Como urdidor de ficciones mi experiencia ha sido más o menos accidentada. Esto se debe tal vez a mis frecuentes cambios de humor. Hoy en día en que está de moda hacerse tatuajes entre las señoritingas y los señoritingos, cuando me preguntan por qué nunca me he hecho ninguno, mi respuesta es que no quiero ver en mi brazo el mismo dibujo todos los días. Me gustaría algún día llevar a cabo un registro de todos mis cambios de humor a lo largo de una semana. Siempre ha sido así desde que tengo memoria.
Esa es la historia de la novela que acabo de publicar hace unos meses, Memorias de un hombre nuevo. Todo comenzó con una anécdota. ¿Qué pasaría si alguien como yo hubiera nacido en un país socialista, un país que ya no existe? ¿O al menos crecido en uno como algunos niños nacidos en los años setenta, de padres latinoamericanos de izquierda? Hasta ahí todo bien. La primera idea es una elección del inconsciente que vaya usted a saber qué significa, pues eso pertenece al campo del psicoanálisis, no de las letras. Y la idea daba vueltas en mi cabeza pero me encontraba corrigiendo otro libro para su publicación, y luego otro, y otro (todo ese material llevaba ya tiempo en mi disco duro y quería sacarlo para comenzar desde cero), incluso publiqué una novela con mi hermano. Cada tanto tiempo me sentaba en algún lugar a tomar notas. Visualicé este país primero como la RDA, luego como Yugoslavia, al final me di cuenta de que no podía ser real sino que tenía que ser una metáfora de la infancia, pero esto no sucedió sino mucho después. Porque antes de eso nació uno de los personajes femeninos, sentado en una banca de concreto, tomando té en un termo y panecitos de salvado y fumando Delicados con filtro o en una mesa de La bella Italia. Surgió una conversación y luego imágenes de una vida adulta en la ciudad de México algo desoladoras pero llenas de esperanza; cotidianas. Escribía esto durante el invierno en un apartamento frío y húmedo de Unidad Plateros, con una hermosa luz que entraba por la ventana: el jardín estaba lleno de pájaros y yo me dedicaba a identificarlos con un manual. Un invierno de soledad, en compañía de mi gato, Fátima, con una tetera de hierro forjado bien caliente junto a la computadora. Salía a dar vueltas por los jardines de la unidad con los audífonos puestos, la banda sonora de una película de Pierre Koralnik. Anna Karina cantaba “Sous le Soleil Exactement” en mi cabeza. Añoraba días soleados en el desierto. Y Memorias de un hombre nuevo no fue una novela que se escribiera de una manera progresiva sino a partir de escenas e imágenes hasta formar una unidad conceptual basada en obsesiones, recuerdos, deseos. Mi vida era caótica, precaria, así pasaron dos años.
El argumento no estaba claro, lo que me hacía regresar era una atmósfera y un tono. A veces avanzaba un poco, a veces el manuscrito con las correcciones se quedaba meses en un cajón. Viajó hasta Buenos Aires en una mochila y ahí se airó un poquito en algunos cafés de Palermo. Se redujo, se nutrió del invierno austral. Hasta hubo una inexorable línea narrativa porteña que gracias a Dios se fue a la bandeja de reciclaje. Y finalmente perdió la batalla ante la novedad de un país: me dediqué a leer historia de Argentina, a recorrer las librerías de Corrientes, a conocer todos los cafés de la Capital Federal.
La anécdota inicial perdía fuerza o pasaba a un segundo plano, y se centró en este individuo, este "hombre nuevo" pesimista. A través de su supuesta indiferencia, el mundo, que como siempre se ha vuelto loco, cada vez más violento e inhumano, lo afecta a flor de piel. En su pasividad hay una búsqueda de la belleza. Y al final de cuentas, ¿a quién le importa? Puede ser que no a todos les guste este individuo, a mí tampoco me gusta, pero me parece más real que un héroe del realismo socialista o un narco de los que pululan en los anaqueles de Sanborns. Como dijo Turguénev, uno no escribe lo que quiere sino lo que puede. Confío en que cada novela es un capítulo de otra novela más grande que intenta describir una pequeña parte de una realidad.
Escribo esta reflexión porque a lo largo de la preparación de Memorias de un hombre nuevo para la imprenta, los meses de espera, las rondas de entrevistas para la prensa, y el largo silencio que viene después he terminado otro capítulo. Pertenezco a ese tipo de escritor que ensaya una y otra vez la misma novela. Las condiciones son menos precarias ahora, ya no suena Anna de Gainsbourg, el procedimiento ha sido más o menos el mismo, la incertidumbre es peor, el invierno ha regresado, extraño tal vez las aves del jardín de Plateros. Extraño los cafés de Buenos Aires, los atardeceres rosados, dos o tres calles, el Parque Centenario, los sicomoros y los ombúes. Bueno, maldita nostalgia (es mi blog y lloro si quiero). Ahora huyo del internet como de la peste, de las posadas y de los teléfonos celulares. Hasta he vuelto a comprar el periódico.
Vive en la ciudad de México. Es autor de Cosmonauta (FETA, 2011), Autos usados (Mondadori, 2012), Memorias de un hombre nuevo (Random House 2015) y Los nombres de las constelaciones (Dharma Books, 2021).