Hospitales: lo viejo y lo nuevo

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Solo el burócrata más oscurantista del ministerio de salud, o el más inflexible de los tecnoutopistas, podría mirar al hospital como institución sin una dosis considerable de ambivalencia. Y sin duda uno no tiene que ser un discípulo fiel de Georges Canguilhem o de Michel Foucault para entender la verdad fundamental detrás del argumento que Canguilhem esgrimió y que luego Foucault reelaboraría subrayando las coincidencias entre el hospital, el asilo y la prisión. Nos congratulamos por vivir en la era de la democratización de las relaciones entre las castas profesionales –los doctores, antes que nadie– y aquellos a quienes sirven. Pero, esquivando la autocelebración, no queda claro en absoluto que haya habido transformaciones sustanciales en las relaciones de poder entre el personal médico y los pacientes dentro de un hospital.

Aquellos que ven que esta democratización florece –El renacimiento de la clínica, para darle un giro al celebrado título de Foucault– apuntan hacia varias rupturas radicales con la tradición médica. Sobre todo, dicen, internet da a los pacientes hospitalizados y a sus familiares un acceso sin precedentes a fuentes de información médica. Esto es cierto pero, como cualquier doctor o científico sabe, el conocimiento médico es un conocimiento cada vez más especializado y, por ello, para quienes no son doctores es cada vez más difícil de dominar. Ya es un lugar común que la mayoría de los galenos apenas pueda mantenerse al tanto de los últimos acontecimientos dentro de sus áreas de especialidad (y dentro de estas, por lo general, solo lo están en alguna subespecialidad). El que un lego –aun con un nivel aceptable de conocimientos sobre biología y el suficiente ingenio para saber distinguir los sitios de internet fundados en hechos de aquellos, mucho más numerosos, que se fundan en engaños– pueda evaluar realmente lo que está leyendo no es demasiado creíble.

En los años treinta el gran médico británico J. D. Bernal observó que existía “la historia de los anhelos y la historia del destino, y la tragedia es que la razón humana nunca ha aprendido a distinguir entre las dos”. Un cínico avezado diría que es fácil decir eso cuando se goza de buena salud, pero no se puede esperar que un paciente que languidece en una cama de hospital con una enfermedad posiblemente letal, o los familiares que albergan esperanzas de remisión o cura, miren la vida con tal frialdad. Más aún: como el artista y el físico, el practicante de la ciencia médica está protegido de algún modo por una delgada capa de hielo alrededor del corazón, tan importante para el ejercicio de su vocación. Sin esta protección, serían gente que camina sin piel, como dijera Hume de Rousseau.

Para el médico, el hospital es su lugar de trabajo. Para el paciente o el familiar, es casi siempre un recinto de dolor, el escenario de nuestro comienzo y nuestro final. Si todos los pacientes tuvieran la oportunidad de opinar acerca del trato médico que reciben (y obviamente los pobres, aun en Europa Occidental y Estados Unidos, con frecuencia no la tienen), sería asombroso que no lo hicieran. Y aquí el cambio ha sido impresionante. Contra Foucault, la mayoría de los hospitales en el mundo desarrollado son mucho menos autoritarios y carcelarios que hace una generación. Claro que si uno indaga un poco más a fondo rápidamente descubre que, en áreas importantes, ha habido menos cambios de lo que parece.

A pesar de todo, vistos históricamente, los hospitales han cambiado tremendamente tanto para el personal médico como para los pacientes y sus familias. Ni siquiera estas instituciones pudieron evitar la transformación de la interacción humana producto del ataque generalizado a los emblemas obvios de jerarquía social en Europa y Norteamérica. Ese asalto, seamos claros, no se extendió a las distinciones de dinero, porque en nuestro tiempo el dinero y el poder también se visten de tenis y jeans; nada más véase al presidente de Apple Computers, Steve Jobs. Los hospitales no han llegado tan lejos, pero sin duda reflejan el pseudoigualitarismo de un mundo a lo Tony Blair. En Estados Unidos, por ejemplo, es costumbre de los doctores hablarles por el nombre de pila a sus pacientes mientras los examinan pero, las más de las veces, no sugerirán que estos hagan lo mismo al dirigirse a ellos.

