Ilustración: Anabel Quirarte

El tiempo de las mujeres

En España, durante las últimas décadas, la situación de las mujeres ha ido transformándose hacia una mayor libertad y visibilidad. Sin embargo, como muestra este reportaje, la igualdad de sexos sigue sin existir y muchos aspectos –de la crianza al trabajo, de las cuotas a la asunción del poder– requieren más discusión y muchas más mejoras.  
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En España quizá resulte más fácil fechar que en otros sitios, al menos de manera brusca, la emancipación de la mujer, porque en España hubo que esperar a la muerte de Franco, a la Transición y a la Constitución de 1978 para que llegaran la democracia y la libertad. Así que en buena medida la liberación de la mujer empezó entonces, con la llegada de las libertades de las que España se vio privada durante cuarenta años: las mujeres, que habían necesitado permiso para abrir una cuenta en el banco o salir del país, se convirtieron en seres no tutelados, iguales ante la ley. En los primeros años de la democracia se aprobó la ley del divorcio y se despenalizó el aborto. El sufragio femenino ya estaba contemplado en la Constitución de 1931 y en las universidades ya había mujeres. Luego llegó lo demás: la píldora, la planificación familiar, la capacidad de elegir no casarse, la incorporación al mercado laboral y, de la mano de eso, la independencia económica. Es indudable que en poco más de treinta años de democracia la conquista de derechos de la mujer en España ha sido impresionante. Sin embargo, aún hay zonas por conquistar y la liberación no es completa. La igualdad sigue siendo una reivindicación que se ejerce desde diversos ámbitos y con diferentes intensidades. Por otro lado, el feminismo tiene un cierto halo de anquilosamiento, de algo que pertenece al pasado y que se relaciona con mujeres que no se depilan y odian a los hombres, una imagen un tanto distorsionada de lo que es, solo, un reclamo de igualdad y justicia. Hay que recordar que las conquistas sociales lo han sido, sobre todo para no olvidar que, seguramente, nunca hemos estado mejor, al menos mientras la reforma de la ley del aborto no sea aprobada.

Los hitos de la emancipación femenina

Argelia Queralt (1976), editora del blog Agenda Pública en eldiario.es y profesora de la Universidad de Barcelona, recuerda la propuesta de la líder socialista Clara Zetkin de establecer un día internacional de la mujer en el que se recordaran los derechos de los que las mujeres no disfrutaban. Fue “un momento muy importante de inflexión en la visualización de las mujeres como colectivo global que compartía una serie de problemas independientemente de su condición social, económica, cultural, raza o religión”. Y, en el ámbito nacional, reivindica la figura de Clara Campoamor: le debemos “el reconocimiento del derecho de sufragio activo a las mujeres en la Constitución de 1931, porque permitir votar a las mujeres las convertía en ciudadanas, en seres políticos, dejando así, al menos formalmente, de estar solo presentes en el ámbito doméstico, para pasar a estar en la esfera pública y a tener relevancia pública”. Algo en lo que coincide Soledad Gallego-Díaz (Madrid, 1951): “Habría que recordar más y agradecer la preciosa defensa del derecho a voto de la mujer que hizo Clara Campoamor en 1931. Es verdad que la independencia económica es importante, como lo fue la píldora –que seguramente ha sido el hito de la liberación para mi generación–, pero es que el derecho a voto otorgaba a las mujeres derechos de ciudadanía a partir de los cuales emana el resto.”

