Era verano en Sevilla,
con el sol siempre ardía la prisión
y el loco toribio que le servía la comida o la cena no dejaba ni un rato abierta la puerta
y se paraba de espaldas en la ventana que daba al callejón Montoya
y pegaba el brinco cuando dejaba el plato, diciendo: “Fuego, que se abrasa uno aquí”,
porque era tal el calor que despedía la hornaza. Para respirar Servando
derramaba agua sobre los ladrillos o sobre ellos se tendía desnudo.
Así resolvió salvar la vida y se hizo propenso a huir de una ciudad a otra.
Empezó a desmoronar la pared a las once de la noche
con un clavo alrededor de la ventanilla
y le dio susto cuando vio que estaban muy juntas rejas y travesaños
y puso la ropa de cama en la funda del colchón para venderla luego
y dio con garrote a la otra reja,
por donde pudo meter la cabeza y aun gritando
sus carceleros no despertaron
porque lo creyeron muerto
y echó a correr por la muralla
y salió como a las siete de la mañana por un barrio de gitanos
y con la marea que baja cada seis horas lo que al volver con la mar sube lo mismo,
llegó a Cádiz,
donde no supo qué hacer pues no tenía dinero y sí vergüenza
y sombrero nuevo.
Se sabe que lo engañó un novohispano de su propia orden
y, apresado nuevamente, se vio obligado a negociar su suerte. ~