En una columna de tema gastronómico leí hace poco una frase, obra del restaurantero Luis Marcet, que me dejó frío; decía más o menos: “Gracias al calentamiento global ahora podremos disfrutar más temprano de deliciosos atardeceres en las terrazas de Roma o Barcelona…” Me pareció, al leerla, una frase estúpida por frívola. Gracias al calentamiento global podremos ahora disfrutar de osos polares y focas en nuestras degustaciones de verano, podría haber escrito el huesped de La Costa Vasca. Días después, pude leer una nota que me informaba que los romanos en efecto estaban felices de poder tomarse una copa en sus famosas terrazas y paseos (inmortalizados por Fellini) sin temor a contraer una pulmonía en enero.
Pienso, por el contrario, que la situación es de alarma, pero que si no se puede remediar sabremos adaptarnos. Así como el hombre es voraz con todo lo que se mueve y lo rodea, me temo que, cuando ya sólo quede roer raíces y maderas, sobreviviremos disputándole hombro con hombro el espacio y alimento a las cucarachas, que también parecen dispuestas a soportarlo todo. Hace cincuenta años el mundo vivía aterrorizado por la bomba de hidrógeno. Ahora por el ozono. Nos destruímos químicamente. Iba a escribir que ese horror comenzó con la Primera guerra, pero recordé que en la Edad media acostumbraban lanzar cuerpos descompuestos detrás de los muros de la ciudad sitiada. Ahora la amenaza son los huracanes (por los que cada vez muere menos gente), los calorones y los friazos. Se derretirán los polos, se perderán playas y ciudades costeras pero se deshielarán (se harán habitables) enormes terrenos en Canadá, Siberia, Groelandia y en los mismos polos. Todo, por supuesto, para mal.
Pero así van las cosas desde que se inventó la Historia.
– Fernando García Ramírez