En cambio, en la charla de tres mujeres –una abogada, una antropóloga y una ejecutiva, las tres nacidas a finales de los setenta– la emancipación tiene una relación directa con la incorporación al mercado laboral y con el acceso a la educación. “La independencia económica, que llega con la incorporación al mundo laboral, y que en España llega con retraso, como casi todo”, es el hito que marca la emancipación de la mujer para Inma Castelló (1979), abogada. “El trabajo, sí, siempre y cuando fuera acompañado de un determinado nivel socioeconómico”, matiza Rita Gomes (1978), antropóloga. Por encima del derecho a voto o de la píldora, dice Castelló, porque el hecho de “que las mujeres pudieran votar no implicaba que el voto fuera libre, es más, creo que estaba condicionado por la opinión del marido”. La posibilidad de la independencia económica “es como la mayoría de edad, es realmente cuando la mujer se ve mayor de edad y no tutelada, el hecho de que puedas trabajar, y con eso también tiene que ver cómo estamos accediendo a la educación”; según Marian Zumlabe (1979), responsable de compras de libro ilustrado en Grupo VIPS. A esta opinión se une la de Christina Rosenvinge (1964): “Como hito, los anticonceptivos; como proceso, la incorporación al mercado laboral y la independencia económica.” Gallego-Díaz recuerda que, por ejemplo, la píldora cambió completamente el comportamiento de su generación: “La píldora acabó con el miedo.” Miren Iza (1979), que compagina su trabajo como psiquiatra con su grupo de música (Tulsa), cree que “cuando las universidades se llenan de mujeres, por lo menos existe la posibilidad de tratar a los hombres como pares, no como gente de la que siempre vas a depender”. Carolina del Olmo (1974), autora del ensayo ¿Dónde está mi tribu? (Clave Intelectual, 2013), responde: “Si me pongo en plan exigente, diría que la liberación aún no ha tenido lugar. Y, si no me pongo tan tocapelotas, diría que la difusión de medios anticonceptivos.” Elena Medel (1985), escritora y editora en La Bella Varsovia, elige como hito de la emancipación “la ley del aborto de 2010; simbólico, claro, por el momento en que vivimos. No me atrevo a situar una fecha o un acontecimiento a nivel europeo, pero quiero imaginar que la figura de Simone de Beauvoir tendrá mucho que ver”.

La brecha generacional

Soledad Gallego-Díaz comenzó su carrera profesional antes de la muerte de Franco y recuerda que se le negó un puesto de trabajo por el hecho de ser mujer. “La incorporación de la mujer al mundo laboral se ha dado en España de una manera muy rápida y efectiva; también la incorporación de las mujeres a la política y en la ocupación de cargos públicos. Eso hizo que se viera a la mujer como gestora. Ha costado más, y todavía cuesta, ver a mujeres ocupando puestos directivos en empresas privadas: en el sector público la meritocracia funciona antes.”

“Creo que nuestras madres –apunta Zumalabe– no querían que reprodujéramos su modelo: mi madre se quedó embarazada para que sus padres no se opusieran a que eligiera a mi padre y para poder irse de casa. Pasaban de una dependencia a otra. Ni mi padre ni mi madre querían eso para mí: por eso han insistido tanto en la educación.” Gomes apoya su argumento: “Mi madre no estudió y muy pronto empezó a trabajar. Desde siempre insistió en que accediera a la mejor formación posible para conseguir un trabajo que me permitiera ser independiente.”

Lucía Lijtmaer (1978), periodista y programadora cultural, afirma: “No sé si hemos alcanzado tantas conquistas en materias de igualdad: el control del cuerpo está a la orden del día con la reforma de la ley del aborto, una de cada tres mujeres europeas ha experimentado violencia física o sexual y la desigualdad salarial es aún muy alta. Si tuviera que destacar algo sería la libertad en materia sexual, que realmente nos aventaja con respecto a la generación anterior.” Elena Medel tampoco percibe un gran cambio con respecto a la generación anterior: “No estoy muy segura de que las nacidas en los ochenta hayamos avanzado mucho con respecto a las nacidas en los setenta. Aún percibo una brecha inmensa entre hombres y mujeres, y muchas actitudes, de unos y de otras, alejadas de la igualdad, de su conciencia y de su necesidad. Me encuentro con hombres de mi edad, que rondan los treinta, incómodos ante una mujer que se sitúa –laboralmente, por ejemplo– a un mismo nivel, y no digamos a otro superior: como si en esa situación no latiera la normalidad, sino la vulnerabilidad; como si se sintieran atacados, por así decirlo.” Rosenvinge es más optimista en cuanto a los cambios producidos en muy poco tiempo: “Hemos avanzado tanto y tan rápido… Mi madre todavía tuvo que abrir una cuenta en el banco con permiso de su marido. Cuando tenía veinte años y decía que era feminista provocaba una reacción virulenta por parte de hombres y mujeres. Y ahora percibo una especie de empatía o de solidaridad femenina que no había antes. Hay mucha más conciencia social.” “Es cierto que se ha producido un cambio enorme en relación a la entrada de la mujer en el mercado laboral, en la educación (entrada en las universidades) y que esto ha supuesto para muchas mujeres alcanzar cotas de libertad hasta ahora inimaginables –apunta Queralt–. Sin embargo, siguen siendo muchas las trabas y tratos discriminatorios que padecemos cada día. Por ejemplo, entre el 80 y el 90% de los contratos a tiempo parcial está en manos de las mujeres, seguimos cobrando de media un 22% menos y, por supuesto, está ese techo de cristal que no nos permite ascender, que nos resulta tan difícil de superar, sobre todo, cuando decidimos ser madres.”

