El tercer accidente de Frida

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Pensé que Salma Hayek haciendo de Frida Kahlo y la autora de la versión teatral de The Lion King, Julie Taymor, dirigiendo la película sobre la pintora mexicana acabarían de descuartizar el cuerpo femenino más maltratado del siglo XX (aunque hay quienes creen que Elizabeth Taylor supera a Frida en número de intervenciones quirúrgicas). Me equivoqué y me avergüenza haberme equivocado tanto. La película está a un peldaño de la obra maestra.
     Cuando se hace una biografía épica en celuloide, sólo existe una forma de competir con el original contra el que esa transfiguración va a ser medida. Consiste en el peor sacrilegio: reducir las dimensiones de una vida multitudinaria en obra, significado y circunstancia a una sola, que diga muchas cosas diciendo una esencial. Esta inteligencia simplificadora debe presidir todo el proceso de la película, incluida la selección de episodios de la vida que se va a contar ya que no es posible contarlo todo. El genio del procedimiento radica en que no resulte obvio, ni parezca que la película tiene una única dimensión sino que estalla, como los vidrios del tranvía que casi le cuesta la vida a Frida Kahlo en 1925, en una miríada de imágenes, situaciones y personajes que abarrotan la pantalla sin desbordarla ni salirse de ella. Porque si se salen, la épica, es decir el número, mata la biografía, es decir al individuo. Donde falla toda biografía épica, y donde falla también con frecuencia la versión cinematográfica de una gran novela, es en el temor a jibarizar el original. Gran error.
     Hay que jibarizarlo, pero reduciendo sólo la escala, no la riqueza del significado.
     ¿Cuál es la idea central a la que uno intuye que fue reducida Frida Kahlo antes de procederse a todo lo demás en la película de su vida? La misma que han expresado, de forma convincente, algunos críticos de arte acerca de su obra, para quienes ésta nace de un impulso feral por destruir la frontera que separa el mundo interior del exterior, por incrustar en el alma el mismo pasamanos que le atravesó las carnes de muchacha, la dejó baldada y marcó el resto de su sufrida existencia. De ese modo el alma deja de ser un espacio interior y secreto y se vuelve entraña expuesta. De una venganza artística contra el pasamanos —metáfora del mundo exterior perforando el interior— brotarían las imágenes viscerales y horrendas, cargadas de una fuerza brutal y estupefaciente, que pueblan su obra. Pues bien: la directora utiliza dos recursos, uno muy personal, el otro más previsible, para hacer con la versión en celuloide de la vida de Frida lo que dicen que ella hacía en el lienzo. El primero es una sucesión de efectos especiales, que uno llamaría surrealistas si no fuera porque Frida Kahlo se resistió a ser descrita como surrealista. Julie Taymor hace cobrar vida a los cuadros, los vuelve objetos animados, mediante el uso de maniquíes, imaginería onírica, montajes posmodernos. Y lo hace con tal eficacia, que esa imagen de Diego Rivera convertido en King Kong y Frida en la chica encerrada entre sus dedos monstruosos no sólo no es ridícula sino que resulta más real que muchas de las escenas conocidas de la vida de la pareja. Pulverizando la frontera entre el cuadro, que por ser inanimado representa un espacio interior diferenciado del mundo externo, y la vida real, que es el exterior, la directora define esa esencia espiritual de la pintora que preside la propuesta fílmica y da sentido, coherencia al vértigo épico del matrimonio entre Rivera y Kahlo con el telón de fondo del México posrevolucionario sacudido por la efervescencia ideológica y las reverberaciones de la lucha entre Stalin y Trotski.
     El otro recurso, más convencional pero igualmente logrado, para transmitir la esencia de la artista es el dolor convertido en expresión viva. La película traduce en diálogos y hechos un sentimiento que normalmente asociamos con el mundo interior. Saliendo a escena, a partir de la selección de ciertos episodios, el dolor se vuelve en sí mismo protagonista. El pasamanos de Frida transgrede otra vez la frontera que separa el mundo interior del exterior. La selección de las imágenes y episodios que nos cuentan quién fue Frida está presidida por el sentimiento del dolor. La película ha seleccionado la biografía del dolor que es una de las biografías de la pintora. Pero dolor no reñido a muerte con el humor, la alegría, el color (el de un vestuario del sur mexicano enriquecido por su imaginación) ni mucho menos el placer.
     ¿Dónde termina el dolor y dónde empieza la telenovela? Allí, en ese punto estratégico que explota todas las posibilidades del sufrimiento sin deslizarse hacia la sensiblería y el melodrama, reside la actuación soberbia de Salma Hayek, de quien uno jamás hubiera sospechado un talento como éste. El dolor surge de dos fuentes —los traumas físicos de Frida y los adulterios de Diego Rivera, ese “Svengali sexual”, como dijo alguien—. Pero todo lo que hace el personaje, desde su bisexualidad y su pasajero romance con Trotski hasta su viaje triunfal a París, donde Vogue la inmortaliza con una portada, son variaciones externas de un dolor que ha dejado de existir como sentimiento reconcentrado en el alma de la pintora para ser volcado con pasión en todos los instantes físicos, expresivos de su vida. Esta es la reducción esencial que propone la versión cinematográfica de aquella vida que fue tantas vidas. No nace de una lectura superficial de Frida, de entender que sufrió y era apasionada
     porque tuvo un accidente trágico, un padecimiento físico continuo y un marido
     cruelmente adúltero. Nace de entender que sus actos externos son desdoblamientos de un alma que ha elegido, en venganza por el (los) pasamanos incrustado(s) en las carnes, dejar de ser alma y ser vida encarnada, en constante movimiento físico. De allí la sexualidad voraz de Frida, su pintura mortal, su enfermedad incurable por Rivera.
     ¿Fue exactamente así? ¿Se definiría ella misma de esa manera? No tiene importancia. Nadie puede contar una vida tal como fue ni explicarla como su autor la explicaría. Sólo importa que la narración sea convincente. Ésta lo es; hasta la propia Frida tendría problemas en desmentirla. “He tenido dos graves accidentes en mi vida”, dicen que le dijo a Diego Rivera, la fuerza de la naturaleza con la que ella, otra fuerza de la naturaleza, se casó dos veces: “El tranvía y tú. Tú eres de lejos el peor.” Hay un tercer accidente y es peor, porque de los dos primeros Frida se pudo vengar: del primero se vengó pintando y sufriendo en voz muy alta, del segundo se vengó acostándose con Trotski y sobreviviéndolo, pues en muchos rincones de la tierra Frida resulta hoy una figura más viva que el propio Rivera. De esta película, su tercer accidente, es posible que no tenga escapatoria. ~

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