Siempre lamento que mi padre, Daniel Bell, que el 10 de mayo habrĆa cumplido cien aƱos, no escribiera unas memorias. A principios de los noventa, dediquĆ© mucho tiempo a intentar convencerlo para que lo hiciera. Entonces tenĆa poco mĆ”s de setenta aƱos y acababa de retirarse, contra su voluntad, de su cĆ”tedra en Harvard (Ā”aĆŗn habĆa jubilaciĆ³n obligatoria para los profesores universitarios estadounidenses en esa Ć©poca!). Durante mĆ”s de una dĆ©cada, habĆan salido a un ritmo constante libros sobre los āintelectuales de Nueva Yorkā, que por lo general le dedicaban una atenciĆ³n considerable: sus primeros aƱos en el movimiento socialista y en el City College de Nueva York, su trayectoria como prolĆfico periodista intelectual, su evoluciĆ³n hasta convertirse en uno de los grandes sociĆ³logos modernos. La mayorĆa de los autores lo trataban de forma bastante favorable. Algunos le habĆan hecho largas entrevistas.
Sin embargo, cada vez que llegaba un libro nuevo a su casa de Cambridge, me llamaba, quejĆ”ndose de los inevitables errores y tergiversaciones. A veces llegaba incluso a mandar extensas cartas sobre el tema al desafortunado autor, mecanografiadas en su vieja Smith Corona elĆ©ctrica, con correcciones temblorosas a mano. Si el libro habĆa sido injusto con Ć©l, como ocurrĆa a veces, la carta se volvĆa dispĆ©ptica. āDeberĆas escribir tus memorias āle decĆa yo por telĆ©fonoā. Cuenta tu historia. AsegĆŗrate de que los historiadores del futuro tengan tu versiĆ³n.ā Le resultaba particularmente molesto que los autores lo calificasen de āneoconservadorā, como hacĆan los periodistas desde que Peter Steinfels publicĆ³ The neoconservatives en 1979. Mi padre insistĆa en que seguĆa siendo un hombre de izquierdas, un āsocialista en economĆaā, un āmencheviqueā. No me lo digas a mĆ, respondĆa yo. Ya lo sĆ©. EscrĆbelo.
Pero siempre ponĆa reparos. No podĆa escribir unas memorias sinceras, insistĆa, sin revelar secretos que harĆan daƱo a gente que habĆa conocido, o a sus familias. Eso parecĆa una excusa claramente falsa. Cuando le preguntaba sobre los secretos en cuestiĆ³n, eran pecadillos bastante menores o resultaban totalmente tangenciales a la historia de su vida y podĆan dejarse fuera con facilidad.
Creo que era mĆ”s importante la razĆ³n absolutamente humana y comprensible de que escribir unas memorias se parecĆa demasiado a un Ćŗltimo capĆtulo: a una carrera, a una vida. Mi padre fue un hombre que casi nunca hizo ejercicio despuĆ©s de terminar la preparatoria a los diecisĆ©is, comĆa carne roja al menos dos veces al dĆa (sobre todo tocino y salami) y padecĆa diabetes desde los cuarenta aƱos. A los 54, le dijo a mi madre que no creĆa que fuera a vivir otra dĆ©cada. Creo que estaba tan sorprendido como cualquiera de llegar a los 91.
Al final dejĆ³ algunos fragmentos autobiogrĆ”ficos. Uno es un ensayo brillante titulado āFirst love and early sorrowsā, que publicĆ³ Partisan Review en 1981. Empieza con el relato tierno y vĆvido de cĆ³mo, a los trece aƱos, se convirtiĆ³ en lo que describĆa como un socialista de derechas. El otro es el maravilloso documental que Joseph Dorman hizo en 1997, Arguing the world, sobre Ć©l, Irving Kristol, Nathan Glazer e Irving Howe. AhĆ contaba historias de su infancia, y sobre los legendarios dĆas en el ārincĆ³n 1ā de la cafeterĆa del City College donde esos cuatro chicos judĆos pobres, hijos de inmigrantes que hablaban yidis, se hicieron amigos. Dorman tambiĆ©n seguĆa de forma admirable sus carreras, la manera en que trataron con el macartismo y la Nueva Izquierda, y sus desavenencias polĆticas: Howe, el socialista democrĆ”tico (y fundador de Dissent), por un lado; Kristol, el desacomplejado neoconservador y reaganita, por el otro; Glazer y mi padre en algĆŗn lugar entre ellos dos, mi padre inclinĆ”ndose mĆ”s, con el tiempo, hacia la izquierda.
