Olvidemos por un momento los lugares comunes contra la crítica literaria e imaginemos que todo lo que se dice en revistas, diarios, tesis, es certero, relevante, útil. En ese mundo, incluso la contraportada más absurda –es decir, todas– ofrecería lecturas críticas y guías suficientes para que yo, lector, decida o no comprar el libro. Si esto fuera así, cualquier lector que pretenda cierta actualidad estaría ahora mismo avocado a la lectura metódica de la obra de los mejores veintidós jóvenes narradores en lengua española, seleccionados el año pasado por la revista Granta en su edición 113.
Esto es sólo un ejemplo; lo que diré igual funciona con cualquier lista de todas las que ilustraron lo mejor de lo mejor de la literatura del 2011, pero es relevante por las críticas que explícitamente agredieron la selección bajo el argumento de que la voluntad canónica de la lista estaba demasiado cerca de una voluntad mercantil. En artículos como éste, el crítico español Ignacio Echevarría cuestionó el rigor y resaltó la intención comercial.
Total, que si creemos ambas versiones, por un lado hay una lista de grandes narradores que, además, es posible comprar y leer porque lo que esa selección busca es hacer dinero. ¡Cuánta armonía editorial!
Ahora volvamos a nuestra realidad mexicana. Una rápida búsqueda en las dos librerías que hay en la ciudad principales librerías de la ciudad ilustra el impacto editorial de esta lista. Antes de Granta podíamos leer –porque podíamos comprar– a Alejandro Zambra, Andrés Barba, Santiago Roncagliolo, Antonio Ortuño, Patricio Pron, Andrés Neuman y Samantha Schweblin. Después de Granta podemos leer –porque podemos comprar– a Alejandro Zambra, Santiago Roncagliolo, Antonio Ortuño, Patricio Pron, Andrés Neuman y a Samantha Schweblin. Dos sobrevivientes: el español Javier Montes (Anagrama) y el boliviano Rodrigo Hasbún (Duomo Ediciones).
(De las bibliotecas ni hablar. Del machismo editorial –sector en el que curiosamente predomina la presencia femenina, menos.)
¿Por qué pasa esto? Para entender mejor la situación quizá sea necesario hablar un poco de otra cosa. De cine, por ejemplo. Hace algunas semanas, el escritor David Miklos publicó en Nexos una “Carta abierta a Netflix”, una videoteca en línea que ofrece servicios de renta y reproducción de películas. No hace falta haber disfrutado el servicio en los Estados Unidos para notar que el catálogo de películas de Netflix-México se reduce a telenovelas, algunas series, comedias bobas y más telenovelas. Una comparación con el catálogo norteamericano –que además de películas comerciales abunda en cine de arte– no deja dudas sobre el concepto de espectador mexicano que nos imponen y que, peor aún, crean y fomentan.
Lo mismo pareciera suceder en la literatura. El ejemplo ahora es Alberto Olmos. A Olmos no tendríamos que leerlo porque está en la lista Granta, ni porque en 1998 quedó finalista en el XVI Premio Herralde de Novela –¿alguien recuerda qué libro ganó?– , ni porque el blog que administra como Lector Mal-herido sea un ejemplo fino de crítica literaria. A Alberto Olmos hay que leerlo porque es un gran escritor. A bordo del naufragio (Anagrama, 1998), único libro suyo que se consigue en México, es una novela en segunda persona que al lector mexicano le va a sonar a mezcla de “Macario” (Rulfo) –por el tipo de personaje y el monólogo interno– y de Aura (Fuentes) –por la segunda persona– y que por fortuna no tiene nada que ver con ellos, porque la introspección del personaje-narrador tiene mucho más que ver con el estilo y el tono de Thomas Bernhard, de esas novelas-párrafo que al hablarnos de una sola cosa nos hablan del mundo entero.
Sus siguientes novelas, inasequibles por estos rumbos, están en Lengua de Trapo: Trenes hacia Tokio (2006), mi favorita; El talento de los demás (2007); Tatami (2008); El estatus (2009). Pero llegó Granta y con la lista llegó también el salto a una editorial más grande, Random House, que en 2011 le publicó Ejército enemigo, una novela sobre el secreto, sobre lucha social y la aparente solidaridad que la impulsa; una novela con marco policíaco en la que el detective es un publicista fracasado, obsesionado con pornografía e internet. Llegó Granta, dije, y con ella la espera y luego la desilusión, porque la novela no se distribuyó en México. Pero a temblar, libreros, que internet ya llegó. La novela de Olmos está disponible en versión kindle aquí.
Es sólo un ejemplo. Cada lector que tenga amigos de otros lados tendrá la fortuna de conocer escritores que no cruzan las fronteras por incontables razones, como el caso de Tomás González –para olvidarnos un momento de Granta–, colombiano cuya primera novela Primero estaba el mar (Norma, 1983) se encuentra en algunas bibliotecas de la ciudad. Su más reciente libro, La luz difícil (Alfaguara, 2011), es un libro sobre la vejez y la muerte, una novela con tanta fuerza narrativa que duele, muy parecida en ejecución, tono y estilo a Los ejércitos de Evelio Rosero (Tusquets, 2006). Total. Rosero sí se consigue (gracias, Tusquets), González no (gracias, Alfaguara).
Un último ejemplo. Darío Jaramillo acaba de editar –y por favor subrayen el título– una Antología de crónica latinoamericana actual (Alfaguara, 2012), en la cual participan ocho escritores mexicanos ¿Se consigue en México? No.
Más allá de la queja, el asunto no se trata de todo lo que nos estamos perdiendo –siempre se pierde uno de casi todo–, sino de la idea de lector mexicano que esto genera. Somos lo que la gente que vende decide que seamos. ¿Nos importa Granta? No, dicen que no nos importa. ¿Nos importa Tomás González? No, dicen que no. ¿Nos interesa la crónica actual latinoamericana? No. Roberto Bolaño escribió a modo de queja que los lectores, en cuanto consumidores, nunca se equivocan. Quizá lleve razón y todo este embrollo sea nuestra culpa.
Es profesor de literatura en la Universidad de Pennsylvania, en Filadelfia.