I. La politización de la justicia

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El gran invento histórico de la separación de poderes

 

Pocos principios políticos de la modernidad han hecho tan pronta y explicable fortuna como el de la separación de los poderes del Estado. Teorizado entre finales del siglo XVII y mediados del XVIII en un mundo que nada tenía que ver con el que nosotros conocemos, no debería, sin embargo, llamar a nadie la atención su plena vigencia cuando hemos entrado ya en el siglo XXI; tal será su creciente importancia como instrumento constitucional para la conservación de la libertad y el asentamiento de una verdadera democracia. Aunque esa evidente circunstancia no debería impedirnos reconocer, en todo caso, lo sorprendente que resulta la actual vigencia de un principio cuya génesis histórica se produce en un contexto hoy ya irreconocible. Pues, ¿se imaginan la Inglaterra de 1689, cuando John Locke teoriza por primera vez que el Estado debe organizar varios poderes separados (legislativo, ejecutivo y federativo) como único medio de evitar que los hombres fueran “tentados a tener en sus manos el poder de hacer las leyes y el de ejecutarlas para así eximirse de obedecer las leyes que ellos mismos hacen”? ¿Y qué decir de la Francia de 1748, en la que se publica El espíritu de las leyes, la obra donde Montesquieu asentará la formulación canónica del principio de la división de poderes (legislativo, ejecutivo y judicial), cuya esencia no es otra que lograr que “por la disposición de las cosas el poder frene al poder”, con el objetivo de evitar su fusión en unas mismas manos, pues “todo estaría perdido si el mismo hombre, el mismo cuerpo de personas principales, de los nobles o del pueblo, ejerciera los tres poderes: el de hacer las leyes, el de ejecutar las resoluciones públicas y el de juzgar los delitos o las diferencias entre particulares”.

Sí, piense el lector por un momento: ¿qué tienen en común, desde el punto de vista social, político, cultural, económico, tecnológico o ideológico sociedades que entonces apenas salían del Antiguo Régimen (Inglaterra) o aún tardarían cuarenta años en hacerlo (Francia) con las modernas sociedades del siglo XXI? La respuesta es fácil: nada en absoluto. O, para ser más precisos, casi nada, porque sí existirá un punto de unión de las unas con las otras, punto que va a ser, precisamente, el que determinará el impulso ideológico que llevará a Locke y a Montesquieu y, tras ellos, a todos los constituyentes liberales que siguieron sus teorías sobre la necesidad de mantener a los poderes separados, a dividir legislativo, ejecutivo y judicial: la desconfianza en quienes ejercen el poder, trasunto, a fin de cuentas, de ese pesimismo antropológico que estará detrás de toda la construcción del Estado constitucional. Nadie lo expresará mejor que los Padres Fundadores de los Estados Unidos, uno de los cuales, James Madison, tras preguntarse “¿Qué es el gobierno sino el mayor de los reproches a la naturaleza humana?”, se daba a sí mismo la respuesta: “Si los hombres fueran ángeles el gobierno no sería necesario. Si los ángeles gobernaran a los hombres saldrían sobrando lo mismo los controles externos que los internos del gobierno”. De hecho, habrá de ser precisamente la necesidad de “organizar un gobierno que deberá administrarse por los hombres para los hombres” la que exigirá mantener los poderes separados.

Y eso, que era así a finales del siglo XVIII cuando los norteamericanos edificaron el primer Estado sostenido sobre una Constitución digna de tal nombre; que lo fue durante todo el siglo XIX cuando el Estado constitucional oligárquico fue transformándose a trompicones, y no sin duras resistencias, en un Estado democrático; y que siguió siéndolo cuando el constitucionalismo hubo de enfrentar las terribles tiranías del comunismo y los fascismos, lo es también hoy en plenitud. Nada como la separación de los poderes han inventado los hombres hasta la fecha que permita asegurar con tanta garantía la libertad y los derechos.

