Exceso de equipaje

Las resonacias literarias del miedo al avión, ese modernísimo y al mismo tiempo primario temor.
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“El único miedo que los latinos confesamos sin vergüenza, y hasta con un cierto orgullo machista, es el miedo al avión”, afirma Gabriel García Márquez en un artículo cuya lectura promueve una página web de salud mental para vencer dicho miedo. Tal vez aquella confesión desvergonzada se deba a que, según el colombiano, “es un miedo distinto que no existe desde nuestros orígenes, como el miedo a la oscuridad o el miedo mismo de que se nos note el miedo. Al contrario: el miedo al avión es el más reciente de todos, pues sólo existe desde que se inventó la ciencia de volar”. (Hoy podríamos añadir la nomofobia, ese miedo mucho más reciente a perder el teléfono celular, salir de casa sin él o quedar varado en una zona sin señal, y que, de acuerdo con algunos estudios, padecen siete de cada diez usuarios.) Sin embargo, volar produce en incontables viajeros –entre ellos yo, por supuesto– un temor que, de tan irracional, parece milenario: mezcla de asombro prehistórico y neurosis hipermoderna. De poco ha servido la estadística que sostiene que la probabilidad de morir en un accidente aéreo es mucho menor a hacerlo por las coces de una mula. En palabras de Picasso, lo que uno teme no es la muerte, sino el avión en sí.

Para combatir el miedo, algunos rezan o se emborrachan disciplinadamente; otros llevan a cabo apuestas mentales o ejercicios pseudobudistas de respiración. De llegar con bien a su destino, se convencen de que sus rituales han salvado a la tripulación de una tragedia. Sin ir más lejos, yo mismo me he convencido de que, gracias a las singulares ceremonias que oficio a bordo –tomar medio tranquilizante con un vaso de agua, colocarme tapones y unos audífonos aislantes en los oídos; pedir en voz baja por un buen viaje para todos y, en especial, imaginar en pleno despegue que el avión descansa sin sobresaltos en la palma de la mano derecha de Dios–; me he convencido, pues, de que gracias a todo lo anterior podemos desembarcar sanos y salvos. En su relato “Mientras sigan volando los aviones”, Bernardo Esquinca atreve una hipótesis: hay personas que sueñan con accidentes aéreos y logran impedirlos gracias a que su esotérica figura se encuentra a bordo. En caso de no estarlo, las consecuencias podrían ser terribles. Una de esas personas, Gabriel Galván, el antihéroe del relato, se define como “una especie de guardián cuya actividad onírica propiciaba un balance entre ‘las criaturas del aire y las criaturas de la tierra’”. Pero Galván, señalado por un agente de seguridad como terrorista, es abatido antes de subir al avión. En pleno caos, el Aeropuerto Internacional “Benito Juárez” decide cancelar sus actividades por el resto del día: Galván, fatalmente, ha cumplido con su deber. Ahora su puesto de justiciero y profeta en las alturas queda libre, aunque no por mucho tiempo. “Esa noche [el agente] comenzaría a soñar con aviones”, concluye Esquinca.

Ciertos viajeros optan por un ritual menos programático: el amor. No para vencer su aerofobia, sino para que, en caso de un siniestro, la compañía del ser amado los aísle del pánico colectivo. En Fuegos, su libro más personal, Marguerite Yourcenar escribió: “En el avión, cerca de ti, ya no le tengo miedo al peligro. Uno sólo muere cuando está solo.” Todo dependerá, por supuesto, de que la pareja no esté atravesando un periodo de turbulencia o despresurización. Mejor viajar ligero.

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(Ciudad de México, 1979) es poeta, ensayista y traductor. Uno de sus volúmenes más recientes es Historia de mi hígado y otros ensayos (FCE, 2017).


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