En nuestra naciente democracia, condicionar y acotar la libre discusión de proyectos políticos puede tener un costo imprevisto y francamente peligroso. Si algo necesita México es información y debate. Nuestro electorado ignora mucho más de lo que sabe. Las patéticas reacciones ante el nombramiento de Juan Camilo Mouriño a la Secretaría de Gobernación son el ejemplo perfecto. ¿Qué nos dice de la madurez intelectual de nuestra democracia que el debate se haya centrado en la “investigación” —falsa, estéril, inútil— de la nacionalidad de Mouriño, antes que en el alud de responsabilidades complejísimas que le esperan al joven secretario? Antes que nada, el affaire Mouriño nos habla de la alarmante falta de conocimiento jurídico y político de los medios de comunicación y la opinión pública en México. Da miedo pensar lo que ocurrirá cuando el asunto a discutir no sea la nacionalidad de un funcionario, sino el futuro de la industria petrolera mexicana o, peor aún, la elección del siguiente Presidente del país. Por eso, la restricción (o la falta de aliento) al debate público es un error mayúsculo.
La reforma al Cofipe es restrictiva, pero no propositiva. Ha buscado evitar el lado negativo de la democracia estadounidense (y occidental, en términos generales) pero se ha olvidado de emular el lado más positivo: el libre contraste de las ideas. En efecto, el dinero de las grandes corporaciones y el tono de las campañas negativas han lastimado la democracia en Estados Unidos.
Existen varios ejemplos de anuncios políticos que no sólo han vulnerado la honorabilidad de los candidatos, sino que han alimentado ese gran pantano de la vida democrática que es la desinformación. En la elección de 2004, John Kerry, el candidato demócrata, vio enlodada su loable carrera militar, debido a una campaña mediática impulsada por los operadores de su rival, George W. Bush. El asalto público al servicio de Kerry en Vietnam se nutrió de la ignorancia del electorado estadounidense, el cual prefirió creer lo que escuchaba en un minuto en televisión, que las explicaciones pausadas de Kerry. En esto tampoco hay vuelta de hoja: tácticas políticas de esta calaña vulneran la democracia. En este sentido, acotar el uso del dinero privado parece un acierto. Sobre todo si se piensa en la posible incidencia del narcodinero en los procesos electorales.
Pero la reforma electoral ya publicada en el Diario Oficial de la Federación tiene una omisión mayor. En aras de preservar la equidad de los futuros procesos electorales, se ha olvidado de encontrar maneras para garantizar la comparación de ideas. No es un asunto menor. Volvamos por un momento al modelo estadounidense, que algo tiene de malo, pero mucho de bueno. Desde su concepción, la democracia en Estados Unidos se ha encargado de darle un espacio al contraste público de proyectos políticos. Al llegar la televisión —único foro universal de nuestra era—, el sistema estadounidense aprovechó el medio para organizar debates entre los candidatos de los partidos políticos durante sus procesos de elección primaria y, después, entre los aspirantes a la presidencia del país.
En los últimos meses, por ejemplo, los candidatos, demócratas y republicanos, se han encontrado en decenas de foros tan diversos como los grupos que los han organizado: cristianos, judíos, afroamericanos, hispanos, homosexuales y hasta cibernautas de YouTube, con todo y sus excentricidades. La organización constante de debates televisados es parte indispensable del sistema electoral estadounidense y resulta, quizá, su virtud más grande. Estos foros garantizan el contraste de ideas de manera abierta y, en el mejor de los casos, sin intermediarios. Es, en suma, la más pura expresión de la democracia.
Si los legisladores mexicanos realmente quisieran adoptar lo mejor y dejar de lado lo peor del sistema electoral estadounidense, deberían pensar seriamente en asignar buena parte del tiempo oficial en televisión, no a la transmisión de spots publicitarios —que harán millonarias a muy contadas agencias de publicidad—, sino a la organización de cuanto debate se les requiera, para atender la demanda de cuanto grupo social así lo desee. La regularidad generosa de encuentros de este estilo en la televisión mexicana calmaría los ánimos de aquellos que temen —con toda justicia— quedarse sin espacios para disentir (en televisión, en cadena nacional, como debe ser) del proyecto de los candidatos que, a fin de cuentas, los gobernarán. Una democracia sin un contaste continuo de ideas en el ágora es una democracia muerta de origen.
-León Krauze
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.