Aunque, claro, una cosa es la teoría y otra la forma en que la realidad de cada país se ajusta a sus, en principio, impepinables exigencias. Las diferencias son notables, por ejemplo, entre los sistemas presidencialistas y los parlamentarios, pues en los primeros la necesidad constitucional de que los poderes permanezcan separados se plasma en una estructura de poderes condicionada de modo decisivo por la ausencia de un ejecutivo dualista y por la legitimación democrática directa del jefe del Estado que es también, al tiempo, jefe de Gobierno. Ni que decir tiene, además, que esas diferencias pueden ser sustanciales entre los distintos regímenes presidencialistas dependiendo, entre otras circunstancias, de la respectiva calidad de sus sistemas democráticos (piénsese, pongamos por caso, en Estados Unidos, por un lado, y en Venezuela o Nicaragua, por el otro). Así también pueden serlo entre los distintos regímenes parlamentarios, cuyos concretos sistemas de partidos suelen determinar fuertes contrastes en la articulación final de los poderes del Estado: el Reino Unido e Italia podrían servir también a ese respecto como paradigma de dos modelos diferentes.

 

 

¿En qué consiste la politización de la justicia en España?

 

Pero como aquí toca hablar de la España en que hoy vivimos, nada parece más oportuno que empezar por situar la fuente en la que, a mi juicio, nace el problema al que nos enfrentamos cuando por estos pagos hablamos de politización de la justicia. Y es que –deseo dejarlo claro desde ahora– nuestra politización de la justicia no procede del hecho, tan obvio como absolutamente lógico, de que los miles de jueces que ejercen en España la función jurisdiccional tengan ideas políticas o, incluso, de la circunstancia subsiguiente de que apliquen el derecho, dentro del margen razonable que existe siempre para la interpretación, teniendo en cuenta esas ideas. Ambas cosas resultan, por supuesto, inevitables y no generan en España problemas o eventuales disfunciones diferentes de las que pueden producirse en cualquier democracia del planeta.

No, nuestro pecado capital de la politización de la justicia tiene que ver esencialmente con las injerencias del poder ejecutivo y, en menor medida, del poder legislativo en esferas materiales que deberían estar reservadas al poder judicial en exclusiva. Y con las consiguientes disfunciones que generan tales injerencias en el comportamiento de los jueces, algunos de los cuales defienden su –por lo demás, entendible– expectativa de ser favorecidos por otros poderes del Estado (o, más frecuentemente, por los partidos que los administran y controlan) en el desarrollo de sus carreras judiciales o políticas mediante un servilismo profesional incompatible con el principio nerval de la independencia judicial. Pero vayamos por partes.

Los periódicos españoles informaban en los últimos días de septiembre del año 2008 de que el presidente del Gobierno, previo informe y acuerdo subsiguiente con el líder del Partido Popular, había decidido designar al magistrado Carlos Dívar como presidente del Consejo General del Poder Judicial, quien, en tal calidad, pasaría a serlo también del Tribunal Supremo. “Carlos Dívar presidirá el CGPJ y el Supremo”, “El psoe sorprende al proponer a un conservador para presidir el Supremo”, “Zapatero da un golpe de efecto y propone a un conservador para presidir el CGPJ”, “El juez Carlos Dívar dirigirá el poder judicial. psoe y pp optan por la equidistancia del presidente de la Audiencia”, “El conservador Carlos Dívar presidirá el Supremo y el Poder Judicial. Zapatero propone al juez que durante siete años ha dirigido la Audiencia Nacional”, “Zapatero pondrá el poder judicial en manos del conservador Carlos Dívar”: esa fue la forma en que los diarios españoles más leídos (El País, El Mundo, ABC, La Vanguardia, El Periódico de Catalunya y La Voz de Galicia, respectivamente para cada uno de los titulares que acaban de citarse) dieron el 22 ó 23 de septiembre la noticia de quién iba a ocupar la presidencia del nuevo Consejo del Poder Judicial, renovado poco antes, aunque con más de dos años de retraso debido a la incapacidad de los partidos para pactar los nombres de los nuevos consejeros.

