Elecciones y el futuro de Alemania
2009 fue catalogado en Alemania como el Superwahljahr: este año, la frenética actividad política constó de cuatro elecciones estatales y una elección federal. A sesenta años de la fundación de la moderna Alemania, una nueva generación –la que adquirió conciencia política después de la caída del Muro de Berlín– se prestó a votar el domingo por sus representantes en el Bundestag. La tierra entre el Rin y el Oder ha elegido una moderna coalición de derecha que podrá gobernar sin el concurso del Partido Social Demócrata, que ha sufrido su más grande derrota –humillación es, quizás, una palabra más exacta— en los últimos años. Pero, curiosamente, los verdaderos ganadores de la contienda electoral del pasado domingo son colegas enemigos: el FDP (de derecha), por un lado y el Partido de los Verdes y el Partido de la Izquierda (Die Linke), por el otro. De acuerdo con primeras estimaciones, el FDP aumentó en 32 su número de curules, mientras el Partido de los Verdes ganó 17 y el Partido de la Izquierda 22. Un análisis preliminar de los resultados haría pensar que los votantes alemanes hicieron pagar a los dos partidos que formaban la llamada Gran Coalición por su desempeño en los últimos cuatro años. El CDU sólo aumentó su número de curules en 13, mientras el SPD disminuyó el suyo en 76. Una razón que explica la devastadora derrota de la socialdemocracia es que ésta nunca pudo superar el dilema de ser co-gobierno y a la vez oposición. La nueva coalición (CDU/CSU-FDP) que gobernará a partir del 9 de noviembre (fecha del vigésimo aniversario de la caída del Muro de Berlín) representa, sin embargo, sólo un regreso a la normalidad de la Alemania de la posguerra. En efecto, por más de la mitad de su existencia, el país ha sido gobernado por esa coalición. Los gobiernos de Konrad Adenauer, Ludwig Erhard y Helmuth Kohl fueron coaliciones de estos dos partidos. La edad de la normalidad en la Alemania moderna siempre ha estado pintada por los colores negro y amarillo.
La canciller Angela Merkel ya se ha reunido con el carismático y joven (47 años de edad) líder del FDP, Guido Westerwelle para iniciar negociaciones que culminarán en un nuevo gobierno. La falta de carisma de los líderes socialdemócratas contrasta con la personalidad posmoderna de los jóvenes jerarcas conservadores. Westerwelle que, de acuerdo a la tradición alemana será nombrado vicecanciller y ministro del Exterior, ha declarado abiertamente su homosexualidad e invitó a su pareja a la fiesta de cumpleaños de Angela Merkel en 2004. En la elección del 2002, Westerwelle solía visitar las ciudades alemanas subido en un autobús amarillo –a magical mistery tour– al que bautizó como “Guidomobil”. Todo lo cual le hizo ganar una reputación de bromista. Los irónicos despliegues de humor de Westerswelle sin duda atrajeron a las urnas a un grupo joven de profesionistas alemanes en las elecciones del pasado domingo.
Otro de los nuevos rostros de la derecha es el actual ministro de economía, cuyo nombre hace pensar en tipos móviles y tintas oleosas: Karl-Theodor zu Guttenberg. La ya no tan nueva estrella en el firmamento político alemán tiene 37 años, es un aristócrata y un distinguido miembro del CSU en Baviera. El abuelo de Guttenberg fue una figura importante e influyente en el movimiento conservador que se opuso a la Ostpolitik de Billy Brandt. Supongo que también ayuda que Guttenberg se encuentre casado con una descendiente de Bismarck.
La mancuerna Westerwelle-Guttenberg tendrá la responsabilidad de guiar los destinos de Alemania en los dos frentes más importantes del gobierno: la política económica y la política exterior.
El desafío de Guttenberg no es menor: conducir la economía hacia un nuevo paradigma en un momento de confusión donde lo viejo no ha muerto y lo nuevo no acaba de nacer. Hasta el momento, Gutenberg parece haber ganado la confianza de los titanes de la industria. Pero la economía alemana se enfrenta a graves problemas: el más grande nivel de deuda en la época de la posguerra se alía a un déficit planeado para el próximo año que sobrepasará, en términos porcentuales, a los de Grecia e Italia juntos. Se pronostica, además, que en el 2010 habrá alrededor de un millón de desempleados en Alemania.