El ensayo y la pelĆcula ayudaron a compensar la falta de memorias. Lo mismo ocurre con las variadas historias de los intelectuales de Nueva York, por no hablar de tres biografĆas sustanciosas. Pero todavĆa falta mucho, inevitablemente. La perspectiva de un hijo puede ser cualquier cosa salvo imparcial y carente de filtros, pero me ayuda a ver lo que se ha quedado fuera.
Ćl mismo dejĆ³ muchas cosas fuera, incluso cuando no parecĆa hacerlo. āFirst love and early sorrowsā, por ejemplo, es hermoso y conmovedor, pero dice poco de su vida interior. Salvo por una viƱeta breve y emocionante sobre su asombro ante la pobreza generalizada en Nueva York durante la DepresiĆ³n, que segĆŗn Ć©l fue la razĆ³n por la que se hizo sociĆ³logo, la parte mĆ”s personal trata de cĆ³mo reaccionĆ³, a los trece aƱos, al diario del anarquista Alexander Berkman, que contaba la brutal represiĆ³n ordenada por Trotski del motĆn de marineros de 1921 en la base naval de Kronstadt, cerca de lo que hoy es San Petersburgo. Un pasaje del ensayo se ha vuelto merecidamente famoso: āCada generaciĆ³n de radicales, se dice, tiene su Kronstadt. Para algunos fueron los procesos de MoscĆŗ, para otros el pacto nazisoviĆ©tico, para otros HungrĆa (el juicio a Rajk en 1949), Checoslovaquia (la defenestraciĆ³n de Masaryk en 1948 o la Primavera de Praga en 1968), el gulag, Camboya, Polonia (y vendrĆ”n mĆ”s). Mi Kronstadt fue Kronstadt.ā
Arguing the world parece ofrecer un retrato mucho mĆ”s personal y espontĆ”neo. Personal, sĆ; espontĆ”neo, no. Como puede atestiguar cualquiera que conociese a mi padre, era un contador de historias con gran prĆ”ctica y experiencia. TenĆa una enorme colecciĆ³n de anĆ©cdotas, chistes y bromas que podĆa espolvorear en su conversaciĆ³n con un sentido preciso de la entonaciĆ³n y el tiempo. āĀæCuĆ”l es mi especialidad?ā, preguntaba. La respuesta: āSoy un especialista en generalizaciones.ā āĀæPor quĆ© dejĆ© mi carrera en el periodismo por la academia? Tres razones: junio, julio y agosto.ā āĀæQuĆ© es un intelectual? Alguien que pregunta: si algo funciona en la prĆ”ctica, Āæfunciona tambiĆ©n en la teorĆa?ā Cuando empecĆ© la universidad casi podĆa predecir quĆ© bon mot se acercaba con varias frases de antelaciĆ³n (y, a la manera adolescente, ponĆa expresiĆ³n de fastidio). Era una actuaciĆ³n. Pero tambiĆ©n una especie de escudo, que le permitĆa desviar la conversaciĆ³n de Ć”reas que lo hacĆan sentirse incĆ³modo.
El escudo estaba, en parte, para cubrir vulnerabilidades y dolores profundos, algunos de los cuales reconocĆa fĆ”cilmente, y otros no. Cuando tenĆa menos de un aƱo, a comienzos de 1920, su padre muriĆ³ de gripe espaƱola. Ćl, su hermano mayor Leo y su madre Annie, una inmigrante pobre que trabajaba en el sector textil, pasaron los siguientes aƱos apretĆ”ndose en los departamentos ya superpoblados de otros miembros de la familia, y dependĆan del apoyo de caridades judĆas. Su madre los llevaba regularmente a Ć©l y a su hermano en el largo trayecto en metro, desde Lower East Side hasta lo mĆ”s profundo de Queens, para visitar la tumba de su padre.
