Se
cuenta que André Gide, la misma noche de 1947 en que ganó
el Premio Nobel, fue al cine a ver una película de Fernandel,
suerte de Totó o Cantinflas francés. Hasta Cortázar
ha recogido el dato en su relato “Los pasos en las huellas”
(incluido en Octaedro),
seguramente fascinado por cómo se tocan en un gesto por el
estilo las llamadas “alta” y “baja” cultura.
No
todas las biografías de Gide dan por cierto el episodio, sin
embargo. Pierre Lepape y J. J. Thierry, por ejemplo, sólo
dicen que el autor de Los
monederos falsos declinó la invitación a
Suecia arguyendo “genuinas” razones de salud. Jean Claude revela
que por esa fecha Gide no estaba en París sino en Neuchâtel,
en casa de Richard Heyd; y una carta de Gide, dirigida a Robert
Levesque y fechada el mismo 13 de noviembre en que le asignaron el
premio, proviene, en efecto, de allí. Difícil que en
Neuchâtel hubiera muchos cines a mano y que uno proyectara un
film de Fernandel. Difícil, dada su salud, que Gide fuera al
cine al final del día, menos aún cuando en su diario
íntimo la “Petite Dame” (Maria Van Rysselberghe) cuenta
que alguien habló esa misma noche por teléfono con
Gide.
Otro
especialista en el autor de Los
monederos falsos, Kjell Strömberg, se hace eco de
este episodio, aunque sin ahondar en detalles. En su versión,
Gide no fue al cine la noche en que ganó el Nobel, sino por la
tarde. “En rigor, Gide se encontraba hondamente deprimido por
entonces. Así se lo confesó a su amigo Jean Delay,
quien más tarde escribiría una de sus tantas
biografías.
Sea
cierto o falso el episodio del cine, ¿existió algún
otro vínculo entre Gide y Fernandel? A simple vista uno
afirmaría que no. No obstante, un claro nexo entre uno y otro
fue el director de cine Marc Allégret, “sobrino espiritual”
de Gide y en cierto modo uno de los “descubridores” del actor, al
que dirigió en varias películas, entre ellas Attaque
nocturne (1931) y Hotel
du libre échange (1934). Gide conoció a
Allégret de niño, ya que su padre, el pastor Elie
Allégret, fue primero su tutor y luego no sólo su amigo
sino el padrino en su boda con Madeleine Rondeaux.
En
1917, el pastor Allégret fue enviado en misión a
Camerún y el pequeño Marc, de dieciséis años
de edad, quedó en Francia al cuidado de Gide, que por entonces
tenía 48 años. Casi de inmediato el escritor se enamoró
del joven, como lo prueba su correspondencia (Correspondance
1917-1949) recientemente publicada en Francia. Entre ambos nació
una relación compleja, donde se mezclaron seducción,
amistad y pedagogía, y cuyo punto culminante fue sin duda un
viaje en conjunto al Congo, en 1926, experiencia de la cual Gide
extrajo dos de sus libros más intensos (Voyage
au Congo y Le
Retour du Tchad), y que más tarde llevó a
Allégret a rodar un documental.
Según
el periodista Pierre Billard, autor de un trabajo biográfico
sobre el vínculo ente Gide y Allégret, el deseo del
primero nunca fue consumado, ya que el cineasta era “un gran amante
de las mujeres”, sobre todo de las jóvenes actrices que
actuaban en sus películas. No obstante, la última carta
que le envía Gide termina con las palabras “je t’aime
bien”. ¿La alusión a Fernandel fue un modo que
encontró Gide de dedicarle el premio a su amado “sobrino”?
Hacia
1947, Fernandel (nacido en Marsella como Fernand Joseph Desiré
Constandin) ya había alcanzado su estatus de capo cómico
y llevaba filmados poco menos de unos cincuenta largometrajes. De ser
verdad que Gide fue al cine aquella noche de noviembre, la película
que debió ver es Emilio,
el africano de 1947, dirigida por Robert Vernay, o con
mayor probabilidad Petrus,
estrenada en 1946 y dirigida nada menos que por Allégret.
Pero ni siquiera el copioso diario del escritor ayuda a aclarar el
dilema. El único año sin anotaciones en todo el diario
es, precisamente, 1947: en el resto de sus páginas Gide se
permite apenas tres referencias al Nobel. Lamenta que sus libros
sigan siendo “inhallables”, a pesar del premio. Le preocupa que
se diga que “Gide se volvió distante”. Y cuenta de un
periodista que le preguntó si no se arrepentía de haber
escrito tal o cual libro: “Le respondí que no sólo no
desaprobaba ninguna de mis obras, sino que habría sin duda
rechazado el premio si hubiese hecho falta renegar de alguna.”
Kjell
Strömberg sostiene que Gide estaba muy feliz por el Premio Nobel
y que la fecha le resultó sugestiva porque, al revés
que la mayoría de la gente, decía que el número
trece le daba suerte. Pierre Lepape entrega, no obstante, la versión
de un Gide mortificado por el premio. Tras cada galardón,
cuenta, el prestigioso escritor no pensaba sino en Corydon,
ese “libro fallido” que su remordimiento colocaba en
un sitio privilegiado. “Era el libro en el que se había
arriesgado con mayor imprudencia y coraje –cree Lepape–. A tal
punto que, por una vez, le habían faltado la distancia y la
ironía que hacen posible la obra de arte”. ~