La tarea que le corresponde Westerwelle no es menos complicada: la necesidad geoestratégica alemana de mantener relaciones productivas con Rusia y con Occidente es siempre delicada. Por otro lado, Alemania es ya un actor determinante en el Medio Oriente. Desde hace tiempo forma parte de las seis naciones que negocian con Irán el espinoso asunto nuclear y las botas de los soldados alemanes pisan la tierra del norte afgano. Mientras tanto Merkel sonríe, aunque el pronóstico es cielo nublado.
– Ángel Jaramillo
Guido Westerwelle
El voto alemán
El mensaje es claro: la humanidad —en este caso, representada por el pueblo alemán— no es capaz de aprender de sus errores. El hecho de que en las elecciones llevadas a cabo el domingo pasado en Alemania, la mayoría se haya decidido por la coalición de los democristianos y los liberales (CDU-CSU/FDP), demuestra triste y brutalmente esa ineptitud. Pues no sólo la tercera economía más poderosa del mundo eligió un gobierno que en su plataforma explícita declaraba continuar por la misma vía que había llevado al planeta al borde del colapso (léase crisis financiera)[1], sino que, además, optó por un mal mucho peor: la prolongación de una política energética enemiga de la salvación ecológica (léase postergación del desmantelamiento de las plantas nucleares, con el consiguiente bloqueo del desarrollo de tecnologías de energía renovable).
Pudieron más el egoísmo miope y la ciega estulticia, ambos unidos en la promesa electoral de Angela Merkel, la reelegida canciller, de reducir los impuestos con el fin de realentar el crecimiento económico, justo en los tiempos en los que el dogma del crecimiento a toda costa se tambalea desde sus cimientos. Egoísmo miope, porque el votante se dejó encandilar por los beneficios inmediatos de un programa cuyo horizonte se desborda en un abismo; y ciega estulticia, porque, con el mayor déficit presupuestario de toda la historia, resultaba para todos crasamente imposible llevar a cabo tal disminución fiscal. El mecanismo de actuación de esa mentira evidente, la más descomunal de la historia electoral alemana, según los medios más influyentes (Der Spiegel, Die Zeit), pero también según algunos miembros prominentes de la propia unión democristiana (como el vicepresidente del CDU, Jürgen Rüttgers, y el ministro de Finanzas, Karl-Theodor zu Guttenberg, del CSU), corresponde, como un calco, al mecanismo de defensa que impera en la perversión y el cual se expresa en la fórmula: “Ya sé que es mentira, pero aun así…”.
Visto a la contraluz de los derrotados, ese triunfo adquiere sus verdaderos, monstruosos contornos. Pues justamente el partido socialdemócrata (SPD), el cual obtuvo el menor número de votos de los últimos 60 años, en un intento desesperado por poner en claro las alternativas había enarbolado un programa radical con inusitados tintes, si bien no anticapitalistas al menos sí alterocapitalistas, al incluir en su plataforma el impuesto Tobin, el cual apunta a castigar las transacciones especulativas y que, tras el célebre artículo de Ignacio Ramonet, diera base al movimiento antiglobalización (cf. Attac). Y, así, en un acto de suicida honestidad política, el candidato perdedor, Frank-Walter Steinmeier, había anunciado un programa económico antípoda realista del alucinado panorama presentado por la unión democristiano-liberal, en el cual se urgía al pueblo alemán a sacrificar su cómodo estilo de vida y a optar por una modestia ejemplar, único medio de acercarse, aunque fuera a milímetros, a la justicia social.
En efecto, siempre ha resultado cínico decir que cada pueblo tiene el gobierno que se merece. En este caso, no.
–Salomón Derreza
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[1] No está de más recordar que el partido liberal, el FDP, encabezado por el siniestro Guido Westerwelle, fue el único que se opuso a que los bancos que recibieron ayuda financiera por parte del gobierno durante la crisis se comprometieran a retribuirla.
Angela Merkel
Escritor mexicano. Es traductor y docente universitario en Alemania. Acaba de publicar “Los fragmentos infinitos”, su primera novela.