 

La descolonización del hospital

A grandes rasgos, lo que ha estado sucediendo en el hospital a lo largo de este periodo es la desacralización fundamental de la relación médico-paciente –algo que Foucault, con su énfasis en la plasticidad y la perpetuidad de las relaciones de poder, no pudo apreciar del todo (Canguilhem, aunque más viejo, lo vio con mayor claridad). Esto ha permitido, como nunca antes, salvo en el tratamiento de niños y de pacientes acaudalados, que las experiencias de quienes asisten al hospital sean mucho más benévolas, aun cuando eso complique más el trabajo del médico. Después de todo, la frontera entre estilo y sustancia, como entre forma y fondo, es bastante porosa.

Este cambio ha sido provechoso porque, como regla general, las normas previas que gobernaban las relaciones entre médicos y pacientes eran punto menos que abominables para quienes no estuvieran cómodos con las rutinas de la obediencia y la abyección. En A voice through a cloud, una de las más estremecedoras narrativas hospitalarias, una historia que haría que el mismo Foucault sintiera una punzada (fue escrita en los cuarenta), el escritor Denton Welch describe un mundo en que los deseos de los pacientes son irrelevantes. Por lo que tocaba a quienes cuidaban de Welch, él y sus compañeros de pabellón simplemente tenían que obedecer. Disentir era una invitación a la represalia, aunque esta tomara la forma de la negligencia; una distinción que para quien padece dolores constantemente –Welch había sido atropellado mientras andaba en bicicleta– no es ninguna atenuante.

Sesenta años más tarde, a pesar de todos los problemas y fallas en el sistema de salud británico, es poco común que el personal de un importante hospital del sur de Inglaterra o de una casa de asistencia sea tan constante y desvergonzadamente punitivo, caprichoso y agresivo. Los parientes de un moderno Denton Welch se podrían quejar ante la administración del hospital. En Estados Unidos añadirían la amenaza de una demanda por negligencia médica. Pero tampoco es que el mundo que Welch describió haya desaparecido del archipiélago médico de la Unión Europea y Norteamérica. Y cualquiera que quiera probar cómo eran las cosas no tiene más que entrar a un hospital en cualquier barrio pobre de cualquier ciudad europea o norteamericana, por no hablar de las condiciones en los hospitales de países no miembros de la ocde. Ahí los viejos hábitos deshumanizantes de control y dominación siguen tan vivos como siempre.

En retrospectiva, el modelo tradicional del hospital se asemeja mucho a una versión benigna del colonialismo europeo del siglo XIX: más parecido a la “filantropía y un cinco por ciento” celebrada por el magnate de los diamantes Cecil Rhodes que a Max Havelaar, la novela holandesa que propone una relación horizontal entre colonizador y colonizado. Es significativo reconocer que la medicina ha tenido un papel central en el trabajo de los misioneros en África y Asia, así como en el proyecto colonial europeo. Piénsese, por ejemplo, en Jamot, el médico militar francés que declaró que él curaría la “enfermedad del sueño” y al hacerlo “despertaría a África”; o en el médico militar estadounidense Walter Reed y sus trabajos contra la fiebre amarilla en Centroamérica durante la expansión del imperio informal de Estados Unidos al final del siglo XIX y principios del XX. Bajo este esquema, la actitud de los médicos hacia los pacientes en hospitales bien equipados y bien administrados en Europa y Norteamérica hasta bien entrados los años setenta no era distinta a la actitud de los administradores británicos, franceses y holandeses para con sus súbditos coloniales en Kenia, Senegal o Guyana.

Los términos de referencia son bastante claros: el buen colonizador actúa pensando en el bienestar de los colonizados y por eso trae consigo dinero, tecnología y conocimiento que el colonizado no habría disfrutado de otro modo. Pero el colonizador no tolerará ningún tipo de oposición a la implementación de estas mejorías de acuerdo con sus propios planes. Como Welch, quien estaba bajo los cuidados de las religiosas en su pabellón, el colonizado tiene que ser un receptor pasivo de estos beneficios y nada más. Del mismo modo, la estructura del hospital, aunque dispuesta de tal modo que al final busca el beneficio del paciente, estaba organizada en función de lo que los médicos y administradores creían que eran los mejores modos de hacer. No es tampoco que estos no tuvieran que dar cuentas a nadie; el problema era que el personal rendía cuentas ante los administradores de las instituciones y las sociedades médicas, y no ante los pacientes y sus familias.

