En defensa de la corrección política

La corrección política señala lo que una sociedad considera aceptable en una conversación civilizada y, con todos sus fallos, quizá sea más eficaz de lo que reconocen sus críticos.
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Una de las cosas más políticamente incorrectas que se pueden hacer es defender la corrección política.

En una encuesta de Fairleigh Dickinson University que citaba The Washington Post, el 68% de los consultados señalaba que unos de los grandes problemas de Estados Unidos es la corrección política. Donald Trump reivindica la lucha contra la corrección política como uno de los ejes de su campaña. Este argumento no es exclusivo de gente desagradable como el candidato republicano. Hace unos días el director de la Real Academia de la Lengua Darío Villanueva alertaba de que la corrección política es la más perversa forma de censura.

La corrección política es un blanco fácil. Sus excesos son numerosos y ridículos, y transmiten un elemento de mojigatería. A menudo tiende a la exageración y la literalidad, como cuando una asociación de perfumería protestó porque el presidente Rajoy prometiera que unos cambios no serían “cosméticos” o cuando un diputado de Compromís que se quejó que se hablara de un pacto de “traca”. Hay grupos especialmente vociferantes y propensos a la indignación. La transgresión de las normas de la corrección política por parte del enemigo provoca un escándalo, pero se ignora cuando la hace tu amigo. Quien critica a los míos no cree en la libertad de expresión, pero es intolerable que un columnista que no me gusta publique en un periódico que no leo.

La corrección política puede tener consecuencias nocivas: por ejemplo, cuando sus partidarios obstaculizan la investigación científica, como ha ocurrido en ocasiones. Ha contribuido a la confusión entre ideología y raza. Ha permitido el rechazo de progresistas a los críticos con la opresión de las culturas no occidentales: es el caso de la acusación de islamofobia a quienes critican la opresión del islam a las mujeres.

A veces, el miedo a estigmatizar a un colectivo ha retrasado la actuación de la justicia (a menudo, las víctimas eran individuos pertenecientes a ese colectivo, lo que suma una perversión más). La libertad de expresión nunca es absoluta, pero es preferible que las restricciones sean las mínimas: entre otras cosas, eso permite conocer y rebatir las opiniones que no nos gustan. Los intentos de expurgación y edulcoración de obras literarias privan a la literatura de algunas de las cosas que le dan sentido: su carácter de documento histórico y de vehículo de experimentación moral francamente barato.

Otro de sus riesgos, como explicaba John McWhorter en un artículo sobre los campus estadounidenses y las restricciones a la libertad de expresión, es su potencial de distracción. Al igualar toda forma de discriminación hace lo que decía Hitchens que hacían los racistas: no discriminar. La falta de distinción y la obsesión con lo simbólico pueden impedir la consecución de objetivos más importantes.

Algunas reivindicaciones del lenguaje políticamente correcto van acompañadas de cierta ignorancia lingüística. El desconocimiento de la historia y las características de una lengua concreta quizá no sea tan grave como el orgulloso desdén a los principios y mecanismos del cambio lingüístico.

Las peticiones de disculpas por chistes incómodos o por un análisis contrario a la ortodoxia de un medio, como ha ocurrido en RTVE y en El diario, tienen que ver con la corrección política, pero también con la cobardía de esos medios.

La corrección política puede tener un elemento narcisista, y transmitir la sensación de que en el fondo al hablante solo le preocupa su propia satisfacción. Al mismo tiempo, puede alimentar un resentimiento: el objetivo declarado es proteger a minorías que sufren o han sufrido. Otras partes de la sociedad creen que se les protege demasiado, que una élite les cierra el paso y que, en fin, son ellos -los hombres, los blancos por ejemplo- los oprimidos. Es un argumento tramposo, que no sostienen la lógica ni los hechos, pero eso no importa, porque opera en el terreno de los sentimientos.

Algunos de los libros importantes de mi vida son críticas a los excesos del lenguaje políticamente correcto. Muchas de sus observaciones me siguen pareciendo válidas. Pero también la crítica a la corrección política puede hacernos perder la perspectiva. Por ejemplo, uno puede acabar pensando, como un adolescente o un anciano, que la violación del tabú tiene un valor en sí. Es deprimente ser presa de la convención. Convertirse en un prisionero de la transgresión, en cambio, es levemente trágico.

Los excesos de la corrección política son ridículos y peligrosos, pero los excesos de la incorrección política pueden ser ridículos y quizá más peligrosos. “El estatus de las minorías es siempre la prueba de fuego del gobierno de las mayorías”, escribía el otro día Arcadi Espada. A veces hay un cierto fetichismo: entre una izquierda propensa a ofender y una derecha -más mediática que política- adicta a escandalizar. Si uno intenta mirar las cosas sin tener en cuenta la trinchera, quizá -como escribió Marcel Gascón- vea “que, por desagradables que sean sus abogados, hay gente que sufre, y que una de las primeras obligaciones de la política, el lenguaje y la economía ha de ser aliviar el padecimiento y mejorar la situación de los que sufren”.

La corrección política puede ser paternalista e hipócrita. Pero, como decía La Rocheufocauld, la hipocresía es el tributo que el vicio paga a la virtud. O, como escribió Ismael Grasa, la hipocresía es preferible al cinismo.

Las críticas interesantes y necesarias a la corrección política -desde Steven Pinker a Louis C.K.- son las que apuntan a lo que no consigue, a su ineficacia, sus contradicciones y sus consecuencias no deseadas. Sin embargo, hay otra crítica más inquietante. La escuchamos a esos políticos u opinadores que hablan en contra de lo políticamente correcto, que dicen las cosas claras, “como son”. No tardamos mucho en ver lo que significa. Tras la “liberación” de las cadenas de lo políticamente correcto enseguida aparecen la expresión desinhibida del prejuicio racista, la caracterización homófoba, el tópico machista. Esa apertura significa que se puede hablar mal de los demás porque, en el fondo, son un poco menos que nosotros.

La corrección política señala lo que una sociedad considera aceptable en una conversación civilizada. Espera también cambiar las cosas, como una teoría de las ventanas rotas aplicada al lenguaje, y en ese sentido, con todos sus fallos, quizá sea más eficaz de lo que reconocen sus críticos. La premisa de esa conversación es el respeto a los individuos y las minorías, la convicción de la dignidad personal. Naturalmente, esa idea -como tantas cosas que hacen posible la vida civilizada- es una ficción, pero es una ficción por la que merece la pena luchar.

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Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).


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