De bebĆ©, pasaba el dĆa en un lugar llamado Jewish Day Orphanage [orfanato judĆo diurno], y si su madre no podĆa recogerlo a tiempo, pasaba allĆ la noche. PodĆa describir en tĆ©rminos desgarradores el miedo que sentĆa, a diario, de pie ante la puerta del orfanato, esperando a su madre, sin saber si llegarĆa a tiempo. Era uno de sus relatos bien ensayados. Era mĆ”s reacio a comentar sus sentimientos hacia el padrastro con quien su madre se habĆa casado cuando Ć©l tenĆa trece aƱos, y con quien nunca se llevĆ³ bien (no conocĆ a sus dos hermanastros). Solo cuando tuvo una edad avanzada me hablĆ³ de la dolorosa ruptura de su segundo matrimonio a comienzos de los aƱos cincuenta, que le produjo una depresiĆ³n y lo enviĆ³ a una terapia intensiva de psicoanĆ”lisis freudiano.
Aun asĆ, saliĆ³ de ese laberinto, en buena medida gracias a su terapeuta, como siempre decĆa. En mi vida, aunque vi a mi padre a veces triste o frustrado, pocas veces lo veĆa en las garras de algo peor, pero recuerdo muchos momentos de verdadera alegrĆa (especialmente sonriendo incontrolablemente hacia mis propios hijos). HabĆa mucho tejido emocional daƱado, pero en su mayor parte viejo, cerrado y cubierto de material mĆ”s sano. Al menos asĆ era hasta que mi madre, Pearl Kazin Bell, tuvo una terrible caĆda y sufriĆ³ grave daƱo cerebral en la primavera de 2002. El accidente aplastĆ³ el Ć”nimo de mi padre mucho tiempo y lo dejĆ³ abatido. Pero al final se recuperĆ³, en cierto modo, y se esforzĆ³ heroicamente en cuidarla, construyendo una extensiĆ³n en su casa en Cambridge para que ella pudiera quedarse junto a Ć©l, con la atenciĆ³n de una enfermera las veinticuatro horas. Estoy seguro de que una de las razones por las que viviĆ³ tanto tiempo fue la necesidad de cuidar de ella.
Las actuaciones no eran solo un escudo, por supuesto. El deporte de los intelectuales judĆos de Nueva York era la conversaciĆ³n competitiva, y todos necesitaban sus historias, sus interpretaciones, para contender. Los cocteles y las cenas tendĆan a convertirse en torneos intelectuales, y aunque solĆan dominar ruidosas voces masculinas, Diana Trilling y Bea Himmelfarb Kristol se mantenĆan firmes (mi madre era en general, aunque no siempre, mĆ”s reservada). Como cualquier hijo que ha oĆdo las historias de sus padres mil veces, yo gruƱĆa ante la repeticiĆ³n, pero tambiĆ©n me daba cuenta de que sus historias eran, de hecho, muy buenas: entretenidas, ingeniosas y tambiĆ©n te hacĆan pensar. Una de las mejores sale en Arguing the world. Cuenta el momento en que mi padre, con orĆgenes familiares judĆos ortodoxos (su abuelo paterno era cantor), le dijo a su rabino despuĆ©s de su bar mitzvĆ” que iba a dejar la shul porque ya no creĆa en Dios. āDimeā, contestĆ³ el rabino. āĀæTĆŗ crees que eso le importa a Dios?ā
Como en esta anĆ©cdota, en las actuaciones el humor judĆo siempre tenĆa un lugar central. A mi padre le gustaba contar la historia de un judĆo que tenĆa una conversaciĆ³n con Dios. āSeƱor, Āæes cierto āpreguntaba el judĆoā que en tu escala mil aƱos son como un minuto?ā Dios dice: āSĆ.ā āĀæY es cierto que segĆŗn tus medidas, mil dĆ³lares es como un centavo?ā El SeƱor respondĆa de nuevo: āSĆ.ā Y el hombre continuaba: āSeƱor, soy pobre, Āæpuedes darme un centavo?ā El SeƱor contestaba: āDe acuerdo. Espera un minuto.ā Estaba tambiĆ©n la historia del judĆo que se presentaba como voluntario para servir en la marina israelĆ. āĀæSabes nadar?ā, le preguntaba el reclutador. āMe sĆ© la teorĆaā, contestaba el hombre. HabĆa muchas, muchas historias de ese tipo.