En un proceso histórico que tiene más de un paralelo incómodo con la descolonización, este viraje en las actitudes occidentales a lo largo del último medio siglo hacia una medicina mucho más respetuosa de la autonomía humana de los pacientes ha resultado en un estilo de hospital en el que, por lo menos, existe un simulacro de igualdad sostenible entre personal médico y enfermos. Por limitado que sea, no es poca cosa en términos humanos y psicológicos, ni en términos médicos. Por ejemplo, hasta entrados los años setenta, en Estados Unidos se consideraba escandaloso que un enfermo al que se le sugería una intervención quirúrgica para lidiar con un cáncer buscara una segunda opinión en otro hospital. En estos casos, los cirujanos se comportaban como si los enfermos cometieran un acto de lesa majestad. Hoy es mucho más común, si no la norma, que los doctores por iniciativa propia recomienden que los enfermos den ese paso hacia una segunda opinión.

Es claro que todavía existen corrientes opuestas. El área de urgencias de un hospital es por definición y por necesidad una institución autoritaria, y los doctores y enfermeras que ahí trabajan tienen que tomar decisiones de vida o muerte en las que, en términos prácticos, el paciente o quienes lo acompañan no intervienen. También es el caso con algunas enfermedades contagiosas –la tuberculosis es el gran ejemplo histórico y, con la amenaza de la tuberculosis extremadamente resistente a fármacos (xdr-tb, por sus siglas en inglés), es asimismo el paradigma contemporáneo– ante las cuales el doctor tiene no solo el derecho sino la obligación ética y legal de actuar como celador y policía además de como médico.

En la mayoría de los casos la metáfora de la descolonización sí se aplica, aunque sea parcialmente, a la transformación hospitalaria. El problema es que, como con la descolonización, el resultado de lo que ha sido un notable cambio en las relaciones médico-paciente –sobre todo dentro del hospital, pero también en la práctica privada de cada médico– ha sido en general más neocolonial que emancipador. Pero es aquí donde esta metáfora colonial toca lo que en el ejército se llama su límite de explotación. El colonialismo, a pesar de la nostalgia endémica que suscita, incluso en algunos pequeños círculos liberales de Occidente, fue una empresa criminal.

A pesar de lo que Cecil Rhodes haya dicho (y, para ser justos, quizá genuinamente creía), la esencia del colonialismo era la ganancia y no la filantropía. En contraste, la raison d’être del hospital no es carcelaria. Aquí de nuevo, a pesar de su genio, Foucault llevó sus ideas demasiado lejos, aunque lo hizo de manera productiva y brillante. El hospital, incluso en su encarnación más autoritaria, es justo lo que convencionalmente propugna ser: caritativo antes
que nada. Si se acepta, esta aseveración significa que su carácter moral no puede ser desechado a pesar de que se eche luz sobre los subtextos totalitarios, autoritarios y sacerdotales que han estado presentes siempre. Dicho de modo más directo: el colonialismo no era necesario, en cambio siempre necesitaremos hospitales.

Decir esto no significa negar que para entender el rol de los doctores en los hospitales es esencial el abordaje sociológico tanto como el médico. Claro, los doctores obtienen un gran estatus social y, en Estados Unidos, por lo menos hasta la fecha, una gran cantidad de dinero por el ejercicio de su profesión (las enfermeras, gran sorpresa, son mucho menos recompensadas). Y, aunque es siempre informativo mirar con frialdad cualquier atribución de altruismo, sobre todo cuando es enunciada por instituciones con poder e influencia y conducidas por miembros de la clase dominante (y sí, ¡también la Europa socialdemócrata tiene este tipo de cosas!), para alguien que haya convivido con buenos doctores no queda duda de su compromiso con el bienestar de los pacientes. En otras palabras, no hay duda de su seriedad moral y científica. Porque no importa qué tan grandes sean las recompensas, los sacrificios del doctor en un hospital, por lo menos al tratar a pacientes gravemente enfermos o heridos, son demasiado reales, sobre todo porque para ellos no existe el estar “fuera de turno”.

Para entenderlo quizá sea preferible una mirada microscópica. Consideremos por un momento que, mientras la mayoría de los profesionales burgueses cargan con algún tipo de asistente digital personal, solo una pequeñísima parte de los mensajes recibidos por ahí son de vida o muerte. Moviéndonos de lo específico a lo general, aquellos inclinados a minimizar los rigores inherentes al servicio médico harían bien en preguntarse si ellos podrían mantener sus vidas privadas, sus responsabilidades familiares e intereses en orden al ser sometidos a semejantes exigencias de tiempo.