La eterna cuestión: ser madre hoy

Con respecto al tema conviven dos realidades contradictorias: por un lado, la decisión de no tener hijos, que permitía alargar la adolescencia y la juventud, disfrutar de los placeres de la vida adulta sin tener responsabilidades familiares. Era una prolongación natural de la liberación de la mujer: si una de las reivindicaciones del feminismo es que la mujer no es solo madre, no tener hijos es una afirmación de independencia. Durante un tiempo y desde algunos extremos del feminismo se tuvo la idea de que ser madre era ser una mujer convencional y que solo iba a favor del sometimiento (una idea que no ha desaparecido: Jenn Díaz acaba de publicar Mujer sin hijo [Jot Down Books], una distopía sobre la maternidad como imposición). Según Carolina del Olmo, “la lucha contra la maternidad como imposición ha dejado en un segundo plano la lucha por una maternidad deseada decente, por una vivencia de la maternidad que no suponga arresto domiciliario, exclusión, desafiliación, pero que tampoco suponga mutilar totalmente la experiencia de la maternidad y el cuidado para adaptarnos al molde del trabajador adulto varón que se valora en el mercado”. Al mismo tiempo, según Rosenvinge, “todavía hay una presión social para ser madre, vivimos todavía en el cuento de hadas. Las mujeres nos creemos que tenemos que pasar por ser madres. Las revistas están llenas de mujeres con muchísimo éxito que dicen en las entrevistas que el momento de culminación de su vida ha sido tener hijos y el parto. Tengo dos hijos y los niños son algo que haces por el camino, pero que no son el camino”. En ¿Dónde está mi tribu?, Carolina del Olmo escribe: “Nos han educado para ser libres, autónomos, independientes o, al menos, para apreciar esos valores por encima de cualquier otro. Las mujeres, además, vivimos particularmente atentas a detectar en nosotras mismas posibles rasgos de sometimiento voluntario, y cuando damos con ellos, tendemos a vivirlos con culpabilidad.” Argelia Queralt dice que “la conciliación es un regalo envenenado que nos han hecho a las mujeres para que trabajemos fuera y continuemos con nuestras jornadas cuando llegamos a casa, donde haremos de profesionales conciliadoras y, además, se espera que hagamos de madres y esposas. Todo ello acompañado de un continuo sentimiento de culpabilidad por no rendir lo que nos gustaría en el trabajo y por no atender suficientemente a nuestros hijos”. Miren Iza comparte esa opinión: “Esa es la gran trampa, que las mujeres tenemos que hacerlo todo. Tiene que ser la madre abnegada y profesional y eso es imposible, y la que se siente fracasada en eso está sola, y se siente en falta porque no lo ha conseguido.” Y Rosenvinge está de acuerdo: “Es verdad que ahora mismo la expectativa sobre las mujeres es imposible de cumplir. Las mujeres que trabajan tienen que convivir con la culpabilidad.”