Todo lector que careciese de la más elemental información sobre las previsiones constitucionales o legales reguladoras de la elección del presidente del Consejo podía haber deducido, en buena lógica, tras leer la información suministrada por cualquiera de los periódicos citados –en realidad, por cualquier diario español, pues todos dieron la noticia de un modo semejante– que el presidente del Gobierno (bien por su cuenta, bien en colaboración con el líder de la oposición mayoritaria) tenía facultades constitucionales para designar o, en todo caso, proponer al candidato a presidente del Consejo. Pero nada estaría más lejos de la realidad que esa deducción elemental. De hecho, una simple lectura de las previsiones contenidas en los artículos 122 y 123 de nuestra ley fundamental llevaría a tal hipotético lector a una conclusión muy diferente. Y es que la Constitución fija al respecto dos principios que no ofrecen duda alguna: por un lado, que el presidente del Consejo será el del Tribunal Supremo; por el otro, que este último (o, lo que es lo mismo, el del Consejo) será nombrado por el Rey a propuesta del Consejo en la forma que determine la ley. ¿Y qué determina la ley? Es muy sencillo: que el presidente del Consejo (y del Supremo) será designado en su seno por mayoría cualificada de tres quintos.

 

 

De la separación de poderes a la invasión de poderes

 

Las informaciones periodísticas atribuían, pues, al presidente del Gobierno una facultad de la que éste (bien por su cuenta, bien con el acuerdo del líder de la oposición mayoritaria) carecía en absoluto. Y ¿por qué hacían tal cosa?, cabría preguntarse. ¿Quizá con la intención de confundir a los lectores? ¿Quizá para engrandecer la figura presidencial, aun a costa de atribuirle facultades que no tiene? En absoluto: los periódicos contaban la verdad, aunque a algunos o a muchos de ellos pudiera afeárseles el hecho de que lo hicieran sin someterla al cedazo de las previsiones constitucionales, sencilla operación que les habría permitido obtener algunas conclusiones relevantes sobre el funcionamiento real de nuestro régimen político. Pues, ¿qué cabe decir de un sistema constitucional en el que el presidente del Gobierno se arroga una facultad política que no tiene atribuida sin que los medios que informan a la opinión pública de tal usurpación se escandalicen al dar cuenta de la misma?

Esa es, en todo caso, sólo la primera parte de un episodio que no tiene desperdicio como muestra de la politización de la justicia que vivimos en España: el presidente del Gobierno –que dirige la acción del poder ejecutivo y coordina sus funciones– se autoatribuye una función que constitucionalmente está conferida al que nuestra ley fundamental define como órgano de gobierno del poder judicial. La respuesta política y social a la primera parte de esa inaudita invasión de un poder del Estado en las facultades que otro tiene reservadas resulta inverosímil: los medios de comunicación dan cuenta de ella como si tal cosa y el principal partido de la oposición (que tiene la obligación política y constitucional de controlar la acción de gobierno del poder ejecutivo) se limita a colaborar en la invasión institucional para que culmine ¡con consenso!

Pero hay una segunda parte, que es la que resulta, sin duda, la más interesante. Porque la actuación del presidente del Gobierno (consensuada –insisto– con el líder de la oposición mayoritaria) –una actuación que, aunque más desvergonzada en esta ocasión que relatamos que en elecciones anteriores, reproduce en realidad una práctica existente desde el momento mismo en que el Consejo fue creado– sólo es concebible dando por supuesto que la iniciativa presidencial será luego ratificada por quien tiene la competencia constitucional para nombrar. Para decirlo con toda claridad: ningún presidente del Gobierno se atrevería a hacer algo para lo que no está constitucionalmente facultado –decidir quién presidirá el órgano del gobierno de los jueces y el Tribunal Supremo de Justicia– si no estuviera en condiciones de dar por supuesto que aquella decisión política será luego asumida jurídicamente por los miembros del Consejo o, cuando menos, por la mayoría de tres quintos que debe proceder legalmente a la elección.