SerĆa fĆ”cil ver este humor como secundario a la hora de entender a un hombre que era, por supuesto, un pensador profundamente serio, autor de extensos volĆŗmenes de difĆcil anĆ”lisis social. De hecho, es absolutamente central. El humor es, por supuesto, una forma clĆ”sica de escudo emocional, una manera de huir del dolor y la vulnerabilidad. Pero habĆa mucho mĆ”s en las historias que contaba mi padre, quien siempre insistĆa en que no podĆan reducirse a meros chistes, a comedia del ācinturĆ³n Borschtā.
Pensaba de manera profunda en el humor judĆo, y aportaba la considerable erudiciĆ³n judĆa que este judĆo no creyente y en buena medida no practicante logrĆ³, pese a todo, acumular a lo largo de su vida. Una de las cosas mĆ”s bellas que escribiĆ³ nunca, con demasiada frecuencia descuidada por sus biĆ³grafos, fue el discurso para la ceremonia de graduaciĆ³n que dio en Brandeis en 1991, titulado āSerious thoughts on Jewish humorā. En Ć©l, llamĆ³ al humor judĆo āuna literatura de la sabidurĆa que se basa en mil aƱos de experiencia y da una idea de los anhelos humanos y de sus lĆmitesā. Y explicĆ³ de quĆ© manera esto es profunda e inevitablemente polĆtico:
El humor judĆo es la tensiĆ³n de dos elementos contradictorios que lo forman: una teologĆa hebrea, que es extremadamente conservadora, y una experiencia yidis, que era intensamente radicalizadora. La teologĆa hebrea lee la naturaleza humana en las historias de Sodoma y Gomorra, de Babilonia y Roma. Ha observado los impulsos amplios y desenfrenados por romper la ley, por desatar el asesinato y el pillaje sobre las poblaciones, por infligir crueldad y sufrimiento a las vĆctimas, como ha ocurrido āy ocurrirĆ” repetidamenteā a lo largo de milenios. Pero la experiencia yidis ha sido radicalizadora, porque ha sido una experiencia de humillaciĆ³n: la humillaciĆ³n de los alumnos judĆos en la Polonia de antes de la guerra que tenĆan que sentarse en los bancos del gueto en la sala de conferencias y prefirieron ponerse en pie, en vez de aceptar su condiciĆ³n; la humillaciĆ³n de que los apartasen de puestos universitarios pese a sus evidentes capacidades; la humillaciĆ³n de ser un paria o un parvenu, un extranjero a menudo en una tierra que no podĆa ser la suya, al entrar en la modernidad.
Creo que esta es una de las cosas mĆ”s reveladoras que mi padre escribiĆ³ nunca sobre sĆ mismo. Porque era una mezcla de conservador y radical de la manera exacta que se describe aquĆ. El humor podĆa ser un escudo, y una actuaciĆ³n, pero tambiĆ©n ofrece un atisbo de algunos de los impulsos mĆ”s importantes tras su escritura y sus ideas polĆticas.
Empecemos con el conservadurismo. Mi padre tuvo la suerte de nacer en Nueva York, en vez de en los shtetls de sus padres, en lo que hoy es Bielorrusia, asĆ que nunca tuvo una experiencia personal de la horrible violencia del siglo XX(no combatiĆ³ en la Segunda Guerra Mundial). Pero la muerte de su propio padre, sus experiencias infantiles en el orfanato judĆo diurno y sus batallas con la depresiĆ³n en los aƱos cincuenta lo dejaron con un profundo miedo al abandono: al abismo, fĆsico o mental, que a veces podĆa parecer demasiado cercano.
