Heiner Müller: Máquina Hamlet

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Siempre, al final, la tentación del carro de helados

La contundencia –efectividad ofensiva en términos de “estética bélica”– del tanque como innovación en avance y fuego sobre el campo enemigo, consiste en ser arma que contiene y recubre a su operador; la empuñadura de la espada se ha cambiado por un asiento. Histórica e irrevocablemente, la violencia de la mano cambia por la comodidad de los nobles músculos traseros. Toda arma define a su portador en términos de coraje. Por ello, el arma de mayor efectividad ofensiva es el transeúnte que se detona a sí mismo. Ensamble exacto entre ejecutante y fuego, donde al estallar la pólvora del “yo existo” –único disparo que todos tenemos en vida– se vale de la maquinaria de las Breaking News para avanzar sobre nosotros.

La dramaturgia es siempre bélica como la poesía es siempre funeraria o fecundadora. Creada con las ciudades, la tragedia –su más elaborada destilación– es laboratorio del mal porque especula sobre la pertinencia y sustentabilidad de la ley; recuerda que fuera de los muros de la ciudad todo es instinto, hambre y frío; territorio donde no hay crimen ni vergüenza, sólo la inclemencia de nuestra parca evolución. El teatro edifica túneles bajo las murallas para la filtración del instinto. La civilización, medio para sacar residuos según la intolerancia de los tiempos –la peste, el drenaje, la pobreza, los inmigrantes– hace del teatro el medio para reintroducirlos bajo la forma de lo obsceno, lo ominoso y lo siniestro. Si no es así, como bien advierte Debord en su Sociedad del espectáculo, el teatro se vuelve la primera barricada cedida a lo simple, facilitador de la bestialidad a las masas y placebo de la sabiduría que promete hacer “arte” del máximo bien otorgado por el progreso: el tiempo libre. En ese estado de péndulo inocente y decorativo, amaestrado para asustar las buenas conciencias, es que transcurre la mayoría del teatro de todos los tiempos donde en los últimos cien años los dramaturgos –fieles a su origen versus rex– no suman más de veinte.

Heiner Müller es el último dramaturgo del siglo XX y su obra Hamletmachine (1977) es la última obra maestra de un siglo que demolió todo para entregarse después al posmoderno placer de la “paz con el pasado” y “matemáticas aplicadas”, es decir, la reconstrucción histórica exacta de lo destruido.

Abrigado por el crimen desde la infancia –fingiendo dormir cuando su padre intentaba despedirse de él la noche que era detenido por la policía secreta– y acusado en su vejez de delatar a sus propios actores contrarios el régimen de un Berlín oriental y amurallado, buscó en su realidad de apartamento socialista la desacreditación de la ley humana. Para el dramaturgo es bueno o necesario perder –mejor desde la infancia– toda sensación de responsabilidad y adherencia en la construcción de un mundo amurallado, ya que el teatro al ser sustancia móvil e inmaterial, rápidamente se convierte en mística o se pervierte en preceptiva. La lealtad a las formas, y siendo la realidad sólo forma, es un valor para quien se juega la vida precisamente porque la tiene consigo, no para quien aún no la alcanza.

En Hamletmachine, Müller escribe una pieza breve –mejor dicho: escribe un objeto– para ser intercalado al centro de un representación del Hamlet de Shakespeare, una detonación contra la fijeza de las convenciones teatrales (muchas de ellas aún vigentes en teatralidades moralistas por elección propia, como la mexicana) para que queden exhibidas como cómplices del poder que todo lo criminaliza, castigándolo hasta la banalización. La obra es un ensayo, un poema y un artículo periodístico, como lo es el teatro de Shakespeare, Sófocles y Beckett fuera de las colecciones de pasta dura, pero es esencialmente dramática porque contiene lo único de lo que el teatro no puede prescindir: el poder para maldecir y bendecir al mundo por la palabra, volviéndolo de nuevo necesario por medio de la convocatoria pública de lo invisible.

La obra se divide en los cinco momentos clásicos, actos o agones (combates). No existen más personajes como tales, como unidad psicológicamente coherente. El actor no está al servicio de una voz, sino de las voces de los muertos, de aquellos callados históricamente, de los que en el día a día construimos la épica de la deuda bancaria y heredamos la rentabilidad vergonzosa de la subordinación de la mujer:

Yo soy Ofelia. Aquella que el río no contuvo. La mujer colgando de la soga. La mujer con las arterias abiertas. La mujer de la sobredosis. La mujer con la cabeza en el horno. NIEVE SOBRE SUS LABIOS. Ayer por fin dejé de suicidarme. Ahora estoy sola con mis pechos mis muslos mi útero. Destrozo el instrumental de mi cautiverio, la silla la mesa la cama. Destruyo el campo de guerra que era mi hogar.