La pregunta que suscita tal seguridad presidencial es, claro, de cajón: ¿Cómo podía estar el presidente del Gobierno convencido de que su “dedazo” iba a ser efectivo e iba a ser respaldado por –¡nada más ni nada menos!– una mayoría de los tres quintos de los consejeros que conforman el pleno del órgano de gobierno de los jueces? La cuestión no ofrece dudas: porque esos consejeros habían sido propuestos, a fin de cuentas, y según una cuota previamente pactada, por los dirigentes del psoe y el pp. De hecho, la mejor prueba de que aquella seguridad presidencial no era un espejismo o una imprudencia de quien creía poder lo que no podía en realidad reside en la forma en que, en la práctica, se desarrollaron los acontecimientos que pusieron fin al insólito episodio del que nos venimos ocupando: tras algunas tímidas (y quizá cínicas) protestas de los consejeros llamados a hacer lo que alguien había hecho ya por ellos, usurpándoles así una decisión material que les competía legalmente, protestas que hicieron pensar a los más ingenuos que podría producirse una intifada más o menos amplia en el seno del Consejo contra el ucase de los dos grandes partidos que los habían promovido para el cargo, los diferentes miembros del Consejo se fueron cayendo del caballo de sus principios (reales o fingidos) camino del Damasco de sus particulares intereses. Y así, los partidos transmitieron sus instrucciones, manifestaron su interés o simplemente hicieron saber a los consejeros sus respectivas posiciones dependiendo, por supuesto, de la predisposición a obedecer de cada uno. Fin de la historia.

 

 

Desgubernamentalización a cambio de lotización

 

Los hechos que hasta aquí se han resumido serían menos graves de lo que son en realidad si constituyeran una momentánea degeneración coyuntural de una práctica institucional que discurriera habitualmente por los derroteros marcados por la Constitución y por las leyes. Pero abandone el lector toda esperanza: la invasión de poderes que he descrito es desde hace mucho un dato estructural en el funcionamien-
to de nuestro régimen político. Y lo es porque el transcurso de los años no ha hecho otra cosa que ir perfeccionando –si así puede decirse– los mecanismos a través de los cuales los partidos y el Gobierno (a través del partido que conforma o que controla la mayoría parlamentario-gubernamental) han acabado por someter a sus dictados a un órgano del Estado (el Consejo General del Poder Judicial) que había sido previsto presuntamente para todo lo contrario.

La idea del legislador constituyente –que creó, ex novo y por primera vez en nuestra historia, un órgano de gobierno de los jueces– no andaba descaminada, desde luego. Se trataba, con la creación del Consejo, de detraer del Ministerio de Justicia y, en menor medida, del Tribunal Supremo, competencias de administración y política judicial que puestas en manos del poder ejecutivo podían contribuir (que habían contribuido de hecho a lo largo de la historia) a sujetar en mayor o menor medida el ejercicio de la función jurisdiccional a los dictados políticos del Gobierno de turno. El objetivo político-constitucional era, en pocas palabras, desgubernamentalizar funciones administrativas y políticas en la esfera del poder judicial para aumentar con ello, y asegurar en mayor medida, la independencia de los jueces.

El balance que, transcurridas casi tres décadas desde la puesta en marcha del Consejo, debe hacerse de los resultados prácticos de tan loable objetivo resulta claramente negativo. Y es que aquél, lejos de conformarse como lo que de él cabía esperar (un órgano constitucional garantizador de la independencia judicial tanto frente a los otros poderes del Estado y los partidos políticos como frente a cualquier otra institución) se convirtió desde el principio en una especie de miniparlamento judicial, disciplinado en su funcionamiento interno hasta límites extremos por las preferencias políticas de los diferentes consejeros, preferencias que venían determinadas, a su vez, y como muy pronto ya nadie intentó disimular, por el signo del partido político que había sido el respectivo impulsor de la propuesta de cada uno de los miembros del Consejo. Para decirlo de una vez: el órgano fue sometido por los partidos desde el momento de su mismo nacimiento a un sistema de lottizzazione que hacía de los consejeros, con honrosas pero escasas excepciones, meras correas de transmisión de las indicaciones (o deseos, o posiciones) de los partidos que estaban representados (el término no resulta exagerado en absoluto) en el seno del Consejo.

Aunque puede, por supuesto, discutirse en qué medida el procedimiento de elección del Consejo previsto en la Constitución contribuyó a facilitar la degeneración del papel que la propia Constitución parecía haberle atribuido, y aunque es cierto que las previsiones de nuestra ley fundamental a ese respecto dieron lugar –no sin conflictos– a tres sistemas diferentes de elección (parcialmente corporativa y parcialmente parlamentaria, el primero; totalmente parlamentaria, el segundo; y combinadamente corporativa y parlamentaria, el tercero y hoy vigente), no lo es menos que, con cualquiera de los tres sistemas apuntados los partidos mantuvieron su firme voluntad de controlar el proceso de designación de los miembros del Consejo, lo que ha sido al final determinante para explicar que el cambio de uno a otro no fuese a la postre capaz de producir resultados diferentes: la lottizzazione y su trasunto, la extremada politización (en el sentido de dependencia partidista de los consejeros) ha sido una constante en la historia del Consejo y ha producido los devastadores efectos que de aquella eran esperables.

