos rodea es atronador. El ruido, que es el himno de la producción ilimitada, la banda sonora del capital, nos paraliza y minimiza. Una de las funciones del ruido es aturdirnos y aislarnos. Por esta razón, el sistema no favorece que tengamos demasiado silencio. Al contrario, porque el silencio, además de no ser “productivo”, ayuda a pensar y cuestionar las cosas.

Otro de sus intereses es la filosofía, ¿qué relación existe entre música y filosofía? ¿Es la música una oculta filosofía?

El vínculo entre la música y la filosofía es muy lejano, muy profundo. Cabe recordar a los caldeos, autores de un pensamiento musical que, con el tiempo, abriría las puertas del conocimiento a Pitágoras y su armonía de las esferas, una teoría que fue fundamental hasta hace unos siglos. Platón y Aristóteles trataron la música… Como una de las disciplinas del Quadrivium, la música no se ha disociado jamás del pensamiento, por el contrario: le ha dado otro lenguaje. Ha fortalecido el pensar. Sin duda, ambas ciencias han procurado un extraordinario tejido a Occidente y, en cierto modo, lo han modificado. A un filósofo como Popper la polifonía le parecía el auténtico milagro de la cultura occidental. Que pensadores como Schopenhauer y Nietzsche le dieran un lugar esencial, dice mucho de las facultades de la música como herramienta de interpretación del mundo. Si nos damos cuenta, filósofos contemporáneos como Cacciari, Sloterdijk, Rousset y tantos otros –por no hablar de los anteriores: Adorno, Bloch, Zambrano y Jankélévitch–le han dedicado una parte significativa de su obra. Eso significa que el lazo entre música y filosofía es tan estrecho como lo fuera en durante el Renacimiento o en los días de la Ilustración. Me parece adecuado decir que la música es una “oculta filosofía”, aunque, sin temor, podríamos hablar también de una filosofía invisible, sin palabras, de un pensamiento hecho sonoridad.

En El luthier de Delft (Acantilado, 2013) hay una reivindicación de la filosofía de Spinoza, y a la vez una crítica a la de Hegel. ¿Qué nos dice Spinoza a los hombres y mujeres contemporáneos?, y ¿por qué Hegel ya no debería interesarnos? ¿La querella en su libro entre Spinoza y Hegel es la del individuo libre y la del Estado?

Spinoza nos está diciendo que el mundo jamás es de una manera; está sometido al azar, es imposible fijarlo. Esto nos confiere libertad. Nunca se observa en su pensamiento ese tono de paternalismo que a menudo encontramos en Hegel, a quien, en cambio, le gusta fijar las cosas, establecerlas y decir que el mundo es así. En el autor de la Fenomenología se detecta un constante afán de sistematizar, de clasificar lo que en realidad es inaprensible. Spinoza es mucho más libre, y en él no hay exclusión, clasificación. Por eso en el libro hay una confrontación, aunque sutil, entre el individuo libre y su sometimiento al Estado. Spinoza vive en el presente y Hegel lo hace en el futuro: lo planifica, dice cómo va a ser la historia, quién va a quedar excluido de ella, quién se integrará en su devenir. Acerca de este asunto es muy importante tener en cuenta la mirada de Alexander Kojève, uno de los más brillantes intérpretes hegelianos.

Su abanico de intereses es amplísimo: la música, la poesía, la filosofía, la teología, la mitología. ¿Qué se halla detrás de todas estas artes? ¿Por qué el ser humano siente la necesidad de crear estos órdenes?

Podríamos hablar de búsqueda, emprendida a través de unos caminos que no están tan alejados entre sí. En cierto modo son uno. Estos órdenes, como usted les llama, son las disciplinas, las vías, como decían los antiguos, que pueden conducir al conocimiento, que es más importante que el saber. El homo technicus, del que ha hablado Agamben, está restringido y conminado a una sola mirada.

Camus dijo que no hay más que un único problema filosófico: el suicidio. ¿Por qué nos asusta tanto el suicidio?

Camus todavía hablaba del suicidio con un acento, digamos, romántico. Querer acercar la muerte voluntaria a un asunto filosófico es desdibujar el problema, borrar su fondo. El suicidio no puede pertenecer nunca a la filosofía ni a la literatura, aunque en ambas ha sido y es un asunto crucial. En el acto voluntario de morir intervienen demasiados factores, a veces azarosos, y por eso mismo tampoco los puede determinar –como pretende, en las últimas décadas– la medicina psiquiátrica. El suicidio está latente en un rincón de nuestra mente, pero también de nuestra cultura. Si nos “asusta” es porque, de algún modo, contraviene el orden, tanto biológico como cronológico. Según nuestra mentalidad, la muerte tiene sentido cuando ya ha consumado un proceso, una vida, un camino. Si nos turba la muerte de una persona joven es precisamente porque en ella se cumple esta violación del tiempo. En el rechazo del suicido, en la perplejidad que se siente ante él, se encierran muchas cosas. Aristóteles abrió una tradición que todavía prevalece: consideraba a quien se daba muerte como un desertor de la sociedad, ya que, según su discurso, el individuo pertenece a la comunidad que le ha ayudado a educarse e integrarse. Esto tuvo una traslación al cristianismo: “no eres tuyo, perteneces a Dios”. De ahí la culpabilización y condena que a menudo se ciernen sobre este acto radical.

