Fantasías animadas de un underdog

Me entrego impúdico al viejo juego de inventarme una vida completamente diferente a la mía, salpicada de spleen provinciano.
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Ya sea por una descompensación quimicocerebral, ya sea por una leve deshidratación, o por una depresión tropical en el pacífico y los días lluviosos en la ciudad de México, el caso es que algunos sábados despierto con una sensación que me acompaña desde que tengo uso de razón: la de que todo esfuerzo humano no es sino tontería. Leo las noticias (oh, boy!), repaso mi muro de Twitter y lo único que encuentro es futilidad. “Hola, sensación de vacío de los sábados por la mañana, mi vieja amiga” me digo a ritmo de Simon & Garfunkel. Mientras los suplementos culturales homenajean a los muertos, y reseñan libros con retórica previsible ( léase “uno de los escritores más interesantes de su generación” como “otro palurdo más que escribe”), mientras mis amigos o amigas presumen sus nuevas novelas o se quejan del gobierno en turno o suben fotos de su desayuno, sus hijos, su autos, sus piernas, o expresan su frustración por medio de la ironía y el sarcasmo, o hablan de que en Guatemala todo es mejor, mientras apuro mi primera taza de café y una rebanada de pan con mantequilla, y miro la luz mortecina que entra por la habitación, filtrada por el pálido verde de la plantas, me entrego impúdico al viejo juego de inventarme una vida completamente diferente a la mía, salpicada de spleen provinciano. Una música se escucha a lo lejos, los aviones pasan rumbo al aeropuerto internacional de la ciudad de México, un camión materialista (pero no histórico) pasa frente a mi departamento. Aunque el café caliente reconforta un poco mi alma y leo con atención el Bushido Shoshinshu de Taira Shigesuke, tratando de arrancarle un poco de su sabiduría samurái, esa otra vida comienza a ramificarse dentro de mi cavidad craneal.  

Mis fantasías suelen ser bastante mezquinas. No me imagino cosmonauta en una estación espacial o magnate del petróleo o de Wall Street o en un campamento de Médicos sin Fronteras en Siria o en África. Tampoco me imagino en Paris, o en Londres o en el Cáucaso. Sueño que soy un ingeniero gordo, en Chihuahua (donde yo nací), que escribe poesía a escondidas de su esposa; un ingeniero gordo y feliz con una vida secreta dedicada a las musas. Por las mañanas me levanto temprano a preparar el desayuno de mis dos hijos y los llevo a la escuela privada de medio pelo donde estudian, luego voy al trabajo y hago un turno de ocho o más horas en una maquiladora (soy subgerente o algo así). Tenemos dos autos y ella pasa por los niños al mediodía para dejarlos en casa de los abuelos maternos, donde voy a recogerlos al salir de la planta, a las seis de la tarde. Cuando tenía 16 años quería ser un ingeniero de almas, como dijo Vládimir Ilich Uliánov, ahora sueño con ser un ingeniero común y corriente. Aunque mis niveles de colesterol y de triglicéridos están un poco por encima de lo aceptado, me gusta burlar a la muerte un par de veces a la semana y si tengo algo de tiempo me detengo en un puesto callejero de dudosa higiene a comerme una torta de barbacoa o de lomo, o una hamburguesa o un hot dog o unos burritos de chicharrón prensado o de chile relleno, porque como todo ingeniero gordo soy también epicúreo. Soy apolítico, no me torturo como en la realidad por los problemas del mundo: me vale madre la crisis de refugiados en Siria, la destrucción de Palmira por ISIS, los desaparecidos por el narco en México, las reformas estructurales. Amo a mi esposa, a mis hijos, a mi perro salchicha, mi Toyota Hilux 2001 y a mis amigos, también ingenieros gordos, pero sobre todo amo a mi equipo, los Pieles Rojas de Washington, aunque no ganen un Super Bowl desde 1991 y ni un mugre campeonato de conferencia desde el mismo año. Los viernes por la noche me doy una escapada al bar Coliseo, en el centro, me como un chamorro y me tomo unas cervezas con los amigos, seis en total, para regresar a mi casa, satisfecho de mi templanza. Los domingos hago una carne asada para familiares, los amigos y sus parejas. Soy un experto con el asador: primero las costillas, luego el rib eye, también nopales y cebollitas, papas envueltas en papel aluminio entre las brasas. Las cervezas están bien frías, dispuestas en la hielera. El sol del mediodía pega con todas sus fuerzas en esa ciudad del desierto, los niños juegan en la alberca inflable. Mis suegros me respetan, también mi cuñado, un buen muchacho que estudia el último semestre de la carrera y me ve como un ejemplo a seguir. Pero lo que todo mundo ignora, es que yo, el ingeniero Sánchez, tengo una vida secreta. Sí, por las noches mientras los demás duermen me siento frente a la computadora, en mi gran silla reclinable de cuero, con una lata de Mountain Dew light a un lado, a escribir mis pudorosos poemas. Sueño también en secreto en publicarlos algún día bajo un pseudónimo. Me siento el Walt Whitman chihuahuense, le canto a la carne asada, a la belleza de las mujeres norteñas, al sabor de una cerveza bien fría, a los atardeceres arrebolados del valle, a la virilidad de los héroes épicos de antaño al estilo de los hermanos Almada (los pistoleros famosos, pues), a mi Toyota Hilux y los Pieles Rojas de Washington, guerreros poetas inmolados en el fragor de la historia. Sí, el lunes por la mañana despierto un poco somnoliento, con apenas cuatro horas de sueño, nada que no se solucione con dos cucharadas de Nescafé en una taza de agua calentada en el microondas y dos huevos fritos con tortillas de harina. Después de dejar a los niños en la escuela privada de medio pelo, hundo el pie en el acelerador en esa recta interminable, rumbo a mi trabajo. Cuando rebaso las sesenta millas por hora pienso que la vida no solo es bella sino llena de satisfacciones. 

 

 

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Vive en la ciudad de México. Es autor de Cosmonauta (FETA, 2011), Autos usados (Mondadori, 2012), Memorias de un hombre nuevo (Random House 2015) y Los nombres de las constelaciones (Dharma Books, 2021).


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