Christopher Hitchens siempre estuvo orgulloso de ser un hombre del 68: “los que sintieron que al menos estaban luchando por los intereses de los demás y que el mundo podía cambiar”. Y ciertamente, en buena medida gracias a ellos, el mundo, en las últimas cuatro décadas, cambió: las libertades individuales aumentaron, la democracia se extendió, y la religión y los prejuicios perdieron poder. Sin embargo, y a pesar de todo ello, muchos beneficiarios de estos cambios no están agradecidos. Es más, Hitchens, como tantos otros soixante-huitards –como Glucksmann, Savater, Amis, Vargas Llosa– parecieron ser una especie de traidores: habían sido de izquierdas y en algún momento de su vida dejaron de serlo. Hitchens, en concreto, cuando Khomeini pidió la muerte de Rushdie por haber escrito un libro que le pareció ofensivo y buena parte de la izquierda casi se puso del lado de Khomeini. En cualquier caso, su lucha siempre ha sido la misma: la emancipación de los individuos frente a los autoritarismos colectivistas y la superchería tribal. Para muchos, por raro que parezca, eso es reaccionario.
Como tantos en su generación, Hitchens se deslumbró con el mayo parisino, con las revueltas pacifistas estadounidenses y con la revolución cubana. No tardó en mostrarse escéptico con parte de ello –su temprana visita a la Cubra castrista, narrada en Amor, pobreza y guerra es tan divertida como desoladora–, y aunque siempre detestó el conservadurismo y a los realistas sin ética como Kissinger, se fue desplazando lentamente hacia el centro y más allá. Si de joven fue expulsado del laborismo por criticar su apoyo a la guerra de Vietnam y abrazó una suerte de secta trotskista antiestalinista, con el tiempo se acercó a la derecha estadounidense e incluso a algunos de sus más utópicos neoconservadores, como Wolfowitz, aunque es probable que solo compartiera con ellos la idea de que la democracia puede exportarse por medio de la guerra, pero no el resto de su moral. De hecho, el Hitchens maduro alcanzó la fama –y las grandes ventas– gracias a su defensa pública del ateísmo y el humanismo liberal. Fue uno de los grandes racionalistas de nuestro tiempo, y como tal tuvo poca paciencia con la religión y con el nacionalismo.
Lo más sorprendente de Hitchens es que fue uno de los pocos intelectuales verdaderamente universales que hemos tenido en las últimas décadas. Sus conocimientos de pequeños conflictos regionales eran asombrosos, y los españoles y los latinoamericanos, tan acostumbrados a los reporteros anglosajones portentosamente inclinados a la caricatura, quizá podamos ser más conscientes que no hay nada de ello al leer sus precisas y enteradas crónicas sobre el golpe en Chile, la dictadura argentina, el franquismo español o el terrorismo etarra. Además, nunca tuvo esa tentación tan Primer Mundo –que por otro lado fue clave en su ruptura con la izquierda– de creer que la democracia solo podía ser desarrollada por un puñado selecto de países, y que por lo tanto había que ser considerado y paternalista con los bárbaros, quienes a fin de cuentas estaban incapacitados para entender la civilización. Al contrario, Hitchens siempre creyó en la universalidad de los derechos humanos y en la idea de que no hay ninguna razón poderosa para creer que un kurdo, un ugandés o un palestino no deban tener exactamente los mismos derechos que usted o que yo.
Su gran amigo Salman Rushdie dijo en una ocasión: “Tenemos que estar de acuerdo en qué es lo que importa: besarse en público, los bocadillos de jamón, la divergencia de opiniones, la última moda, la literatura, la generosidad, el agua, una distribución más justa de los recursos mundiales, las películas, la música, la libertad de pensamiento, la belleza, el amor. Esas serán nuestras armas.” Esas fueron las armas de Hitchens, además de un talento retórico y una facilidad de escritura que quizá ningún intelectual de nuestro tiempo pueda igualar. Dos de las muchas lecciones que pueden obtenerse de su trayectoria, que van más allá del su talento intelectual, es que pocas cosas son tan agradables en la vida como divertirse con gente amada y buscar la justicia. Es una excelente combinación. Les recomiendo otra que también aprendí de él: Johnnie Walker y George Orwell.
(Barcelona, 1977) es editor de Letras Libres España.