Esta es solo una reflexión a partir del hecho de que si bien estar enfermo es una situación imposible, también lo es, entonces, cuidar de los enfermos. Porque, al intentar nivelar parcialmente (y, de nuevo, en muchos casos han sido esfuerzos centrales y transformadores) las cosas entre el personal hospitalario y los pacientes, se han creado expectativas en ambos lados que son prácticamente imposibles de cumplir. Según los modos “sacerdotales” antiguos, los doctores y las enfermeras debían cumplir con un único atributo: ser competentes. Todo lo demás era secundario, y la empatía sin duda estaba ubicada al final de los atributos deseables para trabajar en un centro médico. Esto último era algo que se dejaba a los médicos internistas, quienes eran a los especialistas en los hospitales lo que los curas a los obispos. Hoy que los hospitales no se consideran templos científicos a los que se debe acudir con deferencia, sino como proveedores de servicios –servicios de vida o muerte–, todos estamos, médicos y pacientes, envueltos en una serie de expectativas muy distintas.

No sorprende que estas expectativas sigan sin cumplirse. Las actitudes prevalecientes durante siglos no cambian en unas cuantas décadas, por más que lo proclamen los publicistas de la llamada revolución cibernética. Lo que importa es que no queda claro si serán cumplidas siquiera. En una era de la historia occidental en que, a pesar de la secularización, estamos atados a nociones cristianas de progreso histórico, y aunque nuestra unión a estas nociones sea cada vez más recóndita e intelectualmente endeble, el incumplimiento de aquellas expectativas es algo que incomoda pensar. Sea como sea, la ciencia puede ser sin duda una historia de progreso lineal, pero las relaciones humanas no. Y uno no necesita tener nostalgia por el sentido de comunidad, que supuestamente otras eras históricas tenían más desarrollado, para entender que en aspectos importantes estamos mejor y en otros peor equipados para lidiar con la mortalidad de los otros, cosa que es, después de todo, la cruda realidad de la vida hospitalaria.

 

Aprendizaje e imposibilidad

Aquellos atraídos por las soluciones tecnocráticas, o por las certidumbres empobrecidas de los consultores administrativos, pueden seguir creyendo que el problema está en la educación. Es cierto que hace muy poco que las grandes escuelas de medicina y los programas de residencia comenzaron a tratar la interacción entre doctores y enfermos (y sus familias) como temas que ameritaban tratamiento curricular. Por ejemplo, hace algunos años un consorcio de hospitales en el oeste de Estados Unidos instituyó un programa en que los jóvenes practicantes debían interpretar las más diversas situaciones, desde discutir distintas opciones de tratamiento hasta dar la noticia de un deceso, con actores contratados para encarnar a pacientes y familiares. El proceso es artificial, sin duda, pero ver el vídeo que muestra a jóvenes doctores confundidos, completamente perdidos en el momento de lidiar compasiva y cuidadosamente con los desconcertados pacientes, algunos gritando, suplicando, incapaces de entender o negándose a hablar, resulta una experiencia aleccionadora, si bien un poco cómica.

Dicho esto, sin duda sería ingenuo (y ese tipo de ingenuidad es típica del momento, de esta edad de positivismo sentimental) pensar que la empatía en un hospital se puede enseñar en un salón de clases como si fuera anatomía, y sin duda interpretar el papel es como mucho un truco útil, pero estos esfuerzos son preferibles a aquellos días en que los jóvenes doctores tenían que aprender el trato con los pacientes de sus superiores. Los peligros de ese enfoque los describió el especialista en leucemia y escritor estadounidense Jerome Groopman, quien en alguna ocasión me dijo que había moldeado su comportamiento con los pacientes en sus años de estudiante siguiendo el ejemplo de su mentor. “Y después de diez años”, me dijo, “descubrí que él estaba totalmente equivocado, y yo con él”.

Revalorar la importancia institucional del trato gentil y respetuoso a los pacientes por parte del personal médico ha hecho, por lo menos, que la indiferencia y la negligencia sean normativamente inaceptables. Dadas las presiones bajo las que laboran los médicos, este es un efecto de considerable importancia. Únicamente si se convierte en un requisito profesional y no un asunto de elección hospitalaria, el ambiente del hospital tomará en serio la conexión humana entre doctor y enfermo, y no solo lo harán quienes estén predispuestos a considerar la dimensión personal. Y en un sentido importante, estos últimos “no cuentan”, ya que se comportarían de modo adecuado sea o no un requisito del hospital. En inglés existe el hábito de hablar de modo descuidado y poco preciso acerca de las “habilidades humanas”, pero es obvio que la empatía es sobre todo un don, no una habilidad (como lo sería, por ejemplo, la cirugía), y sigue siendo una pregunta abierta el saber si es razonable esperar que los doctores lleguen simultáneamente al punto de ser buenos científicos, buenos médicos clínicos y buenos fisiólogos, todo en el mismo paquete.