DespuĆ©s de su muerte, encontrĆ© entre sus papeles una suerte de diario largo, escrito despuĆ©s de que su segunda mujer, Elaine Graham, lo dejara. Respira con una angustia completa y penetrante por la pĆ©rdida, y sugiere heridas psicolĆ³gicas muy profundas. Las expresiones se repiten: āsiempre desesperadoā, āataque de ansiedadā, āsiempre empiezo con la tristezaā. DespuĆ©s de leerlo, solo podĆa pensar en los versos de Gerard Manley Hopkins: āOh, la mente, la mente tiene montaƱas: precipicios de caĆda / pavorosa, recta, inexplorada por el hombre. Puede tenerlos en poco / quien nunca pendiĆ³ de ellos.ā
A menudo decĆa que lo que mĆ”s importaba en la polĆtica era el temperamento, y su propio temperamento era sin duda conservador, precisamente por su percepciĆ³n, nacida de su experiencia infantil y de sus recuerdos de la DepresiĆ³n, de lo frĆ”giles que podĆan ser las estructuras de la vida corriente, civilizada. Creo que reaccionĆ³ de manera tan fuerte, a los trece aƱos, a la descripciĆ³n de Berkman de Kronstadt, y siguiĆ³ evitando el extremismo polĆtico toda su vida, por una repulsiĆ³n profundamente personal contra la violencia y la crueldad que podĆan superar fĆ”cilmente las dĆ©biles defensas de la civilizaciĆ³n. Una persona de otro temperamento podrĆa haber estado mĆ”s dispuesta, como tantos comunistas de los aƱos veinte y treinta, a considerar las acciones de Trotski necesarias y quizĆ” incluso a sentir cierto placer salvaje al ver aplastados a los enemigos de la RevoluciĆ³n. Esa clase de placer no existĆa en el repertorio emocional de mi padre.
Por supuesto, las experiencias polĆticas de mi padre despuĆ©s de 1932 solo parecĆan confirmar lo que habĆa sentido por primera vez al leer a Berkman. HabĆa un inimaginable grado de crĆmenes, pillaje, crueldad y sufrimiento por las purgas de Stalin, y los juicios espectĆ”culo y el Gran Terror, y la guerra y el Holocausto. Incluso despuĆ©s de que el Holocausto terminara y la guerra se ganara, la amenaza seguĆa. Los estalinistas tomaron el poder en Europa del Este, con mĆ”s purgas, mĆ”s juicios simulados, mĆ”s terror e incluso, al final de la vida de Stalin, la amenaza de la renovada persecuciĆ³n de los judĆos.
Derrotar esa amenaza importaba mĆ”s que nada. Por eso, en los aƱos cincuenta, dedicĆ³ tanto tiempo al Congreso por la Libertad de la Cultura, que luchaba para contrarrestar la influencia comunista, especialmente en Europa Occidental. Una dĆ©cada mĆ”s tarde, detectĆ³ algo del mismo exceso temperamental, los mismos āamplios y desenfrenados impulsos por romper la leyā en el radicalismo estudiantil de los aƱos sesenta, y se apartĆ³ de Ć©l con repugnancia. Pero no estaba mĆ”s cĆ³modo con las poses ensayadas de ātipo duroā que adoptaban otros intelectuales judĆos, sobre todo cuando se convirtieron en la clase de neoconservadores que nunca dejaban de tocar el tambor de la acciĆ³n militar estadounidense (a menudo se referĆa a uno de los mĆ”s destacados utilizando la palabra yidis grobian, que designa a una persona grosera y vulgar).
Pero otra de sus frases cĆ©lebres era su definiciĆ³n de sĆ mismo como socialista en economĆa, liberal en polĆtica y conservador en cultura. Ese conservadurismo cultural se expresaba profusamente en su vida personal. Detestaba la mayor parte de la cultura popular, especialmente la televisiĆ³n y la mĆŗsica rock (aunque, curiosamente, era aficionado al futbol americano televisado). Le horrorizĆ³ el amor por los cĆ³mics que desarrollĆ© en mi infancia, y cuando vio que era una batalla perdida hizo cuanto pudo por apartarme de la estridente variedad estadounidense hacia el tipo mĆ”s sofisticado que dominaba en Europa, sobre todo AstĆ©rix y TintĆn (lo que me puso en camino a mi doctorado en historia de Francia). Aunque promocionaba con entusiasmo a alumnas y compaƱeras, y se sentĆa enormemente orgulloso de la crĆtica literaria de mi madre, su matrimonio era totalmente tradicional en lo que respecta a la divisiĆ³n del trabajo domĆ©stico. Adoraba cierta parte aristocrĆ”tica de lo inglĆ©s y decĆa a menudo que el aƱo que mi madre y Ć©l habĆan pasado en Kingās College, Cambridge, en 1988-89, habĆa sido uno de los mĆ”s felices de su vida. SentĆa una atracciĆ³n igual de profunda por JapĆ³n, que adoraba por la elegante simplicidad de su arte y maneras. No era un connoisseur de la experimentaciĆ³n artĆstica radical y extravagante.