La maternidad sigue siendo el asunto crucial: “si una mujer decide no tener hijos, llevará una vida bastante parecida a cualquier hombre”, dice Miren Iza. Es “el hecho diferencial: hasta ese momento, las mujeres son iguales a los hombres”, dice Inma Castelló, para quien la solución es un asunto privado e individual, “la norma es igual para el hombre y para la mujer. Lo que me molesta es que se presuponga que tiene que ser la mujer la que renuncie a parte de su trabajo y que se aduzcan razones que tienen que ver con el vínculo madre-hijo, etc. Creo que tiene que ser una decisión que se tome en virtud de las circunstancias y de quién pierde menos. La lucha es con tu pareja”. Rosenvinge cree que la presión social también recae sobre el hombre a la hora de conciliar, “hay un movimiento muy avanzado, que es lo que llaman en las revistas la ‘nueva masculinidad’. Hay muchos hombres que se rebelan contra eso y contra ese papel impuesto por la sociedad”. Soledad Gallego-Díaz recuerda que “la maternidad se ha usado siempre en contra de la mujer en el ámbito laboral, y se sigue usando: una mujer en edad fértil se sigue viendo como una pésima candidata para un puesto de trabajo. Y es un poco raro, porque si no nacen niños tienes un problema de natalidad que provoca una sociedad envejecida cuya única salida es la acogida de población joven inmigrante y no parece que eso vaya a suceder. Así hay que buscar una solución que pasa por implicar a los hombres en la crianza y en la baja, algo que sería bueno también para ellos”. Argelia Queralt dice que “debemos huir de la conciliación solo de las mujeres para pasar a la de corresponsabilidad: los niños suelen ser cosa de dos y, por tanto, su crianza también debería serlo”. Ambas coinciden en que las bajas por paternidad deberían ser obligatorias: “Disminuiría la presión sobre las mujeres para que la maternidad no juegue en contra de la mujer”, dice Gallego-Díaz. Para Queralt, que las bajas por paternidad sean obligatorias “es la única forma de que las mujeres no seamos expulsadas del mercado laboral, de nuestras carreras profesionales”. Para Carolina del Olmo se trata más bien de algo que tiene que ver con la estructura económica: “Las cadenas que hoy y aquí atan a las mujeres (no las únicas, pero sí las más potentes) son las del trabajo asalariado y la economía, y son casi las mismas que atan a los hombres. Y de momento están robustas e intactas, aunque ciertos ataques recientes me hacen concebir esperanzas.”

La invisibilidad y las cuotas

La invisibilidad es uno de los superpoderes más codiciados, pero, en la historia de la emancipación femenina, ha sido una condena para la mujer. Decía Virginia Woolf que el anónimo que oculta la autoría podría ser, en muchas ocasiones, una mujer. Pensemos en la cantidad de mujeres que eligieron pseudónimos masculinos para firmar novelas. Afortunadamente, eso ya no ocurre: Christine Lagarde preside el fmi y Angela Merkel es la canciller alemana. La vicepresidenta del gobierno de España es una mujer, el gobierno anterior respetó las cuotas de paridad a la hora de nombrar a sus ministros, las número dos de los dos partidos mayoritarios son mujeres. Este año, el finalista y el ganador del Planeta, el premio literario con mayor dotación económica de España, han recaído en mujeres. Sin embargo la visibilidad de las escritoras, pintoras, científicas, políticas, catedráticas, etc., continúa siendo una reivindicación. El colectivo de las Guerrilla Girls, por ejemplo, reclama la entrada de las mujeres a los museos, que pasen de objeto a sujeto: “Menos del 5% de los artistas de los museos de arte moderno son mujeres, pero el 83% de los desnudos son femeninos”, afirman. ¿Sirve para algo reclamar más visibilidad? “Sirve más que te la den”, dice Lijtmaer. Elena Medel cree que “faltan referentes pasados y actuales; y faltan referentes, sobre todo, en las generaciones anteriores, todavía en activo. Es mucho más fácil tener visibilidad siendo una mujer de veinte años que siendo una mujer de cincuenta, por desgracia”. Gomes va en la línea de Medel: “Creo que faltan modelos y que tienen que estar en los currículos –no es lo único que actualizaría, creo que son anticuados–, además no es que no haya mujeres brillantes, no se trataría de trampear, sino de incluirlas.” Soledad Gallego-Díaz toma como ejemplo las páginas de un periódico: “Por ejemplo, en la sección de opinión hay una terrible desproporción con las firmas de mujeres y hay mujeres en todos los campos: economía, derecho, política, pero no se sabe por qué, aparecen menos. Son dinámicas ya asentadas que resultan difíciles de cambiar y, a veces, los protagonistas no se dan cuenta.” “Las mujeres somos la mitad de la sociedad –dice Queralt– y, sin embargo, cuando abrimos un diario, cuando escuchamos una emisora de radio o cuando seguimos una tertulia, siguen siendo predominantes los hombres participantes. Esto supone que hay una parte de la población a la que no se está preguntando, a la que no se está teniendo en cuenta. Todo el acervo intelectual y cultural que representamos las mujeres queda sumergido.”

