Hamburguesa con roquefort: testosterona para tiempos afeminados

Pedirla bien cocida sería desaprovechar ese punto exacto en el que grasa, colágeno y músculo se funden en un mismo jugo tibio con sangre
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Quería ser policía pero llegó tarde al examen y no tuvo más remedio que seguir los pasos de sus hermanas por los fogones grasosos de Inglaterra. Hace nueve años vino a Nueva York con su mentón prolongado y su rostro áspero, con su acento obrero y una lista de insultos precisos para comensales pretenciosos, abrió The Spotted Pig en el West Village junto a otros inversionistas y perfeccionó el arte de cocinar con pistolas. La oficial April Bloomfield no esta aquí para salvar a nadie sino para ejercer el deber del terrorismo gastronómico.

Es casi un gesto de mala educación decir que tal hamburguesa es la mejor del mundo. Un poco de carne molida entre dos panes genera fanatismos violentos –acaso solo comparables a los de la pizza y los tacos– así que no, no vengo a pontificar sobre la hamburguesa con roquefort de Bloomfield, pero amigo, si te has acostumbrado a escribir con emoticones, si tu chica te convenció de usar tarros campestres de vidrio para guardar especias, si tu barba es desigual o si lloras con todas las películas de Pixar necesitas testosterona. Te la podrías inyectar, pero asumo que también le has cogido miedo a las agujas.

 

Así que el asunto comienza en las brasas. Carbones hechos ceniza que permanecen encendidos cada día desde el mediodía hasta las dos de la madrugada. Es sobre ese calor constante que Bloomfield coloca sus hamburguesas, hechas con una mezcla de tres cortes de res: un poco de asado de tira, que viene del costillar, otro poco de diezmillo y otro poco de pecho. Pedirla bien cocida sería desaprovechar ese punto exacto en el que grasa, colágeno y músculo se funden en un mismo jugo tibio con sangre; semejante homenaje a la vaca amerita un término medio para sentir el contraste entre el centro rojo y la costra carbonizada con queso roquefort derretido. Nada de pepinillos, cebolla, lechuga, tomate. Nada de ketchup ni mostaza americana. La magia está en la franqueza de los sabores, en el picor profundo del queso añejo para agitar las papilas gustativas que cualquier condimento de segunda adormecerían. 

 

Y luego está el pan, ese pan. Una especie de brioche con las cantidades de leche y huevo alteradas para que la masa no se desmorone sin comprometer su gusto mantequilloso. Es mágico apretar esos bollos, otra prueba de que la gente que come hamburguesas con cubiertos merece la hoguera, porque en la seguridad con la que alguien amortigua pan y carne para hincar la primera mordida hay mucha más información que en dos años de psicoanálisis. En ese gesto está todo lo que quieres saber sobre tu pareja, tus padres, tus amigos o tu jefe y quien lo evita está escondiendo algo fatal. ¿Que siempre se queja porque no le entra todo en la boca? Falsa humildad para hacerte sentir mejor. ¿Que necesita tres mordiscos de puro pan hasta probar la carne? Alguien con miedo a enamorarse. ¿Que se le sale la hamburguesa a mitad de camino hacia la boca? Eyaculador precoz.

 

¿Que ya no comes hamburguesas con las manos? No hay testosterona que te salve, ni siquiera esta, que ya me emparejó la barba y me dio el valor para ver Dumbo otra vez.

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Periodista. Coordinador Editorial de la revista El Librero Colombia y colaborador de medios como El País, El Malpensante y El Nacional.


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