 

 

La politización judicial "en cascada"

 

En realidad, las consecuencias de ese descabellado funcionamiento del Consejo General del Poder Judicial se han proyectado en dos planos diferentes: el político-simbólico y el que podríamos denominar funcional-corporativo. En relación con lo primero, baste con decir que, más allá de la concreta importancia política que han tenido los pronunciamientos públicos (y prácticamente siempre partidistas) del Consejo a lo largo de los años –importancia que, como es obvio, ha variado en función de muy diversas circunstancias–, de lo que no cabe duda alguna es de que cada uno de ellos ha venido a reforzar la extendida idea popular de que el poder judicial está politizado. Y ello porque, siguiendo el conocido aserto periodístico de que la noticia no es que el perro muerda al niño sino que el niño muerda al perro, una sóla declaración del Consejo en cuya materialidad resultaba perfectamente perceptible la influencia partidista (piénsese, por poner un ejemplo reciente, en la relativa al matrimonio de personas del mismo sexo) acababa por producir, tras ser aireada por unos medios que no dejaban jamás de subrayar la influencia mencionada, un efecto en la opinión pública que no conseguían contrarrestar miles de actuaciones judiciales oportunas y sensatas. La idea de que la formación de mayorías y minorías en el seno del Consejo no dependía de las opiniones jurídico-constitucionales de cada uno de sus miembros, sino de las obligaciones implícitas que aquellos asumían al ser propuestos por un partido o por el otro para formar parte del mismo ha contribuido, tirando por elevación, a dar una imagen de politización de los jueces –de todos los jueces– que la correcta actuación diaria de la inmensa mayoría de aquellos no ha sido capaz de desterrar.

En todo caso, la conversión del Consejo en un miniparlamento judicial no sólo ha generado consecuencias muy negativas en el plano de lo político-simbólico, sino también algunas otras, ya plenamente materiales, en la conformación funcional-corporativa de nuestro poder judicial. La razón de que las cosas hayan sucedido de ese modo reside en el hecho de que entre las diversas facultades del Consejo se encuentra una importantísima: la del nombramiento discrecional de las más altas magistraturas judiciales: los presidentes de sala y magistrados del Tribunal Supremo, el presidente de la Audiencia Nacional y los presidentes de sus salas, los presidentes de los tribunales superiores de justicia de las Comunidades Autónomas y de sus salas respectivas y los presidentes de las audiencias provinciales. ¿Qué cabía esperar del hecho de que el órgano que nombra, de un modo discrecional, a los más altos cargos judiciales esté sometido a un control de los partidos, de modo que sus miembros actúan en general como correas de transmisión de las preferencias que aquellos, de un modo u otro, les señalan? Parece obvio. Cabía esperar que acabaría por suceder lo que en efecto ha sucedido: que los jueces y magistrados saben desde que acceden a sus puestos respectivos que la carrera profesional a la que aspire cada uno (y, por supuesto, la posibilidad de acceder en su día ellos mismos al Consejo) depende de situarse en línea política con la mayoría o con la minoría presente en el órgano encargado de los nombramientos judiciales, dado que los puestos referidos se pactan entre una y otra según la correlación de fuerzas existente en el seno del Consejo en cada caso. El efecto politizador que ello tiene sobre el conjunto de la organización judicial no necesita comentario, pues es evidente que la parlamentarización disfuncional del que la Constitución define como órgano de gobierno de los jueces se traduce en una extensión en cascada igualmente disfuncional de las lealtades partidistas en el mundo judicial, pues una parte de los jueces se aprende pronto la lección de que su carrera profesional tenderá a depender en mayor o menor grado de su habilidad para manejarse en el pantanoso terreno de aquellas lealtades. Un fenómeno al que ha contribuido, desde luego, el alto grado de politización de las distintas asociaciones judiciales.