Miren Iza y Christina Rosenvinge están de acuerdo en lo que sucede con las mujeres en su campo, la música: “cuando tenía Electrobikinis, que era un grupo de chicas, notaba que sí teníamos más espacio y más visibilidad, pero la atención era a corto plazo total”, confiesa Iza. Rosenvinge dice que “la sensación no constante, pero sí de manera intermitente, que he tenido es que cuesta más que se te tome en serio y se te respete. La vara para medir tu trabajo es otra. Digo esto sin ninguna amargura, pero desde el primer día que grabé una canción he escrito canciones y he tenido que aclarar durante años que yo escribía mis canciones. Y mira que solo como cantante no se puede explicar que yo me haya dedicado a esto, creía que era evidente”, bromea. Y hablando en general, Iza se refiere al “techo de cristal”, que Gallego-Díaz explica con claridad meridiana: “El techo de cristal significa que la mujer no ocupa determinados puestos. Sí hay mujeres en cargos intermedios, pero no en los puestos de alta dirección y los porcentajes de mujeres en los consejos de administración siguen siendo muy bajos. En parte porque a ese tipo de cargos se llega a través de la cooptación y ese sistema no facilita la participación de mujeres.” “Hay un aspecto que me interesa mucho –añade Medel–, y es nuestra predisposición a ocupar esos puestos de poder; he leído varias entrevistas con Elvira Navarro en la que cuenta que le parece que tenemos miedo a tener repercusión, más que tener poder, y a manifestarnos públicamente. Me preocupa porque creo que, en cierto modo, tiene razón: tenemos reparos y lo eludimos, como si no diéramos la talla, como si la sombra fuera más cómoda, conscientes también de que tenemos que hacerlo mucho mejor, porque si no nos juzgarán con mayor severidad.” Algo a lo que también alude Rosenvinge, a raíz de un libro, no traducido al español (Die Feigheit der Frauen, “La cobardía de las mujeres”, de Bascha Mika), en el que “se viene a decir que las propias mujeres eligen un lugar secundario voluntariamente, que preferían hacer de soporte de alguien en vez de ir al frente”.

Así llegamos al espinoso asunto de las cuotas: “No me gustan las cuotas, pero hoy por hoy, y por desgracia, me parecen necesarias”, dice Medel, y parece ser la opinión general. “Cuando era más joven me había declarado contraria a las cuotas: ‘no nos tienen que dar trato de favor porque nuestra valía nos colocará allá donde nos merecemos’, pensaba –dice Queralt–. Sin embargo, con el paso de los años me he dado cuenta de que con nuestra valía en muchas ocasiones no es suficiente. A la sociedad también hay que ayudarla, educarla incluso, a incorporar a las mujeres en los centros de poder político y económico. Cabría defender que con el paso del tiempo las sociedades evolucionan y, por tanto, irán haciendo el hueco que se merecen a las mujeres, que irán llegando a determinados puestos. Sin embargo, yo creo que este argumento no es suficientemente fiable. Y una prueba de ello es el impacto que está teniendo la crisis en las mujeres: estamos siendo doblemente castigadas por la actual situación económica.” Para Rita Gomes, “hay que verlo como un proceso: ahora mismo creo que sí son necesarias, pero espero que en algún momento dejen de serlo”; cree que “hay que tener en cuenta que forma parte de un proceso histórico, es decir, se necesita un tiempo”. Y Castelló cree que “para que la meritocracia sea efectiva, primero tiene que haber un periodo de política activa y de cuotas”. Gallego-Díaz dice que “las cuotas son un procedimiento de normalización de la presencia de la mujer. ¿Cómo es posible que nadie se hubiera dado cuenta antes de lo que sucedía? Esa dinámica ha cambiado gracias al trabajo de las propias mujeres, a la rebelión y a su profunda insatisfacción con esa situación”.

