Es por todos sabido que una mascota familiariza a los niños con dos actividades fundamentales para la vida en comunidad: el ejercicio de la responsabilidad y el contacto con la muerte. Conviene, sin embargo, que antes de someterlos a tan calculado infierno practiquen primero con plantas, seres cuya existencia y desaparición deja menos cicatrices que la de un perro o un gato, por ejemplo. De entre toda la variedad botánica existente, los cactus ofrecen ventajas indiscutibles a la hora del entrenamiento. A continuación algunas razones:
1. Los dragones barbudos se secan si no les pones atención; los cactus no.
De niños, mi hermano y yo tuvimos un camaleón como mascota, o eso pensábamos. Lo compramos un domingo en el mercado junto con una pecera de cristal de tamaño mediano, dos bolsas de piedras y una palmera de plástico. Era un animal que comía poco, nos dijeron, si no había insectos en la casa bastaba con echarle algunas moscas cada semana, de preferencia vivas. Del agua no preguntamos, pero le pusimos un plato no muy profundo que necesitaba rellenarse cada día, nunca supimos si porque el camaleón tomaba mucha o por efecto de la evaporación. Al principio gastamos mucho tiempo frente a la pecera en espera de que el animal hiciera algo, lo que fuera. Cambiar de color, parpadear, mover las patas, cazar moscas, cualquier cosa habría bastado para satisfacer nuestras expectativas.
Como el camaleón nunca hizo nada, la emoción se convirtió primerio en molestia, luego en tedio, después en nada, hasta que un día lo encontramos inmóvil en su rincón de siempre, complemente seco. Mi hermano lo tomó de la cola y lo sacó de la pecera como si fuera un animal de cartón, un juguete inmóvil, e inerte como estaba lo dejamos en el bote de la basura. Todavía no había internet, pero ahora que busco imágenes de camaleones descubro que el nuestro no era un camaleón, sino un dragón barbudo: lo confirman las pequeñas espinas que tenía a lo largo de la espalda.
2. Las tortugas mueren súbitamente, se vuelven viscosas y su caparazón se ablanda; los cactus no.
La pecera permaneció en el mismo lugar del baño donde vivió y se paralizó el dragón barbudo; nunca nos deshicimos de las piedras ni de la palmera de plástico. Un par de años después, cuando ya no éramos solamente mi hermano y yo y había nacido mi hermana, decidimos que era momento de hacer uso de la casa del dragón barbudo, esperamos a que llegara el domingo y en el mismo mercado compramos tres tortugas. Construimos una isla con ayuda de las piedras, colocamos la palmera en el centro e inundamos de agua el espacio libre. Las tortugas tuvieron una vida relativamente más larga que el dragón barbudo, pero un día las encontramos muertas. Cuando las sacamos de la pecera, nos dimos cuenta de que sus caparazones ya no soportaban la fuerza de los dedos y se hundían, débiles, tan pronto como ejercíamos un poco de presión sobre ellos. Supusimos que su muerte había sido causada por la mala mezcla de exceso de agua y ausencia de tierra firme.
3. Los frijoles germinados necesitan de intenso cuidado; los cactus no.
Luego vino el episodio del frijol germinado. De tarea, mi hermana había cultivado frijoles con la ayuda de trozos de algodón, vasos de vidrio, agua en cantidades controladas y un cuaderno que usaba a manera de bitácora del experimento: el diario del frijol germinado. Por razones que ahora no recuerdo, ella tendría que desentenderse un par de días del proyecto escolar, así que me dejó encargado. En dos días ahogué un frijol y provoqué que se secara otro. El que más había crecido de todos y ya pedía a gritos una maceta propia murió a cuando intenté barrer alrededor del cultivo.
4. Cactus se escribe sin acento.
El problema con los cactus es que necesitan de muy poco para subsistir, pero su naturaleza precaria puede generar infortunios o malentendidos. Lo mejor para un cactus es un poco de sol por la mañana, algo de agua una vez por mes y cierta indiferencia el resto del tiempo. Esto la convierte, en teoría, en la planta perfecta para alguien con un historial como el mío, o eso pensaba hasta hace unas semanas, cuando asesiné todas las plantas de mi vecino, incluido un cactus. Mi teoría es que las otras plantas ya estaban secas antes de que me tocara cuidarlas durante tres semanas mientras mi vecino estaba de viaje; el cactus no. De hecho, la única instrucción que recibí cuando acepté el favor fue la siguiente: riega las plantas una vez a la semana; el cactus no lo toques.
La tarea parecía fácil. ¿Qué me llevó a echarle un poco de agua al cactus? Primero, la idea de que el vecino no tenía idea de cómo cuidar una planta, como lo demostraba el hecho de que casi todas las plantas estaban marchitas o a punto de marchitarse. Segundo, una falsa –ahora lo sé– sensación de justicia: ¿por qué todas las plantas merecían un vaso de agua salvo ésta tan pequeña y viva y espinosa? Durante las tres semanas, lo primero que hice al despertar fue calzarme las pantuflas, cruzar el pasillo y regar las plantas del vecino. En la última visita noté que el cactus no estaba en su maceta, lo encontré en el suelo, como si alguien lo hubiera arrancado, y tenía la consistencia babosa de un nopal a medio cocinar y la forma de un balón desinflado.
Era un luchador, el cactus. Incluso muerto, se defendió bastante bien ante mis intentos de ponerlo de vuelta en su maceta. Luego de varias y dolorosas pruebas, al final lo logré con la ayuda de un guante para horno. Al redactar estas líneas, constantemente tuve que desandar el camino para arreglar una errata que, sin duda, Freud habría calificado como síntoma de alguna psicopatología: cada vez que escribía la palabra cactus incluía una tilde en la primera vocal. Puede ser por ignorancia, pero también puede ser que este error resalte mi profundo extrañamiento frente a este tipo de seres vivos.
Es profesor de literatura en la Universidad de Pennsylvania, en Filadelfia.