Mexican Immigration to the United States, de Manuel Gamio

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Manuel Gamio, Mexican Immigration to the United States [1o ed. The University of Chicago Press, 1930], Nueva York, Dover Publications Inc., 1971, 262 pp.

Cuando se piensa en la migración mexicana a Estados Unidos, se tiende a pensar inmediatamente en datos numéricos. Pero es evidente que las cifras no agotan un fenómeno tan impresionante, ilustrativo y elocuente. Es preciso avanzar por otras vías para tratar de hacer inteligible el drama social. Una de ellas es la historia de la migración, no para rastrear algún origen cierto, sino para hallar pautas, constantes y variables en el desenvolvimiento del fenómeno. Un libro precursor de Manuel Gamio, casi desconocido, sobre la emigración mexicana a Estados Unidos en los años veinte puede servir a este propósito. Resultó de un estudio comisionado por The Social Science Research Council, lo publicó la Universidad de Chicago en 1930 y fue traducido al español en los sesenta. Su descubrimiento es fruto del celo historiográfico del arquitecto Jorge Legorreta aquí en Nueva York.
     Manuel Gamio fue un hombre interesado por descubrir el pasado oculto de México. Como antropólogo, se interesó en los problemas sociales y económicos de los indígenas; como arqueólogo, contribuyó decisivamente al descubrimiento de importantes ruinas prehispánicas. Gracias a él volvieron a la luz el Templo Mayor de Tenochtitlan y la ciudadela de Teotihuacán. Nacido en la ciudad de México, Manuel Gamio realizó estudios en la Escuela de Minería, que más tarde abandonó para radicarse en la finca de su familia en Santo Domingo, en los límites de Oaxaca, Veracruz y Puebla. De esa estancia rural surgiría su interés por los indígenas y sus primeras palabras en náhuatl. Su labor, como la de tantos padres fundadores de la cultura mexicana, fue múltiple: fungió como director del Instituto de Investigaciones Sociales de la unam y subsecretario de Educación Pública. Años después, Gamio decide hacer las maletas e irse a Nueva York a estudiar con el antropólogo Franz Boas, en la Universidad de Columbia, quien, además de colaborar en la clasificación de la cerámica del Valle de México, influyó fuertemente en la visión culturalista de Gamio, que se ilustra en el México de los veinte en una definición moderna de la nacionalidad inspirada en la figura del mestizo.
     El libro de Gamio es uno de los primeros estudios académicos sobre la migración mexicana a Estados Unidos. Con meticulosidad de arqueólogo, Gamio recopiló información estadística que le permitió tener una idea aproximada del número de migrantes y explorar lugares de destino y periodos de residencia en Estados Unidos de 1920 a 1926.
     Sin embargo, los resultados del censo que él utilizó no eran suficientes. Como escrutador de información, Gamio fue un innovador. Supo resolver dilemas metodológicos. Por ejemplo, fue el primero en utilizar la información de las remesas, y el registro de entradas de mexicanos provenientes de Estados Unidos de la Oficina de Migración de la Secretaría de Gobernación, como una fuente al tiempo compleja, peculiar y eficaz.
     No todo eran cifras y estadísticas. Gamio era, sobre todo, un antropólogo cultural. Se dio cuenta de que el verdadero conocimiento de las sociedades humanas tiene que ver con los usos y costumbres cotidianos. Con fe de coleccionista, compiló canciones compuestas por los migrantes y las incluyó en su estudio. Asimismo, hizo un recuento de las creencias religiosas, las prácticas medicinales y el folclor, y analizó la mentalidad del migrante y su sincretismo cultural al entrar en contacto con la sociedad estadounidense. A diferencia de muchos de los estudios sobre migración contemporáneos, con su frenesí de cifras, el trabajo de Gamio se acerca a la vida misma.
     Ante todo hay que distinguir que la migración mexicana no es homogénea (en la década de 1920, ya se distinguían varios tipos de migrantes: el agrícola, el obrero, el profesional), y también que atraviesa por diferentes estadios, porque cada uno conforma tipos humanos diferentes. Está en un extremo, el recién llegado, que emigra por un tiempo determinado con ánimo de regresar a México en cuanto logre juntar algo de dinero; y está, en el otro extremo, el mexicano de origen, pero ya adaptado a Estados Unidos, ya ciudadano estadounidense de hecho, que no piensa regresar al terruño, es decir el chicano. Entre estos dos extremos caben grados intermedios, todos con su drama peculiar. El proceso de adaptación del migrante en Estados Unidos, señala Gamio, no es una tarea fácil, ya que se enfrenta a estructuras sociales, políticas y económicas distintas a las de sus lugares de origen, a lo que se suma la barrera del idioma. Los que piensan que el migrante mexicano es "flojo e incapaz", argumenta Gamio, desconocen su pasado y las largas jornadas de trabajo a las que se ve sometido. Los prejuicios raciales y no la evidencia científica explican estas opiniones.
     Durante su estancia en California, Octavio Paz observó la conducta de los pachucos, a quienes describió como seres que habitan un territorio limítrofe y que escogen la extravagancia como señal de identidad. Treinta años antes, Manuel Gamio se interesó en el pocho, personaje que poseía las mismas características que el pachuco de Paz y el chicano, término que en esos años tenía una carga peyorativa hacia el mexicano recién llegado a Estados Unidos.  El Laberinto de la Soledad y La inmigración mexicana en Estados Unidos son dos maneras complementarias de entender la mexicanidad desde el exterior.
     Gamio analiza también la relación entre la oferta y la demanda laboral y los beneficios económicos que Estados Unidos y México obtienen de ella. Entre 1920 y 1926, los empresarios agrícolas e industriales estadounidenses obtenían con la mano de obra mexicana una producción anual calculada en cinco mil millones de dólares, en tanto que México captaba cinco millones de dólares por concepto de remesas.