Asuntos pendientes

“Quedan muchísimas cosas por hacer y nos toca luchar por que nos quiten lo que habíamos conseguido después de muchos años (décadas) de lucha. Si no, ¿cómo se explica que todavía hoy en España se permitan el lujo de presentar un proyecto de ley en el que la mujer es tratada como una ciudadana de segunda, tutorizada por otras personas, en una de las decisiones más condicionantes e íntimas que pueden darse en su vida como es la de ser madre? Para muchos, y muchas, las mujeres seguimos todavía siendo sujetos de segunda, así que sí a las cuotas, a las medidas obligatorias de corresponsabilidad, etc. Si no estamos, si no se nos ve, harán con nosotras lo que quieran”, dice Argelia Queralt. Rita Gomes sostiene que hay que “asentar todos esos cambios que se han producido en las últimas décadas y para eso hace falta, entre otras cosas, que no se apruebe la ley del aborto”. Elena Medel cree que los esfuerzos deben ir encaminados, “en España, desde luego, a recuperar los espacios perdidos en los últimos años y trabajar en la conciencia de la igualdad: las cuotas y otras medidas seguirán siendo fundamentales mientras no las asumamos de una manera natural, mientras no pensemos igual en una mujer que en un hombre para un trabajo, sin la necesidad de hacer un esfuerzo. La educación, como en tantos otros ámbitos, es la herramienta básica para lograrlo”. “Me parece desesperante –dice Rosenvinge– que en las universidades haya mayoría de mujeres y luego la realidad laboral es muy triste: cuanto más arriba subes en la jerarquía, menos mujeres encuentras. Y creo que no es solo una cuestión de tiempo, creo que es porque las mujeres todavía hoy tenemos que elegir entre trabajo y familia, y los hombres, no: pueden tener las dos cosas. Y creo que sin igualdad doméstica no puede haber igualdad social porque las mujeres trabajamos en los huecos que nos permite el cuidado de los niños y los hombres cuidan a los niños en los huecos en los que se lo permite el trabajo.” “Últimamente oigo mucho lo de ‘estábamos mejor antes’, u ‘ojalá fuera mujer florero’ –cuenta Miren Iza–. ¿En serio estamos en ese punto: como no podemos con esa enorme presión, estamos dispuestas a perder todo lo que se ha conseguido, que no es poco? Me da miedo que esa sensación de fracaso de las mujeres que trabajan y no llegan a estar en los dos sitios a la vez, porque es imposible, nos haga retroceder.”

Para Soledad Gallego-Díaz “hay un asunto fundamental: la violencia machista. Los datos que se conocieron a raíz del informe de la Agencia de Derechos Fundamentales de la ue plantean una situación terrible”. Queralt también habla de la violencia: “es intolerable que cada año mueran alrededor de setenta mujeres por violencia machista. La eliminación de la violencia es indispensable para la emancipación de la mujer, para su libertad como ser humano”. Gallego-Díaz está convencida de que la solución pasa “por que los hombres consideren la violencia machista un problema suyo. Por supuesto que no todos los hombres son machistas ni maltratadores, pero creo que hay un problema, esas cifras nos están diciendo que hay algo en la educación de los niños, de los adultos jóvenes que estamos haciendo mal porque no conseguimos que los niveles de violencia machista disminuyan lo suficiente”.

