Dios arrojĆ³ al mundo, pudoroso y apenado, a los arquitectos para que techaran nuestro fraseo diario. No previendo los alcances inusitados de esta empresa, y tal vez llevĆ”ndose la mano a la frente, observĆ³ cĆ³mo las construcciones no sĆ³lo influĆan en el estado de Ć”nimo del visitante sino que afectaban su fraseologĆa, incluso efervesciĆ©ndola. Ciertos espacios tienen la capacidad de encender y desatar frases. Esto se acrecienta si, a la redonda, hay un escucha o espectador disponible. Dejemos a un lado los bancos y oficinas, lugares donde se gestan locuciones familiares. Pensemos en los espacios donde el visitante puede sacar sus brillos: por ejemplo una librerĆa o una sala de cine, ejemplos dignos y notables de lo que somos capaces de decir, quizĆ” provocando estornudos en el cenit.
Un caso. Un muchacho selecciona en una librerĆa una serie de ejemplares y, explicĆ”ndole a su novia, con un trazo grueso y conciso, la literatura universal, le ahorra a su amada dĆ©cadas de lectura: āMira, Shakespeare es el del cuello blanco de holanes, medio afeminado. Wilde es el del trajecito, tambiĆ©n amanerado, al que no puedes confundir con Kafka, tambiĆ©n de traje y sin duda homosexual, porque a Ć©ste, el de la cucaracha, lo distingues por sus orejas puntiagudas. A Beckett lo reconoces porque se parece a tu primo Rafael. Borges es el mĆ”s fĆ”cil de todos: es el Ćŗnico ruco. Y CortĆ”zar, el barbudo, se parece al maestro de educaciĆ³n fĆsica.ā
A la joven le basta este breve esbozo para elegir un libro, y a uno, para seguirlos con oĆdo aguzado. Ćl, el muchacho, se pasea por la librerĆa disparando frases y ademanes que le demuestran a ella, su novia, el conocimiento de ellos, los libros. Sus frases me traspasan, pop, la cabeza. Y, plup, una sentencia: las frases cimientan la efigie de nuestra mente. Un conversador revela su mente con los temas y palabras que escoge. Quien piensa dos veces un enunciado sabe que aquello lo edifica, y que le sirve para lucirse al mĆ”ximo si estĆ” jugando en su propio territorio. Y, dicho sea de paso, la cabeza, si estĆ” de nuestro lado, harĆ” sus mejores intentos por construir un monumento cuando se quiere que el espectador al que se dirige ponga su corazĆ³n de nuestro lado.
Dios echĆ³, sonrojada y modestamente, a los arquitectos a la tierra para mostrar lo complejo de erigir un monumento habitable. Otro ejemplo: voy al cine, una pareja se sienta en las butacas contiguas. Ćl le demuestra a su novia, y a todos en la sala, que sabe reconocer en voz alta a todos los actores. Con audacia y sin rubores, enlista las pelĆculas en que han aparecido aquĆ©llos detrĆ”s del estelar. Dado que se muestra diestro en el terreno, ella pregunta cosas que sin duda Ć©l, antes que la pelĆcula, puede responder: āĀæLo van a matar?, Āæpor quĆ© se pone borracho?, Āæse va a suicidar bebiendo?ā RĆen de las groserĆas en la pantalla y no de las que yo les dirijo por telepatĆa. Se me ocurre algo genial: me cambio de asiento, de fila, alejĆ”ndome del guĆa de la pelĆcula y acercĆ”ndome a la ilusiĆ³n del respeto. Hay que distanciarse, de ser posible a grandes zancadas, como lo hace el sensato en estas circunstancias. Una vez que el actor obedece al muchacho en la butaca y muere, una vez que la pelĆcula termina, Ć©l, el muchacho, deja escapar algunas frases que ella, la pelĆcula, le ha inspirado, para compartir su interpretaciĆ³n con ella, la sala.
Desear silencio en una sala de cine es igual que pedirlo en un salĆ³n de clases de secundaria. No hay esquina en el cine inmune a estas frases, que nadie se atreverĆa a decir en su casa, en pantuflas, sin contener el borbotĆ³n de carcajadas. Me paro, pop, del asiento. Y, plup, una sentencia: la aficiĆ³n por las frases sostiene la interpretaciĆ³n del cine y la literatura. AquĆ, en el sitio pĆŗblico, el problema es el arrebato de la palabra espontĆ”nea que nos lleva a frasear a trompicones. Cada uno de nosotros, al asistir en compaƱĆa al cine, deja tras de sĆ una estela de oraciones que pueden parecernos naturales, pero, como sucede con un olor escandaloso, habrĆ” quien las olfatee dos veces y quizĆ” concluya estornudando. Lo mejor en estos casos es callar de buen grado y, en todo caso, opinar a distancia.
Si para entregarse a algo hay que hacerlo sin condiciones, se podrĆan coleccionar, por pasatiempo y si las musas del zigzagueo lo permiten, estas frases. Es decir, ser espectador de los espectadores y lector de los lectores. Visitar estos recintos no para ver una pelĆcula o comprar un libro, sino para observar. Una opciĆ³n: si se tiene temperamento aventurero, proceda usted a memorizar las frases del espectador y teatralice y declĆ”melas con orgullo suelto en esos mismos lugares.
Transcurre la misma cantidad de tiempo entre que a uno le parten, pop, el corazĆ³n, y un dĆa, plup, allĆ estĆ” entero otra vez, que la que tornĆ³ a Dios proyectar, pop, a los arquitectos de una nube y advertir que las palabras, una encima de la otra, de un momento al otro, plup, construyen la idea de lo que somos, y alguien, acaso mordaz, acaso virulento, siempre estĆ” estornudando estruendosamente y otro observando con admiraciĆ³n cĆ³mo vamos elevando, pop y plup, un piso sobre otro. ~