La situación que acabo de describir de un modo tan sumario es ya lo suficientemente mala como para que alguien tenga la irresponsable ocurrencia de hacerla empeorar. Sin embargo, no otra cosa va a suponer, previsiblemente, la descentralización del gobierno de los jueces que la reforma autonómica en la que estamos ha traído de la mano. Explicaré por qué lo creo así antes de poner el punto final a estas reflexiones refiriéndome a la politización de la otra justicia de la que hasta ahora no he tratado: la constitucional.

 

 

La descentralización de la invasión de poderes

 

Uno de los objetivos prioritarios de la segunda descentralización que comenzó con las reformas estatutarias de la etapa Zapatero, descentralización que consistió en realidad en cambiar de forma sustancial la naturaleza de nuestro sistema de distribución del poder territorial, fue el de descentralizar el poder judicial del Estado democrático. De lo que se trataba, como muy pronto puede verse, no era sólo de impulsar lo que parecía razonable (la rearticulación del ejercicio de la función jurisdiccional mediante la reducción en mayor o menor grado de las competencias judiciales del Tribunal Supremo en beneficio de los Tribunales Superiores autonómicos), sino también lo que resultaba insensato e inconstitucional: la descentralización de una función que según la Constitución no podía ser descentralizada –el Gobierno de los jueces–, atribuida por nuestra ley fundamental en exclusiva al Consejo General del Poder Judicial en unos términos inequívocos que no dejan lugar a duda alguna: el Consejo del Poder Judicial es, según la Constitución, el órgano del gobierno del mismo, lo que significa que lo es de todo el poder judicial o, si se prefiere, del poder judicial en el conjunto del Estado, lo que no cierra la posibilidad de hacer lo que, sin embargo, han hecho algunos de los nuevos Estatutos.

El catalán, que ha servido de modelo a varios de ellos, dispone, por ejemplo, que el Consejo de Justicia de Cataluña es el órgano de gobierno del poder judicial en Cataluña. Tal previsión se desarrolla en el propio Estatuto, que además de otorgar a ese Consejo competencias que la ley orgánica del poder judicial atribuye ya al Consejo General, dispone que el Consejo catalán será nombrado, de acuerdo con lo que determine la ley orgánica del poder judicial, por el parlamento regional.

Aunque tales previsiones del Estatuto catalán (y de otros que las reproducen con mayor o menor exactitud) son, a mi juicio, radicalmente contrarias a la Constitución –lo que permite esperar que así sean declaradas por el Tribunal Constitucional en su momento– no es ese el aspecto del problema que ahora me interesa. De hecho, lo que ahora deseo destacar es el punto hasta el que podría acabar politizándose nuestro poder judicial si nombramientos que hoy deben ser decididos en exclusiva por el Consejo General pasasen a serlo por los eventuales Consejos de Justicia que, de aceptarse la constitucionalidad del Estatuto catalán, acabarán creándose con toda seguridad en las 17 Comunidades españolas. La cercanía del poder al territorio no serviría en este caso para aumentar la funcionalidad de sus eventuales decisiones sino previsiblemente para todo lo contrario, de modo que el mecanismo clientelar que ha generado la existencia de un Consejo General convertido en realidad en un miniparlamento judicial se multiplicaría por 17. Tal fenómeno podría tener una traducción cuantitativa (en la medida en que la descentralización del gobierno judicial supusiese una ampliación de los cargos que son de nombramiento discrecional por parte del órgano de gobierno de los jueces de que se tratase en cada caso), pero tendría una segura traducción cualitativa, pues la eficacia de cualquier sistema clientelar aumenta siempre con la cercanía entre quien administra la red y quienes tienen la expectativa de beneficiarse de la misma. No hay más que analizar la forma concreta de provisión de órganos autonómicos que son el trasunto de otros existentes en el Estado central (consejos consultivos, consejos de cuentas o defensores del pueblo) para tener una fotografía exacta, y descorazonadora, de cómo podría funcionar un sistema de gobierno del poder judicial descentralizado en la línea en que lo ha previsto el nuevo Estatuto catalán y los aprobados en su estela.

