¿Es el ajedrez una formidable pérdida de tiempo?

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Sí y no. Sí, porque para dominarlo relativamente bien se requiere una vida de estudio y entrega, iniciación temprana y talento natural. Aun así, ¿valdría la pena reducir la existencia a 64 escaques (32 negros, 32, blancos) y ningún clavel? Como atestigua Nabokov en La defensa, la locura del ajedrecista convierte el piso cuadriculado de un hospital en un tablero por donde deambulan sin lógica peones y enfermeras que comen al paso y hace del movimiento de un mesero el desplazamiento incoherente de un caballo en el flanco de dama. Soñar alfiles y vivir dentro de una torre, no de marfil, prisionero de tu propio enroque largo: eso puede ser una vida dedicada al ajedrez. La mente, propensa a las adicciones, trabaja para imaginar jugadas en un tablero inexistente y todo alrededor se desvanece: los amigos, la familia, la pareja. Vaya en descargo de este juego milenario que también existen los contadores públicos (seis por ocho igual a cuarenta y ocho años tirados a la basura, detrás de un escritorio de paño, haciendo filigranas para evadir los impuestos de clientes mal agradecidos), y los inspectores fiscales (ocho por seis igual a cuarenta y ocho años absurdos en escritorio de lino en busca de las triquiñuelas de los evasores).

Sin embargo, existe un elemento básico en el ajedrez que lo justifica y lo ennoblece (y lo separa del dominó, la rayuela y las canicas). El ajedrez es el único juego que comparte con el arte la capacidad de crear belleza. La estética lo salva del hastío y la monotonía, porque donde hay belleza hay perdón y el mundo está a salvo. Jugar ajedrez puede ser, como tocar el violín o esculpir en barro, una forma artística.

El problema es que la belleza del ajedrez es inteligible sólo para los practicantes. Ningún jefe entiende el retraso en la oficina por culpa de un molesto caballo en e5 al que había que expulsar después de un largo rodeo. Ninguna novia comparte la sádica aventura de dejar en zugzwang a un contrario, obligándole a mover sus peones hasta la asfixia, como un autómata, posición que sin duda envidiaría el autor de La filosofía del tocador. Los jugadores del ajedrez son una secta, como los cátaros de Provenza o los lectores de Proust, capaces estos últimos de reconocerse en una reunión y discutir hasta el amanecer las razones de Swan para soportar los engaños de Odette, o la paulatina degradación moral del barón de Charlus. Conozco jugadores de ajedrez, impresentables desde luego, dispuestos a terminar con la fiesta más amena, la conversación más interesante, la asamblea más diligente. El método es sencillo: alguien saca un tablero subrepticiamente e invita al resto a practicar en una esquina este juego de príncipes, que sublima la guerra hasta convertirla en un arte, como pedía Maquiavelo.

Cuando al final de una larga y pareja partida, el inmóvil rey, postrero lo llamó Borges, sale a discutir su magisterio con los peones enemigos; cuando uno es capaz de imaginar una combinación ganadora; cuando una celada fríamente calculada cumple su objetivo y el contrario entrega la dama, sólo entonces uno descubre que el título de esta entrada de blog es retórico. La respuesta es no.

– Ricardo Cayuela Gally

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(ciudad de México, 1969) ensayista.


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