Soy consciente de que todo cuanto la literatura puede enseñarnos (creo que lo decía un clásico, no sé cuál) no son métodos prácticos, sino sólo las posiciones. El resto es una lección que no debe extraerse de la literatura, es la vida la que debe enseñarla. Es más, tal vez sólo aprendiendo de ella uno puede acabar haciéndose con un estilo literario. Y cuando hablo de estilo me refiero a intentar lograr un espacio y un color interno en la página, un sistema de relaciones que adquiera espesor, un lenguaje calibrado gracias a la elección de un sistema de coordenadas esenciales para expresar nuestra relación con el mundo: una posición frente a la vida, un estilo tanto en la expresión literaria como en la conciencia moral.
Siempre he querido saber si estaba con aquellos escritores Tolstoi, por ejemplo para quienes la existencia tiene, a pesar de todas las angustias que nos crea, un sentido, una unidad. O bien con aquellos Kafka, Beckett que nos han revelado la insuficiencia e irrealidad de la vida, el sinsentido de ésta: todos esos escritores que nos han descubierto la imposibilidad de vivir y de escribir, y que nos han puesto en contacto con la odisea moderna del individuo que no vuelve a casa y se pierde y se disgrega, experimentando la insensatez del mundo y lo intolerable que es la existencia.
Si Claudio Magris hubiera leído esto, tal vez ahora me preguntaría como a veces él se pregunta a sí mismo si me reconozco más en Guerra y paz de Tolstoi, la vida que se cuenta como si fuera una vida plena, o en El hombre sin atributos, de Musil, la vida que se disgrega en la inteligencia, o en La conciencia de Zeno, de Svevo, el más radical, irónico y disimulado viaje al centro de la nada.
Tal vez puedo creer en Dios y al mismo tiempo no creer en nada, por ejemplo. Tal vez puedo mezclar teorías opuestas. Y es más, quizá esto explique por qué a menudo escribo novelas que son mezclas de ensayos y novelas. Después de todo, bien mirada (y ahora la estoy mirando bien), la vida es una mezcla. Quizá mi viaje, el viaje de mi conciencia, sea el que va a la nada, pero construyendo un sólido y contradictorio sistema de coordenadas esenciales para expresar mi relación con la realidad y la ficción, mi relación con el mundo.
¡La realidad y la ficción! Mira por dónde he ido a parar al eterno debate de las letras españolas. Ahora que me acuerdo, ¿por qué esa manía tan española, esa afición tan nacional a preguntarme, siempre que publico un nuevo libro, cuánto hay de real y de autobiográfico en él? Da igual que publique una novela sobre un loco que anda suelto por Veracruz a que publique una sobre la vida de los esquimales en Guanajuato. Siempre la misma cuestión: ¿Qué porcentaje de verdad hay en lo que usted cuenta? Durante un tiempo, con paciencia, me he limitado a dar cuerda al reloj de Nabokov: “La ficción es ficción. Calificar un relato de historia verídica es un insulto al arte y a la verdad. Todo gran escritor es un gran embaucador.” Y punto. Pero ya me he cansado. Y es que, a pesar de que no hay día en que no vea borradas las fronteras entre la realidad y la ficción sobre las que bailo, la pregunta nacional sigue ahí, como un dinosaurio inamovible. ¿Hay realidad en su ficción? ¡Toma ya!, que diría Céline. Últimamente, habiendo publicado un libro sobre París, me limito a citarles a Boris Vian (“todo en mi novela es verdad porque está todo inventado”), o bien a mí mismo (“también un relato autobiográfico es una ficción entre muchas posibles”), y muy especialmente a Roland Barthes: “Toda autobiografía es ficcional y toda ficción es autobiográfica.”
Yo creo que mis libros deberían ser vistos como lo que realmente siempre han sido: libros escritos por personajes de novela. Un lector me pregunta ahora: ¿Lo dice de verdad? Y añade: Perdone la pregunta, pero es que soy español de la verdad cristiana. Pues claro que lo digo de verdad, le contesto, pero tenga en cuenta que la verdad no es necesariamente lo opuesto de la ficción. ¿Y está seguro de esto?, me pregunta. Pues tan seguro, le respondo, como de que un dictador (aquel que decía “españoles todos”) está bien muerto, y el realismo de la estirpe de aquel asesino también, aunque no para los españoles todos, muchos de ellos felices viviendo en la mayoría absoluta de su realismo literario de serrín y caspa. Porque España, a pesar de la tan traída y llevada modernidad de Almodóvar, sigue siendo un país nada ambiguo y muy plano y zaplano y profunda y obscenamente inculto. Véase, sin ir más lejos, la confusión de los ministros de Aznar entre autor y narrador en el caso del libro del pájaro Migoyo. En España, con notable putrefacción artística, ministros y plebe se abrazan en su única realidad posible: la mayoría absoluta de su realismo sucio de cáscaras de gambas e insulto, serrín y escupitajo.
¡Son tan realistas! Así las cosas, en casa ensayo exiliarme y luego lo cuento, explico que escribo ensayos mezclados con cuentos. Quiero seguir siendo “un explorador que avanza hacia el vacío” (Kafka), y así seguir dándole a mis palabras sentido, dándoles sombra: un sentido que dice que en mi país nada ambiguo no avanzo, pero mi vida lo hará por mí exiliándose. Y bien está que así sea, me digo, mientras pienso en aquel clásico que dijo: “Mirad cómo, bien lejos de vosotros, mi vida avanza tranquila.” Aunque no sé de qué clásico hablo. ¿Sabré en el vacío encontrarlo? No está entre los clásicos que aprecian los españoles todos. Lo sé. Por eso avanzo. ~
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