 

 

La politización de la otra justicia: la constitucional

 

Esta reflexión sobre la politización del poder judicial en España, por más sumaria, no sería cabal, en todo caso, sin incluir una breve referencia al funcionamiento de un órgano que, aún sin formar parte del poder judicial, desarrolla en nuestro país una importantísima función jurisdiccional: me refiero, obviamente, al Tribunal Constitucional. Y ello por una razón fundamental. Porque, aunque durante mucho tiempo fue capaz –en unas ocasiones con más dificultad que en otras, es verdad– de proyectar una imagen de autoritas constitucional y neutralidad política, condiciones ambas esenciales para que el Constitucional pueda desarrollar su cometido importantísimo, lo cierto es que la greña interminable en que se ha convertido la vida política española desde la llegada de Rodríguez Zapatero a la Moncloa ha acabado también por afectar (¡y cómo!) a un órgano que, como árbitro jurídico de disputas políticas, viene a ser tanto más inservible cuanto más crece la percepción de que forma su voluntad interna a partir de meras consideraciones políticas, cuando no siguiendo lealtades de partido.

La pura y triste verdad es, sin embargo, que frente a esa larga historia de neutralidad y de equilibrio en el desarrollo de sus funciones jurisdiccionales, la entrada en el Tribunal de los diversos recursos de inconstitucionalidad presentados contra el nuevo Estatuto de autonomía catalán hundió al supremo intérprete de la Constitución en un torbellino político que ha acabado por echar por tierra una sólida tradición labrada con esfuerzo y sentido de Estado. Para decir toda la verdad, debe subrayarse que a ese triste final contribuirán de un modo decisivo los partidos mayoritarios (el psoe y el pp) obsesionados con controlar la actuación del Tribunal, aunque haya que reconocer, al mismo tiempo, que tal actuación irresponsable no hubiera tenido los efectos demoledores que ha terminado por tener de no ser por la disposición del Tribunal a entrar a todos los trapos y en todos las peleas que se le han venido proponiendo en los últimos años desde el ámbito político.

¿Con qué efectos? Entre otros, dos que, ya para terminar, quisiera ahora destacar. En primer lugar, la guerra interna en el Constitucional y su respuesta irresponsable a las que se le han planteado desde fuera han arruinado, puede que no de un modo irreversible, pero sí para un largo período, su autoridad funcional, lo que se traduce, sobre todo, en que los principales destinatarios de sus resoluciones –los partidos y sus grupos parlamentarios y las Comunidades Autónomas– las perciban no como el fruto de un juicio normativo de constitucionalidad sino de un juicio político de oportunidad. Percepción que, como resulta obvio, arruina las posibilidades mediadoras y pacificadoras del órgano de control de la constitucionalidad. El segundo efecto se deduce directamente de lo que acaba de apuntarse: la crítica situación que atraviesa el Constitucional ha venido a confirmar la percepción popular de que la justicia está politizada, pues, como es fácil de entender, no puede esperarse que la opinión pública vaya a entrar en distinciones de jurista sobre el carácter no judicial –aunque sí jurisdiccional– de la función del Tribunal.

 

 

Reflexión final: sobre el vicio de la politización

 

Sólo me resta ya una breve reflexión final. Pese a que, según he tratado de demostrar, la politización del poder judicial es en España, a mi juicio, un fenómeno de dimensiones esencialmente limitadas a lo que he tratado de explicar, lo cierto es que, por influencia de ese fenómeno, la idea de que el poder judicial –todo el poder judicial– está politizado en mayor o menor grado ha acabado por asentarse en la opinión pública con la fuerza devastadora de un prejuicio popular. Todos sabemos que destruirlo constituye una necesidad inaplazable para devolver la confianza popular en la justicia. Pero todos sabemos, igualmente, que exigirá no sólo mejorar el funcionamiento de nuestra administración de justicia, dotándola de medios materiales y humanos que hoy no tiene, sino también, y de modo primordial, desapoderar a los partidos del espacio que han ocupado en una esfera donde su presencia resulta disfuncional hasta el extremo. Esa es la razón por la que debemos ser conscientes de la difícil tarea que tenemos por delante. Pues si algo enseña la historia de la democracia de partidos es que una vez que aquellos han logrado hacerse con una posición es extremadamente difícil conseguir que la abandonen. Los partidos son grandes colonizadores, pero apenas saben nada de la descolonización. ~

 

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