Todo el mundo sabe que no se puede esperar que la mayoría de los doctores sean ejemplos morales, pero eso deja tanto a los médicos como a los enfermos y sus familias en una situación que, aunque democrática, se ha vuelto incoherente hasta el punto de ser una imposibilidad. En términos generales, los doctores quieren que sus pacientes sean realistas, que estén lo suficientemente bien informados como para que tomen decisiones inteligentes, pero que tampoco hagan demasiado ruido, que no esperen milagros y que no se imaginen que el médico o el hospital pueden dedicar toda su atención a su caso individual. Por su parte, los pacientes esperan cada vez más ser tratados como iguales por los doctores y las enfermeras, esperan poder influir en el proceso de curación (esto es, ser escuchados), pero también que quienes los atienden hallen una cura para lo que padecen en contra de cualquier pronóstico. Pese a toda la comunicación que por necesidad se lleva a cabo, estas expectativas de ambas partes hacen que si hay un diálogo entre el médico y el enfermo este sea, por lo menos en parte, un diálogo de sordos.

Lo que los sociólogos clásicos del siglo XX, de Max Weber y Emile Durkheim a Talcott Parsons y Daniel Bell, han escrito acerca de la atomización y la alienación de la modernidad nos parece obvio ahora. Sin embargo, lejos de haber asimilado todos sus hallazgos, nuestras instituciones son más propensas a incentivar estas patologías que a mitigarlas. Y en ninguna es esto más cierto que en un centro médico, donde la distancia física que mantenemos entre nosotros como personas modernas se anula al cruzar la puerta del hospital, y donde la actual desconfianza ante toda jerarquía y el escepticismo ante la sabiduría se estrella contra la necesidad real de jerarquía y la dependencia de la sabiduría. Añadamos a esto que los pacientes esperan de sus médicos una forma intensa de comunión humana, y el resultado ya demasiado conocido es un sistema que está atrapado en sus propias expectativas. Claro, esto ni siquiera sorprende ya que sus incompatibilidades y autoengaños están a tono con aquellos a los que el mundo acaudalado se aferra con desesperación.

Enfrentados con estas contradicciones, no sorprende que mucha gente en Europa occidental y Norteamérica, incluyendo algunos médicos, se sienta tentada por la idea de volver a un pasado menos alienado en el que la muerte era parte de la vida diaria, no algo que sucede fuera de la vista de la mayoría, en los pabellones de los centros médicos. Pero eso también es una quimera. El pasado no es un menú. Uno no puede elegir tener la comunidad pero no la superstición, el apoyo de la familia extendida pero no la subyugación de la mujer. O, si pudiéramos tener solo las partes buenas, tendríamos que empezar de cero, sin referirnos a ese pasado. Y ¿verdaderamente quieren los críticos de la sobremedicalización de la experiencia y del alcance avasallador del hospital morir sin echar mano de analgésicos? Porque, como todo médico sabe, ya no es necesario que la gente muera sintiendo dolor. En la mayoría de los casos, sin embargo, morir sin haber estado sintiendo dolor significa morir en un contexto en que los analgésicos se administran con inteligencia y con un monitoreo adecuado (no estamos hablando aquí de suicidios asistidos). El hospital en la época de Chéjov, el sanatorio de Mann: esos eran recintos de dolor. Solo un enloquecido o un místico querría regresar a ellos. El gran poeta británico W. H. Auden escribió en su meditación sobre Paisaje con la caída de Ícaro, atribuido a Bruegel, que “acerca del sufrimiento nunca erraron los viejos maestros”. Pero ¿y si lo hicieron?

El hospital es un contexto humanamente imposible para doctores y pacientes por igual. Pero no hay otro lugar al que ir. ~

 


Traducción de Pablo Duarte

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David Rieff es escritor. En 2022 Debate reeditó su libro 'Un mar de muerte: recuerdos de un hijo'.


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