Ocurre en los tránsitos más felices (es decir, más inconscientes y volátiles) de nuestra vida: la niñez tan sólo admite como realidad aquello que se le presenta contundentemente y por primera vez, sin importar que estemos ante un espejismo o una excepción. Los cinco sentidos infantiles no cuestionan la veracidad de sus fuentes: avanzan sin pensarlo mucho por el sendero que el índice de la realidad le señala.
Sin ir más lejos, le hice caso a mi padre cuando me hizo creer que las estrellas cantaban allá arriba, en el cielo. Mi recuerdo, por demás impreciso, me lleva al día en que mis padres, mi hermano y yo, de unos cinco o seis años, contemplamos la noche afuera de una casa de playa, en Veracruz. De pronto, comenzó a sonar una música muy tenue. Voces femeninas, tal vez un piano acompañándolas. “¿De dónde viene, papá?”, le pregunté, sin recapacitar en el pequeño radio de onda corta que él había encendido durante la cena y que, apoyado en el alféizar, lo fue cubriendo una cortina con las suaves ráfagas de aire que arrojaba el mar de noche. “¿De dónde crees?”, me contestó cruzándose de brazos, como si me emplazara a dar una respuesta que sólo yo sabía o que, en su defecto, sólo yo podía inventar.
A los 14, sin embargo, vuelto ya un fanático de MTV por mi apetito de pertenecer a algo antes que por afición al pop, vi por primera vez un video de U2: “Numb”, del disco Zooropa (1993). He de confesar que “With or Without You”, “I Still Haven’t Found What I’m Looking For” y “Where the Streets Have no Name” eran entonces para mí, bachiller en ovnis y fenómenos paranormales, resonantes éxitos desconocidos. Así pues, fruto de mi ignorancia, tenía para mí que la banda sanpatricia estaba conformada por un hombre en primer plano, con el pelo a rape y las facciones tajantes y angulosas. Cómo me gustaba ver ese video en el que The Edge, alias David Howell Evans, era besado, ofendido, acariciado y cacheteado indistintamente mientras recitaba con dicción neutral una tabla electrónica de inagotables mandamientos: “No te muevas / no hables fuera de tiempo / no pienses / no te apures / todo está súper bien / súper bien // no te aferres / no esperes demasiado / no respires / no alcances nada / no te lamentes sin que te hayas ido…” (Admitiré, no sin pudor, que me intrigaba la actitud provocativa de un hombre de cabello largo, arete y lentes oscuros que aparecía a la mitad de la canción y musitaba las estrofas del coro en la oreja derecha de The Edge, a punto de lamer sus lóbulos y referir dos o tres procacidades en gaélico con la respiración entrecortada.) Unos años después, un poco más versado en el rock durante la preparatoria, comprendería mi equívoco: The Edge no era el vocalista de U2, sino Bono, el mismísimo provocador que aparecía en segundo plano el video. The Edge, entre muchas otras cosas, era el inspirado autor de “Sunday Bloody Sunday”, el célebre seudónimo de un hombre cuya guitarra oscila entre el sonido virtuoso pero artesanal de un arpa eólica y la precisión quirúrgica de algunos instrumentos punzocortantes.
Edge: “Orilla, límite, borde”, según la definición del Diccionario Webster. ¿Por qué The Edge? “Es el borde entre algo y nada”, respondió el propio músico en una entrevista. Entre el diccionario y la entrevista, prefiero quedarme con la última, lo suficientemente lírica como para convencerme. The Edge me dijo lo que yo quería escuchar; o sea, la primera verdad que llegó a mis oídos y que me musitó su materia de fe, su evangelio incomprobable. Entre algo de aburrición y nada de sueño, escucho un recopilado de canciones de U2 en esta noche despejada y decido creer, nueva y voluntariamente, que las estrellas cantan. Voces interiores, tal vez yo mismo acompañándome. Mucho mejor, incluso, que la realidad.
– Hernán Bravo Varela
(Ciudad de México, 1979) es poeta, ensayista y traductor. Uno de sus volúmenes más recientes es Historia de mi hígado y otros ensayos (FCE, 2017).