¿Somos el único animal que hace música? ¿Somos el único animal que se suicida?

Sí, somos el único animal que hace música, pero algunas especies tienen cierta captación rítmica y, sobre todo, son reactivas a la música: pueden alterarse o serenarse, según la intensidad, la frecuencia y el color de las notas que lleguen a sus oídos. Varios textos de la Antigüedad ya hablan de esta influencia sobre los animales. La segunda cuestión ha sido largamente tratada, y es muy interesante. Desde luego, un animal no puede suicidarse, porque no puede hacerlo desde una conciencia. Siente que es porque pertenece a un grupo, a una especie. Claudio Eliano, un escritor y retórico romano nacido a finales del siglo ii, habla en De la naturaleza de los animales de diversos suicidios… Lo que sí se ha comprobado, y con frecuencia, es que cuando un individuo pierde a su manada, al ver la dificultad de la supervivencia, se deja morir de hambre o se despeña. También el que está herido, al sentirse indefenso ante los depredadores, busca la desaparición, ya sea arrojándose a un precipicio o ahogándose en un río, e incluso entregándose a su agresor. Esto es algo común en el mundo animal. Erasmo y Montaigne nos hablan de los caballos que, en plena batalla, atemorizados, buscan la muerte. Por otra parte, es necesario recordar que la vida tiende por naturaleza a la supervivencia, pero debemos saber que en ella también hay un instinto de destrucción, de autodestrucción, a veces muy larvado.

¿El martirio de los santos es una forma de suicidio? De ser así, ¿el catolicismo está asentado sobre una elaboración del martirio-suicidio?

Este es un asunto que levantó continuas y violentas polémicas, no solo durante la Edad Media. Los mártires se entregaban a la muerte voluntariamente en aras de una vida superior. Los había que deseaban ardientemente encontrar un verdugo, como señaló el poeta John Donne en Biathanatos. El autosacrificio es un modo de concebirte como ofrenda. Morir para lo eterno. Esto, como he comentado, fue motivo de amargas discordias y censuras. Aquellos que defendían que muchos de los mártires provocaron su aniquilación y menospreciaron la vida, o acabaron en las mazmorras o fueron quemados por herejía. Sin embargo, el verdadero conflicto llegó en los siglos xv y xvi, cuando el Humanismo, o parte de él, empezó a argumentar que Cristo había muerto voluntariamente para redimir el mal. Quignard ha dicho que la moral en Occidente se asienta sobre un suicidio. Es el suicidio del Hijo del Hombre. El propio Kierkegaard no soportaba que Cristo hubiera tomado voluntariamente el camino autosacrificial. En cierta forma intuía que esta entrega y desafío a la existencia, al existir, iba a fomentar una mentalidad que lograría un gran arraigo en Occidente, es decir, la tendencia a la autodestrucción, también social. Crear para destruir, construir para derruir, es una pasión muy europea. Las guerras mundiales tienen algo de suicidio colectivo y de institucionalización de la muerte como promotora de un renacer. El nuestro es un destino temible.

El suicidio (desde luego, la más radical), el silencio o la música, ¿son formas de sustraerse a los dominios despóticos: el Estado, el individualismo feroz, el comercio? ¿Son, en suma, resquicios de libertad?

Ante la empresa encomendada al ser humano, imposible de cumplir, surge la angustia. Esta empresa, sin duda colosal, consiste, para el creyente, en tener que responder a las expectativas de Dios depositadas en él, o bien, en los siglos últimos, de carácter laico, a lo que espera la sociedad de cada uno de nosotros; una sociedad, recordémoslo, implacable y a menudo impía, en la que el mercado –es decir, el dinero– ha dinamitado toda posibilidad de entendimiento. La economía ha desbancado a la política y la privatización está desguazando al Estado que tanto criticábamos, con razón, en los años setenta y ochenta. El avance de la barbarie, la brutalidad, su erosión, son cercos que el individuo de la contemporaneidad ve difíciles de romper. Así que la música y el silencio son escapatorias, sólidos refugios, donde, al menos por un tiempo, no entra el grito neoliberal, su despotismo de la ganancia. En este sentido, son “resquicios de libertad”. Pero me atrevería a decir que son algo más: una forma de vivir, y ello nos asegura, más o menos, estar a salvo. Lo que no nos salva es el suicidio, porque afrontarlo, aunque sea desde la legítima y comprensible desesperación, es darle la razón es darle la razón al mundo. ~

Esta entrevista fue publicada como contenido exclusivo en nuestra edición para iPad de octubre 2015.

 

Aquí puede leerse la reseña del libro:

 

 

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(Ciudad de México, 1970) es escritor y periodista. Recibió el Premio Nacional de Dramaturgia Joven en 2002 y el Premio Nacional de Periodismo en 2008. Es autor de la novela La soledad de los animales.


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