Este conservadurismo se abriĆ³ paso en su obra, sobre todo en Las contradicciones culturales del capitalismo. Desde sus primeros pĆ”rrafos, advertĆa del ādesmadejamiento de hilos que en el pasado mantenĆan la cultura y la economĆa unidasā, y de los efectos destructivos del āhedonismoā que veĆa encarnado en la cultura popular. Alertaba de un mundo dominado āsolo por el impulso y el placerā. Aunque podĆa haberse referido de manera mĆ”s inmediata a la cultura juvenil de los sesenta, me cuesta no oĆr en sus palabras el eco de los āamplios y desenfrenados impulsos por romper la leyā que consideraba que la teologĆa judĆa intentaba contener. La ley importaba. El orden importaba. No era un lector habitual de Shakespeare, pero la obra con la que mĆ”s conectaba era El rey Lear, donde el colapso del orden del reino coincide con el colapso de la familia, el mundo natural y en Ćŗltimo tĆ©rmino de la mente del personaje que da tĆtulo a la obra.
Al mismo tiempo, tambiĆ©n habĆa mucho radicalismo yidis en Ć©l. No se enfrentĆ³ a las humillaciones fieras y radicalizadoras que otros judĆos habĆan encontrado antes en Polonia y Rusia. De nuevo, tuvo suerte de nacer en Nueva York, en la Ć©poca en que caĆan las barreras antisemitas, y pudo avanzar en instituciones como el Stuyvesant High School, el City College de Nueva York y Columbia, hasta llegar a ser editor en Fortune, y luego profesor en Columbia y Harvard. Otra de sus frases preferidas, humorĆstica pero como siempre portadora de una sabidurĆa mĆ”s profunda, era: āEntre Roma y JerusalĆ©n, escojo… Ā”Nueva York!ā
Aun asĆ, sobre todo cuando salĆa de Nueva York, se encontraba con su porciĆ³n de humillaciĆ³n antisemita por parte de los gentiles. No le gustaba hablar de esos momentos, pero los hubo, y dolĆan. En una fecha tan avanzada como 1985, el historiador britĆ”nico Hugh Trevor-Roper escribiĆ³ una carta particularmente desagradable sobre Ć©l. āEn cuanto a Bell ādecĆaā, cuyo nombre real es, creo, mucho mĆ”s largo, decidĆ lo que pensaba sobre Ć©l en un congreso en Venecia hace algunos aƱos. Hablaba de āfuturologĆaā y se daba muchos aires. […] Tengo un registro (ilustrado) privado del congreso: la mayor parte de las ilustraciones son de D. Bell, en varias formas animales.ā
Mi padre podĆa ser anglĆ³filo, pero nunca intentĆ³ convertirse en inglĆ©s, como hicieron algunos de sus contemporĆ”neos judĆos estadounidenses. Su acento y maneras siguieron siendo, orgullosamente, las del judĆo de Nueva York. Y a menudo hablaba, con cierto orgullo travieso, de una ocasiĆ³n en la que Ć©l y un amigo irrumpieron con una ruidosa interpretaciĆ³n de āLa Internacionalā en yidis en el santuario de lo inglĆ©s que es el Reform Club de Londres. Para Ć©l, la respuesta a la humillaciĆ³n era obligar a la gente que querĆa excluirlo a que lo aceptara.