La conciencia y esterilización de la ficción aportada por Brecht, pasa de ser responsabilidad del actor a ser responsabilidad del personaje. Desmentirse como mínima coherencia ante un mundo que ya es demasiado ficticio, como ya obligó Cervantes a un personaje en una de sus novelas, Müller pone en palabra y pensamiento del personaje la responsabilidad de la toma de consciencia trágica:

Yo no soy Hamlet. No represento a nadie. Mis palabras no dicen nada. Mis pensamientos lamen la sangre de las imágenes. Mi obra ya no se representa. El escenario detrás de mí fue construido por gente a quien no le importa mi drama, para gente a quien no le interesa. A mí tampoco me importa. No voy a actuar ya. (…) El guión se perdió. Los actores colgaron sus rostros en el gancho del vestidor. El apuntador se pudre en su nicho. Sobre las butacas los espectadores inertes yacen disecados. Así que me voy a casa, a matar el tiempo, unido / a mi Yo no dividido.

El diálogo ha perdido credibilidad, como todo lo que la tuvo algún día; sólo queda el hecho, lo fáctico, que en el teatro es la acotación. No como éxito de lo narrativo, que en el teatro sugeriría el triunfo del tiempo pasado y de la museística sobre la vida, sino como convocatoria a la acción, de la misma forma que las murallas de una ciudad convocan a la no acción. La acotación es microutopía, micropolítica entre las murallas rojas de los telones y de la historia:

Entra Horacio. Confidente de mis ensangrentados pensamientos desde que al día lo cubre el vacío del cielo. AMIGO MÍO LLEGARÁS DEMASIADO TARDE POR EL CHEQUE DE TU PAGA / NO HAY UN PAPEL PARA TI EN MI TRAGEDIA. Horacio, ¿me conoces? ¿Eres mi amigo, Horacio? Y si me conoces, ¿cómo puedes ser mi amigo? ¿Te gustaría interpretar a Polonio, el que se quiere acostar con su hija, la deliciosa Ofelia?, y aquí llega ella, justo a su señal, mira como menea el culo, todo un personaje trágico. HoracioPolonio. Sabía que eras un actor. Yo también lo soy, interpreto a Hamlet.

¿Se puede dejar de ser hombres y mujeres de nuestro tiempo? ¿Podemos liberarnos de lo que otros han hecho para preservar la civilidad de nuestro estómago y de nuestro mundo interior?

ACASO DEBO

COMO LA COSTUMBRE DICTA ENCAJAR UN PEDAZO DE HIERRO EN

LA CARNE MÁS PRÓXIMA O MEJOR EN LA SIGUIENTE

AFERRARME A ELLO PORQUE ES ASÍ DESDE QUE EL MUNDO ES MUNDO

SEÑOR HAS QUE ME ROMPA EL CUELLO CUANDO RESBALE

DEL ASIENTO DE LA TABERNA

(…)

En alguna parte están descuartizando cuerpos para que yo pueda sentarme sobre esta mierda. En alguna parte están descuartizando cuerpos para que pueda estar por fin solo con mi sangre. Mis pensamientos son suturas. Mi cerebro es una cicatriz. Quiero ser una máquina.

El texto cierra no sólo con una obra sino con toda una estirpe. Si Beckett terminó con el lenguaje, Müller termina con la necesidad de seguir teniendo ideas qué escribir. Müller es el último clásico porque su obra no se atiene los cánones teatrales. Es más como un defecto de nacimiento, bélico y lunar, que recuerda la violencia de la naturaleza y la burla de los otros a lo distinto. Sólo cuando se ha perdido todo sentido de vivir es cuando puede encontrarse el verdadero sentido de ser, apunta Schopenhauer como finalidad de la tragedia. Los espectáculos del día a día se preocupan por la comodidad de nuestros nobles músculos traseros en nuestra butaca, mientras el teatro, pequeño y huraño, pretende reintroducir al mundo la peste, y al verse rebasado se pregunta si no será suyo el noble y respetable camino para encontrar por una hora, en una sala de teatro, la felicidad humana; se pregunta si no sería mejor entonces cambiarlo todo por un carro de helados, mejor las campanas que detonarse todas las noches, comprometido en el tiempo igual que el amor de Hamlet por Ofelia jurado al final de su carta: tuyo mientras esta máquina funcione.

– Alberto Villarreal Díaz

(fragmentos utilizados de la traducción al español de Hamletmachine por Sergio Santiago Madariaga)

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(ciudad de México 1977) Escritor y director de teatro. Fundador y director artístico de Artillería Producciones y La Madriguera Teatro.


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