#HaciaLaPalabra Fotografía de un muro con poema de Villaurrutia

Hemos invitado a cuatro escritores a que nos cuenten sobre cómo los han cambiado los libros, cuáles fueron sus influencias y su camino hacia la palabra. 
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“Leer es habitar el mundo y los libros son un refugio, una casa”.

Gustavo Martin Garzo

 

Hemos invitado a cuatro escritores a que nos cuenten sobre ¿cómo los han cambiado los libros, cuáles fueron sus influencias y su ruta? Cuatro voces, de poetas y narradores, nos compartan su experiencia entorno a la literatura y nos permiten instalarnos en su pasado, entrar a sus habitaciones y andar su ruta hacia la palabra, hacia los libros. 

 

***

 

A mi casa llegaba la revista Arquitecto a finales de los años setentas. Y ahí, en alguno de sus números, venía la foto de un poema escrito en un muro. Un muro cualquiera traspasado por la intensidad de las palabras:

La muerte toma siempre la forma de la alcoba

que nos contiene.

Es cóncava y oscura y tibia y silenciosa,

se pliega en las cortinas en que anida la sombra,

es dura en el espejo y tensa y congelada,

profunda en las almohadas y, en las sábanas, blanca.

Inmediatamente pensé que me hablaban a mí, y que el autor conocía esa sensación de soledad que me invadía en plena adolescencia. Sabía que esa muerte era mía, que estaba en mi habitación, detrás de mi puerta, debajo de mi cama, en mi propia voz. Todo cobraba sentido en esas primeras líneas. Fue un golpe de suerte haber leído elNocturno de la alcoba de Villaurrutia. El muro donde lo habían escrito era el mundo, todo el mundo de afuera que aullaba en un solo grito para mí. Era una escritura viva y terrible a la vez, una verdad puesta en letras negras y rojas, desesperada como me sentía, sin saber cómo estar viva en casa o como no morir en el patio, en la calle o en la escuela. Empecé a buscar muros escritos desde el camión en el que regresaba a casa. Trataba de encontrar una palabra tan incomprensible y sonora como la palabra “cóncava”, dura en el paladar, suave y tersa en la garganta, para poder sostenerla bajo la lengua y algún día, sí, seguro que sí, escupirla delante de todos. Y luego aparecía lo tibio y silencioso que pudiera estar ligado a una suerte de felicidad que pensaba lejana.

Los dos sabemos que la muerte toma

la forma de la alcoba, y que en la alcoba

es el espacio frío que levanta

entre los dos un muro, un cristal, un silencio.

Ese otro que estaba en el poema, que sabía de las formas y los espacios de la muerte, de lo que ocupa un sitio posible en el pensamiento o en el cuerpo, como un pinchazo que llegaba al corazón, se levantaba del muro con su propia fuerza. El poema prometía otro presente en sus líneas. Todo el sudor y el frío se perdían en el silencio, en ese hueco que ya estaba en mí pero que no sabía qué era o para qué se había formado, cuáles las fronteras y dónde los horizontes de otro cuerpo –imaginario– como la posibilidad de explorar, a través de una extrañísima disposición de nuevas representaciones, lo que podía entrever: una nave para soñar lo imposible: escribir, escribir hasta el delirio, hasta la propia muerte presentida. Y llené páginas de muchos cuadernos con ideas o frases entrecortadas que giraban sobre un mismo punto: la desesperación absoluta.

Entonces sólo yo sé que la muerte

es el hueco que dejas en el lecho

cuando de pronto y sin razón alguna

te incorporas o te pones de pie.

Había, en el poema, un alguien que se iría: me abandonaría. Yo no podía aceptar esa traición, debía resguardar lo mío: mi propia escritura. Tomé la decisión, no por mis palabras, obsesivas y oscuras, sino por la fuerza de la poesía que ya palpitaba en todo lo que quería ser. Escribir se convirtió en algo muy extraño: fue, a la vez, la noche y la soledad, el insomnio, el diálogo tan intenso conmigo misma que el mundo real empezó a borrarse. Los renglones de la vida cotidiana se diluyeron en su propia tinta. Escuché una música distinta, personal y única, escrita para mí. Memoricé cada frase que inventaba por el solo gusto de paladear su sabor. Leer fue una obsesión continua, pero escribir fue vivir una vida plena al filo siempre del abismo.

Entonces, sólo entonces, los dos solos, sabemos

que no el amor sino la oscura muerte

nos precipita a vernos cara a cara a los ojos,

y a unirnos y a estrecharnos, más que solos y náufragos,

todavía más, y cada vez más, todavía.

Escribir era amar, y el amor se desplegaba pensamiento adentro. Así, en un final con adverbio posible: fui texto. Soy texto. Desde entonces, la ruta ha sido la misma: imagino el muro, escucho el sonido de los primeros versos, veo las letras que palpitan y comienzo el ritual de la memoria: lo que se queda en mí, es lo que estará en la página, lo demás, siempre sobra. Después de tantos años la desesperación continúa, la noche se ha extendido, pero sé que no le temo. Conozco la entrada al  hueco, aunque no siempre la salida. Algunas veces, en ciertos libros, he tenido la sensación de no querer regresar, o de no saber hacerlo, de quedarme siendo escritura, líneas de tinta negra (escribo a mano) que me resguardan del afuera. El olvido, también, es importante. Olvidar para volver a empezar, para llenar mi propia noche.

           

 

 

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(1962) es poeta. Su último libro es Un leve aullido bajo la arena (Ediciones Monte Carmelo, 2023).


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