Cómo ser mujer

“Cuando Simone de Beauvoir dijo que ‘una mujer no nace, se hace’ no sabía hasta qué punto esto era cierto […] En algún momento –exhausta y llena de cicatrices– o aceptas que tienes que convertirte en mujer –que eres mujer– o te mueres. Esa es la verdad brutal que subyace en la adolescencia, que es a menudo una campaña larga y dolorosa de desgaste”; escribe Caitlin Moran en su ensayo autobiográfico sobre el feminismo Cómo ser mujer (Anagrama, 2013). “Para mí es inspirador –confiesa Medel–, por mucho que no me guste la palabra, saber que existen mujeres de talento que consiguen sus metas. Tener modelos, al fin y al cabo: saber que otras lo han conseguido antes, y que otras lo están consiguiendo, me hace saber que otras lo conseguirán. Cuando empecé a escribir, y por tanto a leer con otra mirada, hice un esfuerzo por buscar la obra de poetas españolas anteriores y contemporáneas, y por leerlas y, si me gustaban, por recomendarlas. Me gustaba tener la conciencia de que otras habían transitado antes esos caminos, y sentirme en cierto modo acompañada.” “Durante una temporada –dice Rita Gomes– buscaba escritoras: tenía la sensación de que había un montón de cosas que no estaba viendo, quería tener un modelo. Y así llegué, por ejemplo, a Jane Austen y compañía, que vistas hoy pueden parecer extremadamente victorianas y muy de final feliz y culebrón, pero eran mujeres que estaban hablando del papel de las mujeres. No son novelas de vestidos.” Gabriela Wiener (1975), escritora y redactora jefa de Marie Claire, dice: “Es sorprendente que casi sin proponérmelo, de cinco libros que tengo sobre la mesa, cuatro sean de mujeres o que me enganche con cada mujer brillante que hace comedia sobre su propia condición, como Lena Dunham o Malena Pichot. En la Antigüedad, salvo maravillosas excepciones, la mujer en la literatura y el arte ha sido contada por otros. Por eso me interesa tanto, desde que puede hacerlo con libertad y extensamente, lo que cuenta y cómo se cuenta ella misma. Y claro, también contarme. Pero me interesa el mismo tipo de relato de un hombre. Los relatos que están vivos, que se mezclan con la vida, marcados por lo autobiográfico y en los que hay una mirada personal, autorreferencial sin concesiones y por eso política y revolucionaria. Se habla de un punto de vista neutro o universal, cuando en rigor muchas veces estamos hablando de una mirada masculina.” A Elena Medel le “interesa esa forma de percibir la vida que ha estado tantos siglos oculta: ese salto del objeto al sujeto. Como Natalia Ginzburg solo podría escribir Natalia Ginzburg: no Cesare Pavese. De Lena Dunham, por ejemplo, me interesa su actitud hacia la representación de la mujer: del cuerpo femenino, claro, pero también de los diferentes roles que asumimos –o que se nos impone asumir– y sobre los que ella ironiza. De Zadie Smith, algo similar: además de su brillante escritura, por supuesto, su labor de difusora y ese extraño ensayo oral –por así decirlo– que va desgranando entrevista a entrevista, sobre el hecho de ser mujer y escritora”.

En Cómo ser mujer Moran dice que el feminismo “ha llegado a un punto muerto. En los últimos años he buscado una y otra vez respuestas en el feminismo actual, hasta comprender que lo que una vez fue la revolución más emocionante, incendiaria y eficaz de todos los tiempos parece haberse reducido, no sé por qué, a un par de argumentos cada vez más débiles, que defienden dos docenas de feministas académicas en unos libros que únicamente leen ellas […] El feminismo es demasiado importante para dejarlo solo en manos de académicas”.

Argelia Queralt entiende el feminismo no como “un movimiento homogeneizador, sino más bien un movimiento de liberalización global. Hace unos días tuve el privilegio de moderar una conversación entre cuatro grandes mujeres feministas (Marina Subirats, Gemma Lienas, Sara Berbel y Anna Mercadé) y todas ellas reivindicaban el feminismo como un movimiento de cambio social que pretende mejorar la vida de mujeres, pero también, de hombres, un movimiento que pretende romper con una serie de estructuras políticas y económicas construidas a la medida no de los hombres en general, sino de un determinado tipo de hombre: el poderoso. En este sentido, yo me declaro feminista”. Rosenvinge dice que “hay tantos feminismos como mujeres, pero creo que hay que dejar de pensar que es una confrontación entre hombres y mujeres, entre hombres que no quieren ceder sus privilegios a favor de las mujeres”. “La conciencia de colectivo común y el feminismo tiene una utilidad, quizá luego sea de otra manera, pero de momento es importante entender lo que está pasando y no vas a entender lo que está pasando sin hablar con las que te anteceden y con las que te siguen”, dice Iza. Rosenvinge concluye: “Creo que lo que hace falta es paciencia y muchísima resistencia. La buena noticia es que es algo relativamente rápido. No te tienes que dejar amedrentar, porque si tú sabes lo que estás haciendo y lo haces con seguridad, se impone. No hay lugar para la amargura ni para el resentimiento.” Soledad Gallego-Díaz recuerda que “la Historia ha demostrado que sin la implicación directa de las mujeres no se van a lograr los cambios ni a asentar los iniciados: por supuesto que hay que sumar a los hombres, pero hay que saber que ellos no van a tomar la iniciativa. Eso es algo que tienen que hacer las mujeres, las jóvenes deben incorporarse a la vida social, porque si no lo hacen, pueden perder sus derechos”. ~

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(Zaragoza, 1983) es escritora, miembro de la redacción de Letras Libres y colaboradora de Radio 3. En 2023 publicó 'Puro Glamour' (La Navaja Suiza).


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