     Vayamos ahora a los migrantes recientes y aún inestables. Gamio sostiene que la migración obedece al espíritu de aventura y a la necesidad económica. Ese primer motivo —que con buen olfato y mucha razón señala Gamio— no debe ignorarse, como se hace a menudo: el ansia de ver mundo es connatural al ser humano, el cual, desde los tiempos prehistóricos, ha sido protagonista de migraciones. Claro que eso no lo explica todo, pero es un factor que ha de tomarse en cuenta.
     Del lado de la necesidad, Gamio intenta hacer inteligible la migración, indagando de dónde provienen los braceros. Y resulta que la mayoría, en esos tiempos, provenía de los estados de Michoacán, Guanajuato y Jalisco, cuyo rezago agrícola, tasa de desempleo y detrimento salarial explicaban en parte los flujos migratorios de estas entidades a Estados Unidos. Curiosamente, los primeros emigrantes mexicanos que llegaron, por ejemplo, a Nueva York, es fama que venían, cosa inesperada, de Yucatán. Y si no puede establecerse una correlación directa entre las zonas de mayor precariedad económica y el origen de los migrantes, ello es porque la adversidad económica, la miseria, no lo explica todo en estos casos. La redes humanas pueden aportar una explicación más acertada a este respecto.
     El migrante reciente, observa Gamio, va adquiriendo un espíritu tocquevilliano, y busca modos de asociación. Eso obedece también, desde luego, a que es natural tratar de formar núcleos con otros cuando se está lejos del orden familiar, protector, conocido. Uno de los mitos, quizás demasiado extendidos, es que el mexicano carece de cultura democrática. Lo que Gamio demuestra en su libro es que no es lo mismo vivir bajo el yugo del patrimonialismo despótico, el del México del siglo xx, que pasar al de una sociedad más o menos pluralista. Como si fueran los americanos que estudió Tocqueville, los mexicanos al norte del río Bravo formaban organizaciones cívicas, creaban ligas de fraternidad, publicaban periódicos y tenían actitudes que robustecían la vida cívica. En su libro, Gamio repasa los tipos de asociación, incluso las logias masónicas que, al parecer —porque ofrece una lista de ellas en un apéndice—, abundaban en el ámbito de los migrantes.
     Y bien puede decirse que ha permanecido igual y al mismo tiempo ha variado de la migración mexicana, de los años veinte a nuestra hora actual. El principal obstáculo para alcanzar claridad, en relación con las cifras, es la imposibilidad de contar a los migrantes. Simplemente no hay manera: el migrante indocumentado se esconde; si algo teme es que lo expulsen del país, y en esas condiciones cualquier censo es imposible.
     Como siempre, el número de migrantes legales —los trabajadores que entran con papeles a Estados Unidos, y terminado su desempeño salen de regreso— es superior al número de migrantes indocumentados, ya llamados desde entonces, por cierto, wetbacks (espaldas mojadas). Más allá del espíritu aventurero y la necesidad económica, Gamio expone otros motivos que influyen en la migración indocumentada, tales como el alto costo de la visa en comparación con el pago del coyote, que en esos años era menor y ascendía a ocho dólares.
     Expongamos ahora algunas cifras. Entre 1920 y 1926, los mexicanos que regresaron a su patria provenientes de Estados Unidos, de acuerdo con los datos de la Oficina de Migración de la Secretaría de Gobernación, sumaron 557,718. Pero sólo se contaba con el registro de salida de 329,269, lo que indica que 228,449 ingresaron sin documentos legales a Estados Unidos.
     Los datos están allí; no nos corresponde analizarlos ni extraer conclusiones. Pero salta a la vista la discrepancia entre las cifras del censo y del Departamento del Trabajo de Estados Unidos y las de la Oficina de Migración de la Secretaría de Gobernación. En 1926, el Departamento del Trabajo de Estados Unidos registró 890,746 mexicanos en aquel país, mientras que la Oficina de Migración de la Secretaría de Gobernación reportó 237,969 en el mismo año, con una diferencia de 632,777. Aunque las cifras de esta última institución, como lo apunta Gamio, son más cercanas a la realidad, es imposible obtener una precisión absoluta, ya que muchos mexicanos migrantes prefieren permanecer en el anonimato, no sólo respecto de las autoridades estadounidenses, sino también de las mexicanas. De lo anterior se deduce que las cifras son meras aproximaciones, y que en la mayoría de los casos se utilizan en forma alarmista y como herramientas de presión, especialmente en Estados Unidos.
     La última parte del libro de Gamio es una reflexión sobre el tipo de políticas que deberían ponerse en práctica para controlar la migración. La solución de Gamio es un guiño al futuro. Es necesario que se establezcan acuerdos para controlar la migración temporal, y desalentar y abatir la migración permanente. Gamio sostiene que tanto Estados Unidos como México se beneficiarían de lo anterior. En Estados Unidos se evitaría el descontento laboral de los sindicatos, las luchas entre distintos grupos étnicos y la discriminación hacia los mexicanos. En México, el conocimiento adquirido por el migrante en Estados Unidos tendría efectos positivos en sus lugares de origen.
     Hay algo de nostálgico, no obstante, en la propuesta de Gamio, según la cual México debería intentar la repatriación de los mexicanos en Estados Unidos: ¡lo que ganaría México, en talento y capacidad de trabajo, si los migrantes regresaran al país del que la mayoría de ellos nunca habría querido salir! ~

— Hugo Hiriart, Ángel Jaramillo y Erika Vilfort

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(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.


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