Fue este obstinado radicalismo judĆo la principal razĆ³n para que no siguiera a su amigo Irving Kristol hacia el neoconservadurismo. El momento decisivo fue la elecciĆ³n presidencial de 1972. No sentĆa ningĆŗn amor por George McGovern, que a su juicio se habĆa rendido demasiado fĆ”cilmente al espĆritu de los sesenta y lo que consideraba el carĆ”cter antinĆ³mico del movimiento juvenil. Desde su Ć©poca como editor de la revista The Public Interest (que habĆa fundado con Kristol), habĆa desarrollado un claro escepticismo sobre la efectividad de los programas sociales de la Gran Sociedad, y le preocupaba lo que veĆa como su dogmatismo ideolĆ³gico y excesos. Pero no podĆa soportar a Nixon (otro grobian) y, de manera mĆ”s importante, no podĆa convencerse de romper con la tradiciĆ³n polĆtica que habĆa abrazado por primera vez en su adolescencia, en la DepresiĆ³n.
Siempre se sintiĆ³ orgulloso de que su primer voto hubiera sido para el socialista Norman Thomas. La pobreza y desesperaciĆ³n que recordaba de la dĆ©cada de los treinta tambiĆ©n eran una especie de humillaciĆ³n, y eso se quedĆ³ con Ć©l. SiguiĆ³ siendo, siempre, un gran lector de Karl Marx, a quien describiĆ³ a menudo como el analista social mĆ”s profundo que habĆa encontrado nunca. Una de mis posesiones mĆ”s preciadas es la colecciĆ³n de las obras completas de Marx y Engels en cincuenta volĆŗmenes, publicada en la UniĆ³n SoviĆ©tica, que heredĆ© de Ć©l.
A lo largo de su vida el conservadurismo y el radicalismo lucharon en su interior. Pero el momento que mejor encierra esa lucha para mĆ no tenĆa nada de humor. Es uno de mis recuerdos tempranos mĆ”s claros de Ć©l, y data de la primavera de 1968. Era profesor en Columbia, que estaba siendo desgarrada por las protestas estudiantiles. A finales de abril estudiantes radicales ocuparon varios despachos universitarios, entre ellos el del rector. Mi padre fue uno de los miembros del profesorado que intentaron mediar entre los manifestantes y la administraciĆ³n de la universidad. Le preocupaba el movimiento estudiantil, temĆa su lado salvaje y no veĆa con buenos ojos el hedonismo que asociaba con Ć©l, pero aun asĆ no podĆa evitar simpatizar con su radicalismo polĆtico.
Pero la noche del 29 de abril las negociaciones se rompieron, y la policĆa entrĆ³ con porras y gas lacrimĆ³geno. Muchos de los alumnos fueron severamente golpeados, y cientos de ellos fueron arrestados. Recuerdo que me despertĆ© a primera hora de la maƱana del 30 ātenĆa seis aƱos en esa Ć©pocaā y encontrĆ© a mi padre, totalmente vestido, en el sofĆ”. HabĆa estado despierto toda la noche y lloraba de forma descontrolada.
QuizĆ” esta sea otra de las razones por las que nunca escribiĆ³ unas memorias. Nunca pudo reconciliar al conservador judĆo y al radical yidis que vivĆan en Ć©l, nunca pudo decidir desde quĆ© perspectiva juzgar e interpretar los tiempos que habĆa vivido. En otros sentidos, aun asĆ, esta misma tensiĆ³n (Āælas contradicciones culturales de Daniel Bell?) afortunadamente no era tan grave. En su escritura, contribuyĆ³ a generar algunas de sus percepciones mĆ”s importantes y creativas. En polĆtica, lo mantuvo sensible a los peligros del extremismo pero tambiĆ©n a los riesgos de la injusticia. Y en su vida, no solo impulsaba el humor judĆo, sino tambiĆ©n las infinitas horas de conversaciĆ³n cĆ”lida, brillante y maravillosa que recuerdo tan bien. Echo de menos esa conversaciĆ³n. ~
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TraducciĆ³n del inglĆ©s de Daniel GascĆ³n.
Publicado originalmente en Dissent.
es profesor en el Departamento de Historia de la Universidad de Princeton. Farrar, Straus and Giroux
publicarƔ su mƔs reciente libro, Men on horseback. Charisma and power in the age of revolutions.